Como ya se ha dicho, el rector en tiempos de Victor era el reverendo míster Hopper, una nulidad agradable, de cabello gris y rostro fresco, muy admirado por las matronas de Boston. Mientras Victor y sus compañeros de aventuras comían con toda la familia Hopper, oyeron aquí y allá sutiles indirectas, especialmente en la voz modulada de mistress Hopper, que era inglesa y tenía una tía casada con un conde. Era posible — insinuaba mistress Hopper— que el reverendo se amainara y llevase a los seis niños a la ciudad a ver una película aquella última tarde, en vez de hacerlos acostarse tan temprano. Y después de la comida, con un guiño bondadoso, ella les indicó que acompañaran al reverendo, que se dirigía apresuradamenre hacia el vestíbulo.

Los padres anticuados hubieran podido perdonar los azotes que Hopper había propinado una o dos veces, en su carrera breve y poco distinguida, a algunos alumnos especialmente difíciles; pero lo que ningún niño podía soportar era la mueca mezquina que torcía los labios del rector cuando, en ocasiones como ésta, por ejemplo, se detenía en su camino al vestíbulo para tomar una tela cuadrada y doblada prolijamente: su sotana y su sobrepelliz. El station-wagonestaba ante la puerta. «Para redoblar el castigo», según los niños, el hipócrita eclesiástico los invitó a asistir a un oficio religioso en Rudbern, a doce millas de distancia, en una iglesia fría y ante escasa concurrencia.

8

Teóricamente, el modo más sencillo de llegar a Waindell desde Cranton era partir en taxi a Framingham, tomar un tren rápido a Albany, y luego un tren local, por un tramo corto, en dirección noroeste. En realidad, el modo más sencillo era al mismo tiempo el menos práctico. Ya fuera porque entre esos ferrocarriles existiese una enemistad antigua y solemne, ya porque se hubieran unido para dar oportunidades a otros medios de comunicación, quedaba en pie el hecho de que, a pesar de todos los malabarismos que uno hiciera con los horarios, la espera más corta que podía lograrse entre uno y otro tren en la estación de Albany era de tres horas.

A las 11 A. M. partía un bus de Albany que llegaba a Waindell alrededor de las 3 P. M. Eso significaba tomar el tren de las 6,31 A. M. en Framingham. Victor presintió que no se levantaría a tiempo y tomó un tren algo más tardío y bastante más lento, que le permitió alcanzar en Albany el último autobús a Waindell y desembarcar allí a las 8,30 de la noche.

Llovió durante el camino y seguía lloviendo cuando llegó al terminal de Waindell. El carácter algo soñador y distraído de Victor hacía que ocupara en las colas el último lugar. Ya estaba habituado a esta desventaja, del mismo modo que uno se familiariza con la miopía o la cojera. Obligado a inclinarse por su elevada estatura, siguió sin impacientarse a los pasajeros que bajaban del autobús al asfalto brillante: dos señores abultados con impermeables semitransparentes, que parecían patatas envueltas en celofán; un niño de siete u ocho años, de nuca frágil y hundida y pelo corto; un anciano anguloso y tímido que desechó toda ayuda y bajó por partes; tres estudiantas de Waindell, de pantalones cortos y rodillas sonrosadas; la exhausta madre del niño frágil; varios pasajeros más y, por fin, Victor, con su maletín en la mano y dos revistas bajo el brazo.

En una arcada de la vieja estación, un hombre enteramente calvo, de tez tostada, anteojos oscuros y portadocumentos negro, se inclinaba en amistoso e interrogativo recibimiento ante el niño de cuello delgado, el cual, sin embargo, sacudía la cabeza y señalaba a su madre, que aguardaba que el equipaje saliera del vientre del autobús. Con timidez y buen humor, Victor interrumpió el quid pro quo. El caballero de la cúpula tostada se sacó las gafas, se enderezó y miró arriba, arriba, arriba, al alto, altísimo Victor, a sus ojos azules y a su cabello castaño rojizo. Los bien desarrollados músculos zigomáricos de Pnin levantaron y redondearon sus bronceadas mejillas; su frente, su nariz y hasta sus grandes y hermosas orejas participaron en la sonrisa. Considerado en conjunto, el encuentro fue en extremo satisfactorio.

