I yá opustila glazá...

He marcado los acentos tónicos y transliterado el ruso de acuerdo con la convención acostumbrada de que la «u» y la «i» son cortas, y de que la «zh» se parece a la «j» francesa. Rimas tan incompletas como skazál-glazáeran consideradas muy elegantes. Obsérvense también las corrientes subterráneas eróticas y las sugerencias de cour d'amour. Una traducción en prosa diría así:

3

No poseo joyas aparte de mis ojos, pero tengo una rosa que es más suave aún que mis labios rosados. Y un joven tímido me dijo: «Nada hay más blando que tu corazón.» Y yo bajé la mirada.

Contesté a Liza diciéndole que sus poemas eran malos y que dejara de versificar. Un tiempo después la vi en otro café, sentada ante una mesa larga, floreciente y deslumbradora entre una docena de jóvenes poetas. Mantenía fija en mí su mirada de zafiro con persistencia burlesca y misteriosa. Hablamos. Le propuse que me dejara ver nuevamente esos poemas en un sitio más tranquilo. Lo hizo. Le dije que los encontraba aún peores de lo que me habían parecido en la primera lectura. Vivía en la habitación más barata de un ruinoso hotelito, sin baño, y con un par de jóvenes ingleses por vecinos, ambos enamorados de ella.

¡Pobre Liza! Tenía, por supuesto, sus momentos artísticos en que se detenía, arrobada, en una noche de mayo en una calle miserable, para admirar, no: para adorar, los restos abigarrados de algún afiche viejo a la luz de un farol, en medio del verde translúcido de las hojas de tilo que caían junto a él. Pero era una de esas mujeres que combinan una belleza sana con un espíritu vulgar, emanaciones lincas con una mente muy práctica y muy vulgar; el mal humor con el sentimentalismo, una entrega lánguida con una robusta capacidad para descargar en otros una serie de imposiciones absurdas. Como resultado de ciertas emociones, y en el curso de algunos acontecimientos cuya narración no interesaría al lector, Liza se tragó un puñado de píldoras somníferas. Al quedar inconsciente, desparramó un frasco de tinta roja con la que acostumbraba a escribir sus versos. Y fue ese hilillo vívido que escapaba por debajo de su puerta el que la salvó, al ser visto por Chris y Lew en el momento preciso.

Después de este percance pasé una quincena sin verla; hasta que, en vísperas de mi partida a Suiza y Alemania, me acorraló en el jardincillo en que remataba mi calle. Se veía esbelta y extraña con aquel lindo vestido nuevo del mismo color gris paloma que tiene París, y con ese sombrero, también nuevo y realmente fascinador, adornado con un ala de pájaro azul. Me entregó un papel doblado.

—Necesito un último consejo de usted — me dijo, con lo cue llaman los franceses una voz «blanca»—. Esta es una propuesta matrimonial que he recibido. Esperaré hasta medianoche. Si usted no se hace presente, la aceptaré.

Llamó un taxi y partió.

Casualmente, la carta ha quedado entre mis papeles. Hela aquí;

Temo que mi confusión la lastime, querida Lise(el autor de la carta, aunque escribía en ruso, la llamaba con la forma francesa de su nombre, supongo que para evitar el «Liza», demasiado familiar, y el Elizaveta Innokentievna, excesivamente ceremonioso). Siempre es doloroso para una persona sensitiva (chutkiy) ver a otra en una situación difícil. Y yo me encuentro, decididamente, en una posición muy difícil.

Usted, Lise, está rodeada de poetas, hombres de ciencia, artistas y elegantes. Se dice que el célebre pintor que hizo su retrato el año pasado se ha entregado a la bebida (gevoryat, spilsya) en las tierras salvajes de Massachusetts. Se rumorean otras cosas. Y aquí me tiene, osando escribirle.

No soy bien parecido; no soy interesante; no poseo talento; ni siquiera soy rico. Pero, Lise, le ofrezco todo lo que tengo. Y, créame, es más de lo que cualquier genio puede ofrecerle, porque un genio tiene que reservarse para sí, por lo que no puede ofrecerle todo su ser como yo lo hago. Es posible que yo no sea feliz, pero haré todo lo que pueda para que usted lo sea. Quiero que escriba poemas. Quiero que continúe sus investigaciones psico-terapéuticas, que no comprendo mucho, aunque dudo de la validez de lo que entiendo. Agrego, al pasar, que en sobre separado le envío un folleto publicado en Praga por mi amigo el profesor Chateau, quien refuta brillantemente la teoría de su doctor Halp: aquella que dice que el nacimiento es un acto suicida por parte de la criatura. Me he permitido corregir una errata evidente en la página 48 del excelente artículo de Chateau. Espero su...(probablemente aquí decía: decisión, pero el pie de la página con la firma había sido recortado por Liza).

4

Cuando volví a visitar París, media docena de años más tarde, supe que Timofey Pnin se había casado con Liza Bogolepov poco f después de mi partida. Ella me envió una colección publicada de sus poemas: Suhie Gubi (Labios Secos), dedicada en tinta roja oscura: «De una Forastera a otro Forastero» (neznakomtsu ot neznakomki). Los vi en una tertulia en el departamento de un emigrado famoso, un socialrevolucionario, una de esas reuniones de confianza en que terroristas anticuados, monjas heroicas, hedonistas de talento, liberales, jóvenes poetas-aventureros, artistas y novelistas ancianos, editores y publicistas, filósofos libre-pensadores y eruditos representaban una especie de caballería andante el núcleo activo y significativo de una sociedad excitada que, durante un tercio de siglo, permaneció prácticamente ignorada de los intelectuales americanos, para quienes, gracias a la astuta propaganda comunista, el ser emigrado ruso equivalía a pertenecer a una masa vaga y perfectamente ficticia de los llamados «trotskistas» (quienesquiera que sean), reaccionarios arruinados, hombres de la cheka reformados o disfrazados, damas nobles, sacerdotes profesionales, dueños de restaurantes y grupos militares de la Rusia Blanca, desprovistos de toda importancia cultural. Aprovechando la circunstancia de que Pnin estaba enfrascado en una discusión política sobre Kerenski en el otro extremo de la mesa, Liza me informó, con la brutal sinceridad que la caracterizaba, que «había dicho todo a Timofey»; que él era un «santo» y que la había «perdonado». Afortunadamente, ella no lo acompañó a recepciones posteriores en que tuve el placer de sentarme a su lado, o enfrente de él, en compañía de amigos queridos, en nuestro pequeño planeta solitario, dominando la ciudad negra y centelleante, mientras la luz de la lámpara se reflejaba en éste o aquél cráneo socrático y una rodaja de limón giraba en el vaso de té que revolvíamos. Una noche, en la que el doctor Barakan, Pnin y yo estábamos en casa de los Bolotovi, hice al neurólogo un comentario casual sobre una prima suya, Ludmila, ahora lady D, con quien había estado en Yalta, Atenas y Londres; de pronto, y a través de la mesa, Pnin gritó al doctor Barakan:

—No crea una palabra de lo que dice, Gorgiy Aramovich. Todo lo inventa. Una vez me inventó que habíamos sido compañeros de colegio y que preparábamos juntos los exámenes. Es un terrible mitómano ( on uzhasniy vidumshchik).