La sensación de haberse retrasado para una cita de odiosa puntualidad como, por ejemplo, el colegio, la comida, o la hora de acostarse, añadía el desagrado de un apresuramiento torpe a esa búsqueda ya cercana al delirio. El follaje y las flores, sin que nada alterase su intrincada urdimbre, parecían desprenderse en un cuerpo ondulante del fondo azul-pálido el cual también abandonaba su dimensión de papel y se dilataba en hondura haciendo que el corazón del espectador casi estallara a consecuencia de tal expansión. Aún podía distinguir, a través de las guirnaldas, ciertas zonas de la habitación llenas de una vida más tenaz que el resto: el biombo de laca, el resplandor de un vaso y las perillas de bronce de su catre; pero estas no lograban dominar a las hojas de encina y al resto de la abundante floración mural, del mismo modo que los reflejos de algunos objetos en la parte interior del vidrio de una ventana tampoco logran dominar al paisaje exterior visto a través de éste.

Y aunque el testigo y víctima de estos fantasmas estaba acuñado en su lecho, hallábase, de acuerdo con la doble naturaleza del ambiente que lo rodeaba, simultáneamente sentado en un banco de un parque verde-púrpura. Durante un instante tuvo la sensación de lograr, por fin, la clave que había buscado; pero, llegado de muy lejos, un viento susurrante cuyo volumen aumentaba al despeinar los rododendros —ahora sin flores, y ciegos— confundió todo el razonable sistema que una vez había tenido el dormitorio de Timofey. Estaba vivo y eso bastaba. Sentía que el respaldo del banco contra el cual seguía reclinado era tan real como sus ropas, su billetera, o la fecha del Gran Incendio de Moscú en 1912.

Una ardilla gris que estaba frente a él, sentada en el suelo cómodamente sobre sus cuartos traseros, tanteaba un hueso de durazno. El viento hizo una pausa y luego volvió a agitar el follaje.

El ataque lo había dejado un tanto atemorizado y tembloroso, pero argüyó que si hubiera sido un verdadero ataque al corazón, su desasosiego y preocupación habrían sido, sin duda, mucho mayores, y este raciocinio indirecto disipó completamente su miedo. Eran ya las cuatro y media. Se sonó y se encaminó penosamente hacia la estación.

El primer empleado había vuelto.

—Aquí está su valija —le dijo alegremente—. Lamento que haya perdido el bus a Cremona.

—Al menos — y cuánta ironía trató de inyectar nuestro infortunado amigo en ese «al menos»—, espero que todo ir bien con su esposa.

—Le irá bien. Creo que ella tendrá que esperar hasta mañana.

—Y ahora —dijo Pnin—, ¿dónde estar ubicado teléfono público?

El hombre se inclinó hacia fuera y de costado lo más posible sin abandonar su cubil y señaló con su lápiz. Pnin, valija en mano, se preparó a partir, pero lo llamaron para que volviera. El lápiz estaba dirigido ahora hacia la calle.

—Oiga, ¿ve esos dos tipos cargando ese camión? Van a Cremona ahora mismo. Dígales que lo manda Bob Horn. Ellos lo llevarán.

3

Ciertas personas —y me encuentro entre ellas— detestan los finales felices. Nos sentimos defraudados. La regla es el daño. La tragedia no debe frustrarse. La avalancha que se detiene en su cauce a unos metros de la aldea acobardada, se comporta no sólo antinaturalmente sino también sin ética. Si yo hubiera estado leyendo cerca de este buen hombre en vez de escribir sobre él, hubiera preferido que al llegar a Cremona hubiese descubierto que su charla no era ese viernes sino el siguiente. Sin embargo, no sólo llegó sano y salvo, sino a tiempo para la comida (una macedonia de frutas como entrada, gelatina de menta con el anónimo plato de carne y crema de chocolate con helado de vainilla). Por último, harto de dulces, vestido con su terno negro y haciendo malabarisrnos con los tres ensayos literarios que había metido en su chaqueta para que no le fuera a faltar el que necesitaba (burlando así a la desgracia por necesidad matemática), se sentó en una silla cerca de la mesa de conferencia, mientras Judith Clyde, una rubia de edad imprecisa vestida de rayón color agua, con extensas mejillas teñidas de un hermoso rosa caramelo, y ojos brillantes bañados en un azul lunático detrás del pince-nezsin marcos, presentaba a Pnin.

