Pero aún no sabía que se hallaba en un tren equivocado.

Una zona especialmente peligrosa para Pnin era el idioma inglés. Exceptuando retazos que no le servían de mucho, como «el resto es silencio», «nunca más», «fin de semana», «quién es quien», y unas pocas palabras corrientes como «calle», «comer», «estilográfica», «gángster», «charleston» o «utilidad marginal», no poseía más conocimientos de inglés al irse de Francia para viajar a Estados Unidos. Porfiadamente se puso a la tarea de aprender la lengua de Fenimore Cooper, Edgar Poe, Edison y treinta y un Presidentes. En 1941, al cabo de un año de estudio, tenía la pericia suficiente como para usar con soltura términos tales como «esperanzas vanas» y «okey-dokey». En 1942 ya era capaz de interrumpir su narración con la frase: «Para abreviar el cuento». En la época en que Truman inició su segundo período, Pnin podía manejar casi cualquier tema; pero en otros sentidos su progreso parecía haberse detenido pese a todos sus esfuerzos, y en 1950 su inglés seguía lleno de imperfecciones. Ese otoño agregó a sus cursos de ruso una charla semanal en un llamado symposium(«Europa pierde sus alas: Reseña de la Cultura Europea Contemporánea») dirigida por el doctor Hagen. Todas las conferencias de nuestro amigo, incluso varias que dictó fuera de la ciudad, eran corregidas por uno de los miembros más jóvenes del Departamento de Alemán. El procedimiento era un tanto complicado. El profesor Pnin traducía laboriosamente su propio flujo verbal ruso, rebosante de proverbios intraducibies, a un inglés deshilvanado. Esto era revisado por el joven Miller. Luego la secretaria del doctor Hagen, una miss Eisenbohr, lo pasaba a máquina. En seguida, Pnin eliminaba los pasajes que no podía comprender. Y por último lo leía a su auditorio semanal. Sin el texto preparado quedaba totalmente desvalido, y tampoco podía usar el antiguo sistema de disimular su impotencia moviendo los ojos hacia arriba y abajo, cortando entretanto un montón de palabras y alargando el final de la frase antes de lanzarse a la próxima sin ser notado. Los preocupados ojos de Pnin corrían entonces el riesgo de perder la hilación. Prefería, en consecuencia, leer sus charlas, con la mirada pegada al texto, con su voz lenta y monótona de barítono que parecía ir subiendo esas escaleras interminables que usa la gente por miedo a los ascensores.

El inspector, una persona de aspecto paternal y cabeza gris, con gafas de acero bastante caídas sobre su nariz simple y funcional, y con un trocito de sucia cinta adhesiva en ei pulgar, tenía que recorrer sólo tres vagones para llegar al último, donde viajaba Pnin.

Este, entretanto, había cedido a la satisfacción de un especial anhelo pniniano. Se debatía en una perplejidad pniniana. Entre otros artículos indispensables para una pniniana estadía nocturna en una ciudad extraña, tales como hormas de zapato, manzanas, diccionarios, etc., su valija Gladstone contenía un terno negro relativamente nuevo, que pensaba usar esa noche para la charla («¿Es Comunista el Pueblo Ruso?») ante las damas de Cremona. También contenía la conferencia del symposiumdel lunes siguiente («Don Quijote y Fausto»), la que planeaba estudiar al otro día en su viaje de regreso a Waindell, y un ensayo escrito por la estudiante graduada Betty Bliss («Dostoievsky y la Psicología del Gestalt»), el que debía revisar para el doctor Hagen, principal director de la celebración de la muchacha. Su incertidumbre era la siguiente: Si guardaba consigo, ai abrigo de su calor corporal tí manuscrito de Cremona —un fajo de papel tamaño carta, cuidadosamente doblado por la mitad— era teóricamente probable que olvidaría trasladarlo de la chaqueta que llevaba puesta a la que iba a ponerse. Por otra parte, si ahora colocaba la conferencia en el bolsillo del traje que llevaba en la valija, sabía que le torturaría la posibilidad de que robaran su equipaje. En tercer lugar (a estos estados mentales les brotan lugares adicionales a más y mejor), llevaba en el bolsillo interior de su actual chaqueta una preciosa billetera con dos billetes de diez dólares, además del recorte de diario de una carta que había escrito, con mi ayuda, al New York Times, en 1945, refiriéndose a la conferencia de Yalta, y de su cédula de naturalización. Era muy posible que al sacar la billetera, si necesitaba la cédula, se cayera fatalmente la charla guardada junto a ella. Durante los veinte minutos que llevaba en el tren, nuestro amigo había abierto dos veces su valija para repasar sus diversos papeles. Cuando el inspector llegó al vagón, el diligente Pnin estaba leyendo con dificultad el reciente esfuerzo de Betty, que comenzaba: «Al considerar el clima mental en que vivimos, no podemos menos de observar...»

El inspector entró; no despertó al soldado; prometió a la mujeres avisarlas cuando estuviesen a punto de llegar; y luego se encontró sacudiendo con pesimismo la cabeza ante el boleto de Pnin. La parada en Cremona había sido suprimida dos años antes.

—¡Charla importante!— gritó Pnin—. ¿Qué hacer? ¡Es una cata-estrofa!

Grave y cómodamente, el inspector de cabeza gris se dejó caer en el asiento opuesto y consultó en silencio un sucio librito lleno de páginas con puntas dobladas. En pocos minutos más, al saber, a las 3.08, Pnin tendría que bajarse en Whitechurch; esto le permitiría alcanzar el bus de las 4, que lo depositaría, alrededor de las 6, en Cremona.

—Pensaba ganar doce minutos, y ahora he perdido casi dos horas —dijo Pnin amargamente. Tras lo cual, carraspeando e ignorando el consuelo ofrecido por la bondadosa cabeza gris («Ya llegará, no se preocupe»), se quitó las gafas para leer, cogió su valija pesada como las piedras y se trasladó al vestíbulo del vagón para esperar ahí a que el verdor confuso que pasaba veloz fuera reemplazado por la muy concreta estación que tenía presente.

2

Whitechurch se materializó conforme al horario anunciado. Una extensión de sol y cemento, aletargada y ardiente, yacía tras los sólidos volúmenes geométricos sombríamente recortados. El clima era demasiado veraniego para octubre. Pnin, muy desenvuelto, entró en una especie de sala de espera, en cuyo centro había una innecesaria estufa, y miró a su alrededor. En una covacha solitaria, podía distinguirse la parte superior de un joven sudoroso que llenaba formularios sobre un amplio mesón de madera.

—Información, por favor —dijo Pnin— ¿Dónde detenerse bus de cuatro a Cremona?

—Al otro lado de la calle — contestó aprisa el empleado, sin alzar la vista.

—¿Y dónde ser posible dejar equipaje?

Con la nacional falta de ceremonia que siempre desconcertaba a Pnin, el joven tiró la valija a un rincón de su madriguera.

—¿Cuitancia? —interrogó Pnin, anglizando la palabra rusa correspondiente a «contraseña» ( kvitantsiya).

—¿Qué?

—¿Número? —ensayó entonces Pnin.

—No necesita número —dijo el individuo, y continuó escribiendo.

Pnin abandonó la estación, comprobó dónde paraba el bus y entró en una cafetería. Comió un emparedado de jamón y pidió otro. Faltando exactamente cinco minutos para las cuatro, y luego de pagar la cuenta aunque no un estupendo mondadientes que eligió con cuidado de una pulcra copita en forma de riñon que había cerca de la caja registradora, se encaminó a la estación en busca de su valija.