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Al Cook era hijo de Piotr Kukolnikov, acaudalado comerciante moscovita, con antecedentes de antiguo creyente, hijo de sus obras, mecenas y filántropo; el mismo famoso Kukolnikov que, bajo el último Zar, había sido encarcelado dos veces en una fortaleza bastante confortable por prestar ayuda económica a grupos Social-Revolucionarios, principalmente terroristas, y que fue muerto bajo Lenin acusado de ser un «espía del imperialismo» después de casi una semana de torturas medievales en una cárcel soviética. Su familia había llegado a Harbin, en América, alrededor de 1925; y el joven Cook, con serena perseverancia, sentido práctico y cierta preparación científica, llegó a ocupar una posición alta y segura en una gran fábrica de productos químicos. Era bondadoso, reservado, de contextura maciza, con un gran rostro inmóvil amarrado en el centro con unos pequeños quevedos y aparentaba lo que era: empresario, masón, jugador de golf y hombre próspero y prudente.

Hablaba un inglés neutro y correcto con un suave y lejano acento eslavo, y era un anfitrión encantador, de la especie silenciosa, con ojos chispeantes y una copa en cada mano. Sólo cuando su huésped era algún amigo ruso, muy antiguo y muy amado, Alexandr Petrovich discutía sobre Dios, Lermontov, la libertad, y revelaba un rasgo hereditario de impetuoso idealismo, que habría confundido grandemente al marxista que lo escuchara tras la puerta.

Se había casado con Susan Marshall, la hija rubia, voluble y atrayente del inventor Charles G. Marshall. Y como era imposible imaginar a Alexandr y a Susan de otro modo que criando una familia enorme y saludable, fue una sorpresa dolorosa para mí y otros amigos saber que, a consecuencia de una operación, Susan quedó estéril para siempre. Aún eran jóvenes; se amaban con una sencillez y una integridad de tiempos antiguos, con un amor cuya contemplación apaciguaba; y, en vez de poblar la finca de hijos y de nietos, reunían ahí, cada verano de los años pares, a rusos viejos (como si dijéramos a los padres y tíos de Cook) y, cada verano de los años nones, invitaban a amerikantski(americanos), conocidos de Alexandr, o parientes y amigos de Susan.

Pnin iba por primera vez a Los Pinos, pero yo había estado allí antes. Pululaban en la propiedad rusos emigrados, liberales e intelectuales salidos de Rusia alrededor de 1920. Se les encontraba en cada mancha de sombra, sentados en bancos rústicos, discutiendo a escritores emigrados: Bunin, Aldanov, Sirin; tendidos en hamacas y con el rostro cubierto por la edición dominical de un periódico ruso, protegiéndose de las moscas al modo tradicional; sorbiendo té y mermelada en la veranda; caminando por los bosques y pensando si las setas locales serían o no comestibles.

Samuil Lvovich Shpolyanski, caballero anciano, majestuosamente quieto, y el pequeño, excitable y tartamudo Conde Fyodor Nikitich Poroshin (ambos miembros de los heroicos Gobiernos Regionales formados, alrededor de 1920, por grupos democráticos en las provincias rusas para resistir a la dictadura bolchevique), recorrían la avenida de pinos y discutían sobre las tácticas que debían adoptarse en la próxima reunión conjunta del Comité de Rusia Libre, fundado por ellos en Nueva York, con otra organización anticomunista más joven. Desde un pabellón semiasfixiado por algarrobos llegaban fragmentos de un acalorado intercambio entre el profesor Bolotov, que enseñaba Historia de la Filosofía, y el profesor Chateau, que enseñaba Filosofía de la Historia.

—La realidad es la Duración — tronaba una voz, la de Bolotov.

—¡No lo es! —gritaba la otra—. Una pompa de jabón tan real como un diente fósil.

