—Le buscaremos una estufa eléctrica —dijo Joan a Pnin, mientras le ofrecía aceitunas.

—¿Qué fabricación de estufa? —preguntó Pnin, suspicaz.

—Eso ya lo veremos. ¿Tiene más quejas?

—Sí. Perturbaciones sónicas —dijo Pnin—. Oigo cada, pero cada sonido del primer piso, pero no es éste ahora sitio de comentarlo, pienso yo.

3

Los invitados comenzaron a retirarse. Pnin subió a su cuarto con un vaso limpio en la mano. Entwistle y su anfitrión fueron los últimos en salir. El aguanieve se amontonaba en la noche oscura.

—Es una lástima —dijo el profesor Entwistle — que no conr sigamos tentarlo y se venga de una vez por todas a Goldwin. Tenemos a Schwarz y al viejo Crates, que figuran entre sus mayores admiradores. Tenemos una. laguna auténtica. Lo tenemos todo. Hasta tenemos a un tal Pnin entre los profesores.

—Lo sé. Lo sé —dijo Clements—. Pero los ofrecimientos han llegado tarde. Quiero retirarme pronto, y hasta entonces prefiero quedarme en mi agujero, mohoso pero familiar. ¿Qué le pareció —dijo, bajando la voz, — monsieurBlorenge?

—Me dio la impresión de ser un gran tipo. Pero debo decirle que en ciertas cosas me recordó a la figura, probablemente legendaria, del Director del Departamento de Francés, que creía que Chateaubriand era un chef famoso.

—Cuidado —dijo Clements—. Ese cuento se le atribuyó primero a Blorenge, y era auténtico.

4

A ía mañana siguiente, el heroico Pnin partió a la ciudad blandiendo un bastón al estilo europeo (arriba abajo, arriba-abajo) y examinó diversas cosas a su alrededor, tratando filosóficamente de imaginarse qué impresión le causarían después de la gran prueba que iba a sufrir. Dos horas más tarde ya estaba de vuelta, doblado sobre su bastón, y sin haber mirado cosa alguna. Una oleada de adíente dolor había ido reemplazando gradualmente el hielo y la madera de la anestesia en su boca, medio muerta, abominablemente martirizada y en proceso de descongelación. Durante algunos días guardó luto por aquella parte tan íntima de sí mismo. Se extrañó al darse cuenta del cariño que le tenía a sus dientes. Su lengua, una foca gorda y resbalosa, acostumbraba a debatirse y deslizarse dichosamente entre las rocas familiares, controlando un reino en decadencia pero todavía seguro, hundiéndose en cavernas y ensenadas, trepando por este picacho, hozando en aquella entalladura descubriendo una brizna de alga dulce en la vieja grieta de siempre. Pero ahora no le quedaba ni un solo punto de referencia; no había más que una gran herida oscura, una terra incognitade encías, que el miedo y el asco le prohibían investigar. Y cuando le colocaron las planchas, fue como si a un pobre cráneo fósil le hubieran encajado la risueña mandíbula de un ser completamente desconocido.

Como si todo hubiera sido planeado, no dio charlas ni atendió los exámenes, en los que fue reemplazado por Miller. Pasaron diez días y, de pronto, comenzó a gozar del nuevo dispositivo. Fue una revelación, fue un amanecer; fue como si hubiese ganado un bocado firme de esa América eficiente, alabastrina y humana. Por la noche guardaba su tesoro en un vaso especial, lleno de un líquido especial, y parecía como si desde allí estuviera sonriéndose a sí mismo, rosáceo y perlado, perfecto como un bello representante de la flora submarina. El gran trabajo sobre la Antigua Rusia, un sueño maravilloso mezcla de folklore, poesía, historia social y petite histoire, que durante los últimos diez años había estado planificando con ternura, al fin le parecía accesible, sin dolores de cabeza y con este nuevo anfiteatro de translúcido plástico, un escenario y una representación a la vez. Cuando empezó el Trimestre de Primavera, sus alumnos no pudieron menos que observar el cambio producido en su cara, sobre todo cuando Pnin se sentaba y, coquetamente, se golpeaba con la punta de goma de su lápiz esos incisivos y caninos tan parejos (demasiado parejos), mientras un discípulo traducía alguna frase en el viejo y rubicundo Ruso Elementaldel profesor Oliver Bradstreet Mann (escrito, en realidad, desde el principio hasta el fin, por dos imberbes ganapanes, John y Olga Krotki, ya fallecidos), frases tales como: «El niño juega con su aya y su tío». Y una tarde acorraló a Laurence Clements, que se aprestaba a escurrirse a su estudio, y con exclamaciones de triunfo empezó a demostrarle la belleza de su dentadura, la facilidad con que se podía colocar y quitar, urgiéndolo a que se sacara todos los dientes cuanto antes, al día siguiente si fuera posible.

—Usted será un hombre reformado, como yo — exclamó Pnin.