—Esta noche —dijo—, el conferencista de la tarde... A propósito, ésta es nuestra tercera tarde de los viernes; la última vez, corno ustedes recordarán, gozamos oyendo lo que el profesor Moore nos dijo sobre la agricultura china. Esta noche tenemos aquí, me enorgullezco en decirlo, a un ruso de nacimiento y ciudadano de este país, el profesor, aquí viene lo difícil me temo, el profesor Pun-nin. Espero haberlo dicho bien. Casi no necesita presentación y todas estamos felices de tenerlo aquí. Nos aguarda una tarde larga, una tarde larga y fructífera, y estoy segura de que todas querrán disponer de tiempo después para hacerle preguntas. De paso diré que se me ha informado que su padre era el médico de la familia Dostoievsky, y viajó mucho por ambos lados de la Cortina de Hierro. En consecuencia, no restaré más tiempo a su precioso tiempo y me limitaré a agregar unas palabras sobre nuestra próxima charla del viernes. Tengo la seguridad de que rodas estarán encantadas de saber que se nos reserva una magnífica sorpresa. Nuestra próxima conferencista será la distinguida poetisa y prosista miss Linda Lacefieid. Todas sabemos que ha escrito poesía, prosa y algunos cuentos cortos. Miss Lacefieid nació en Nueva York. Sus antepasados, por ambos lados, combatieron por los dos bandos en la Guerra de Secesión. Escribió su primer poema antes de graduarse. Muchos de sus poemas, tres de ellos por lo menos, han sido publicados en «Réplica», Cien Poemas Líricos de Amor por mujeres Americanas. En 1922 recibió el premio en dinero ofrecido por... Pero Pnin no escuchaba. Una ligera inquietud nacida de su reciente ataque absorbía por completo su atención. Tuvo sólo algunas palpitaciones, con una sístole adicional aquí y allá —ecos finales, inofensivos— y se esfumó cuando su distinguida anfitriona lo invitó a pasar a la mesa; pero mientras esa inquietud duró, ¡cuán límpida fue la visión!: En el centro de la primera fila de asientos vio a una de sus tías del Báltico, llevando las perlas, los encajes y la peluca rubia que luciera en todas las funciones del gran cómico Khodotov, al que había adorado antes de enloquecer. Junto a ella, sonriendo tímidamente, inclinada la cabeza oscura, lisa y brillante y deslumbrando a Pnin con su suave mirada parda bajo aterciopeladas cejas, mientras se abanicaba con el programa, estaba una de las muchachas que había amado, ahora muerta. Viejos amigos asesinados, olvidados, agraviados, incorruptibles e inmortales, aparecían dispersos por la opaca sala entre otras personas del presente, como miss Clyde, que modestamente se había sentado en un asiento de primera fila. Vanya Bednyashkin (fusilado por los rojos en 1919 en Odessa porque su padre había sido liberal) le hacía alegres señas a su antiguo compañero de clase desde el fondo de la sala. Y en una ubicación retirada, el doctor Pavel Pnin y su anhelante esposa, ambos un tanto borrosos, pero, después de todo, muy nítidos si se piensa en el abismo insondable del recuerdo en donde habían estado sumergidos, contemplaban a su hijo con la misma devastadora pasión y el mismo orgullo con que lo habían mirado esa noche de 1912 cuando, en una fiesta del colegio en que se conmemoraba la derrota de Napoleón, él había recitado (muchachito de gafas y tan solitario en el proscenio) un poema de Pushkin.