Pnin propuso que dejaran el equipaje y caminaran una manzana, si Victor no temía a la lluvia (llovía fuertemente y el asfalto centelleaba en la oscuridad como un lago bajo árboles grandes y ruidosos). Supuso Pnin que para el niño sería una fiesta comer tarde en un restaurante.

—¿Llegó bien? ¿No tuvo aventuras desagradables? —Ninguna, señor. — ¿Tiene mucha hambre? —No, señor. No tanta.

—Mi nombre es Timofey —dijo Pnin mientras se acomodaba en una mesa junto a la ventana del viejo restaurante—. La segunda sílaba se pronuncia «maf»; con acento en la última sílaba, prolongando un tanto «ey». Timofey Pavlovich Pnin, quiere decir Timoteo hijo de Pablo. El patronímico lleva acento en la primera sílaba, el resto se abrevia: Timofey Pahlch. He reflexionado largamente — limpiemos estos cuchillos y tenedores con la servilleta — y he llegado a la conclusión de que usted debe llamarme simplemente míster Tim; o, más brevemente aún, Tim, como lo hacen algunos de mis simpáticos colegas. Es... ¿Qué quiere servirse? ¿Chuletas de ternera? Okey, también comeré chuletas de ternera. Naturalmente es una concesión a América, mi nueva patria, la maravillosa América que siempre sorprende pero que siempre provoca mi respeto. Al principio me resultaba embarazoso...

Al principio le molestó a Pnin la facilidad con que se barajan en América los nombres de pila. Después de una sola reunión que comienza con un trocito de hielo en unas gotas de whisky y termina con una cantidad de whisky con poquísima agua de grifo, se espera que uno llame «Jim» a un extraño de cabello cano, mientras él corresponde con «Tim», ya para siempre. Y si a la mañana siguiente uno se olvida y le dice profesor Everett (que es para uno su verdadero nombre), lo considera un insulto imperdonable. Recordando a sus amigos rusos en Europa y Estados Unidos, Timofey Pahlch podía contar fácilmente hasta sesenta seres amados a quienes había conocido en la intimidad, digamos, desde 1920, y a quienes jamás había llamado de otro modo que Vadim Vadimich, Ivan Cristoforovich o Samuel Izrailevich, según fuera el caso, y que lo llamaban por su nombre y apellido con la misma efusiva simpatía, acompañada de un cálido apretón de manos, cada vez que se encontraban. —¡Ah, Timofey Pahlch! ¿ Nu kak? (¿Qué tal?) A vi, baten'ka, zdorovo postareli(Bien, bien, viejo, a decir verdad, ¡no te ves más joven! ).

Pnin habló mucho. Su charla no sorprendió a Victor. Este había oído a muchos rusos hablar inglés, y no le molestaba el hecho de que Pnin pronunciara la palabra «familia» como si la primera sílaba fuera la del francés para «mujer».

—Hablo en francés con mucha más facilidad que en inglés —dijo Pnin—, pero, ¿vous comprenez le français? ¿Bien? ¿Assez bien? ¿Un peu?

— Très un peu— repuso Victor.

—Lástima, pero no hay nada que hacer. Ahora le hablaré sobre deporte. La primera descripción del box en la literatura rusa la encontramos en un poema de Mihail Lermontov, nacido en 1814, muerto en 1841 (fácil de recordar). La primera descripción del tenis, en cambio, se encuentra en Ana Karenina, la novela de Tolstoy, más o menos en el año 1875. Cuando yo era joven, en la campiña rusa, latitud de Península Labrador, me dieron un racket para jugar con la familia del orientalista Gotovstev a quien quizá usted haya oído mencionar. Recuerdo que era un día espléndido de verano y jugamos, jugamos, jugamos hasta perder las doce pelotas. Usted también recordará el pasado con interés cuando sea viejo.