Debe decirse, en beneficio de Laurence y de Joan, que pronto comenzaron a apreciar a Pnin en su exclusivo valor pniniano; y esto, pese a que era más un Poltergeistque un huésped. En cierta ocasión Pnin destrozó su nueva estufa y dijo, tristemente: «No importa, pronto será primavera.» Tenía una manera irritante de pararse en el rellano de la escalera y escobillar allí meticulosamente su ropa, haciendo tintinear el cepillo contra los botones, por lo menos cinco minutos cada bendita mañana. También mantenía una relación intrigada y apasionada con la máquina de lavar de Joan. Aunque le prohibieron acercarse a ella, lo sorprendían una y otra vez junto al objeto vedado. Echando a un lado todo decoro y cautela, Pnin alimentaba la máquina con lo que tuviera a mano, su pañuelo, paños de cocina, un montón de camisas y calzoncillos bajados de contrabando de su pieza, nada más que por darse el gusto de observar por la mirilla lo que parecía un volteo sin fin de delfines atacados de vahídos. Un domingo, después de comprobar que estaba solo, no pudo resistirse, por pura curiosidad científica, a entregar al poderoso aparato un par de zapatones de lona con suela de goma, manchados de barro y clorofila, para que jugara con ellos. Los zapatos desaparecieron con un enorme y espantoso estruendo, como el de un ejército que pasa sobre un puente, y volvieron sin suelas. Joan apareció entonces desde su salita, detrás de la cocina, y le dijo con tristeza: «¿De nuevo, Timofey?» Pero lo perdonaba, y gustaba sentarse con él a la mesa de la cocina para cascar nueces o beber té. Desdémona, la vieja negra que hacía el aseo los viernes y con la que, en un tiempo, Dios había charlado a más y mejor («Desdémona —me decía el Señor— ese hombre no es bueno»), vio una vez a Pnin dándose baños de sobrenatural luz ultravioleta, sin llevar encima nada más que calzoncillos, anteojos oscuros y una resplandeciente cruz católica-griega en su amplio pecho, e insistió en adelante en que Pnin era un santo. Un día subió Laurence a su estudio, una guarida sagrada y secreta, astutamente disimulada en la buhardilla, y se indignó al encontrar la lámpara de mórbida luz ultravioleta encendida y a Pnin, con su nuca gorda, plantado sobre sus delgadas piernas tostándose serenamente en un rincón. «Excúseme, sólo estoy pastando», observó el gentil intruso (cuyo inglés se enriquecía a un paso sorprendente), mirando por sobre su hombro más alto. Sin embargo, esa misma tarde, bastó una referencia casual a un autor exquisito, una alusión pasajera tácitamente reconocida, en medio de una idea, como una vela aventurera divisada en el horizonte, para que, insensiblemente, surgiera esa delicada concordia mental entre los dos hombres, que sólo se encontraban a sus anchas en la natural calidez de su mundo escolástico. Existen seres humanos sólidos y seres humanos gelatinosos; Clements y Pnin pertenecían a la última variedad. Por esto se mezclaban con frecuencia, cuando se encontraban y detenían en umbrales, en rellanos, en dos niveles diferentes de peldaños (intercambiando alturas y volviéndose de nuevo uno hacia el otro), o cuando caminaban en direcciones opuestas de un lado a otro de una habitación, la que en ese momento sólo existía para ellos como un espace meublé, paral usar un término pniniano. Pronto se vio que Pnin era una verdadera enciclopedia de encogimientos y sacudidas de hombro rusas a las cuales había tabulado, con lo que pudo agregar algo a los archivos de Laurence sobre la interpretación filosófica de los gestos pictóricos o no pictóricos, nacionales o sociales. Era muy agradable ver a los dos hombres discutiendo acerca de tal leyenda o religión; a Timofey floreciendo en movimientos anfóricos y a Laurence dando de tajadas con una mano. Este último hasta hizo una película de lo que Timofey consideraba la esencia de la mímica rusa: Pnin, en camisa de polo y con una sonrisa de Gioconda en los labios, demostraba los movimientos que subrayaban verbos rusos — usados con referencia a las manos —como mahnuñ vsplesnuf, razvesti: la sacudida floja, descendente, con una mano de cansada renunciación; el chapoteo dramático, con dos manos, de sorprendida angustia; y el movimiento «disyuntivo» —manos que se alejan en sentido contrario para significar pasividad inerme—. El filme concluía cuando Pnin, muy lentamente, mostraba como el gesto internacional de «sacudir el dedo» (un medio giro, tan delicado como la vuelta del puño en esgrima), transformaba el solemne símbolo ruso de señalar a lo alto: «¡El Juez del Cielo te ve!», en un retrato muy alemán del gesto que anuncia: «¡Algo te va a suceder!» «No obstante —agregaba el objetivo Pnin— la policía metafísica rusa también puede quebrar huesos físicos muy bien.»