Pnin y Chateau, nacidos a fines del siglo XIX, eran, compárate vamente, unos jovenzuelos. La mayoría de los otros ya habían visto pasar los sesenta años y algo más. En cambio, algunas señoras, como la condesa Poroshin y madame Bolotov, finalizaban la cuarentena y gracias a la atmósfera higiénica del Nuevo Mundo, no sólo habían conservado sino que mejorado su belleza. Algunos padres llevaban consigo a su prole, robustos muchachos americanos de elevada estatura, indolentes y difíciles, de edad universitaria, carentes del sentido de la Naturaleza, desconocedores de la lengua rusa y sin interés alguno por los refinamientos del pasado y por el ambiente que un tiempo fuera el de sus padres. Parecían vivir en Los Pinos en un plano físico y mental completamente distinto, pasando, de vez en cuando, de su nivel al nuestro a través de una especie de luz trémula interdimensional; respondiendo ásperamente ante un tímido consejo o a una broma rusa bien intencionada; manteniéndose siempre aparte —tanto, que uno sentía que había engendrado elfos— y prefiriendo cualquier producto del almacén de Onkwedo, cualquiera clase de comestible envasado, en lugar de los maravillosos platos rusos que se servían en las comidas largas y bulliciosas en el porche enrejado de la casa de los Kukolnikovi. Con intensa zozobra decía Poroshin refiriéndose a sus hijos (Igor y Olga, alumnos universitarios de Segundo Año):

—Mis gemelos son exasperantes. Cuando los veo en casa, durante el desayuno o la comida, y trato de contarles las cosas más excitantes y de mayor interés (por ejemplo: el auto-gobierno local en el Lejano Norte de Rusia durante el siglo xvii; o, digamos, algo sobre la historia de las primeras escuelas de medicina en Rusia — a propósito, hay una excelente monografía sobre el tema, publicada en 1883, por Chistovich —), sencillamente se van a sus dormitorios y ponen la radio.

Esos dos jóvenes se encontraban en Los Pinos el verano en que Pnin fue invitado, pero permanecían invisibles. Se habrían aburrido horriblemente en ese lugar perdido si el admirador de Olga, un universitario cuyo apellido nadie parecía conocer, no hubiera llegado de Boston, a pasar el fin de semana, en un automóvil espectacular ; y si Igor no hubiera encontrado una compañera comprensiva en Nina, la hija de los Bolotovi, muchacha bella y desaliñada, de ojos egipcios y piel tostada, que concurría a una escuela de danzas en Nueva York.

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La casa la atendía Prakovia, una plebeya vigorosa de sesenta años, con la vivacidad de una veintena menos. Era un espectáculo estimulante observarla cuando, desde el porche trasero, inspeccionaba los pollos, con los nudillos en las caderas, vestida de pantalón corto y amplio, de confección casera, y una blusa recamada de lentejuelas. Había cuidado a Alexandr y a su hermano cuando eran niños en Harbin, y ahora era ayudada en los quehaceres domésticos por su marido, un cosaco lúgubre y estólido, con tres pasiones predominantes: la encuademación, que llevaba a cabo mediante un proceso patológico y empírico, aplicable a cualquier catálogo viejo o revista deshojada que caía en sus manos; la confección de licores con jugos de frutas, y el exterminio de los pequeños animales del bosque.

De entre los huéspedes de esa temporada, Pnin conocía bien al profesor Chateau, amigo de su juventud, con quien había concurrido a la Universidad de Praga en los primeros años de la década 1920-29, y también bastante a los Bolotovi, a quienes viera por última vez en 1949, en ocasión de un discurso de bienvenida que pronunciara en una comida de etiqueta ofrecida por la Asociación de Estudiosos Rusos Emigrados, en el Barbizon-Place, con motivo de la llegada de los Bolotovi desde Francia. Por mi parte, nunca me preocupó gran cosa Bolotov ni sus trabajos filosóficos, en los que se combinaba extrañamente lo oscuro con lo trillado; la obra de ese hombre puede ser una montaña, pero una montaña de trivialidades. No obstante, siempre me ha gustado Varvara, la esposa rolliza y exuberante del decaído filósofo. Cuando visitó por primera vez Los Pinos en 1951, no conocía los campos de Nueva Inglaterra. Sus arándalos y abedules la engañaron, y colocó mentalmente el lago Ontario, no en el paralelo del, digamos, lago Ochrida, en los Balcanes, donde correspondía, sino en el Lago Onega, en el norte de Rusia, lugar donde pasara los últimos quince veranos antes de huir de los bolcheviques a Europa Occidental con su tía Lidia Vinogradov, la conocida feminista y visitadora social. En consecuencia, el espectáculo de un colibrí ensayando sus primeros vuelos, o el de una catalpa en plena floración, le producían el efecto de una visión exótica o antinatural. Más fabulosos que los cuadros de animales de un bestiario eran para ella los enormes puercoespines que llegaban a roer la deliciosa y áspera madera vieja de la casa, o los elegantes y feéricos zorrinos que probaban la leche del gato en el plato de servicio. La desconcertaban y encantaban las numerosas plantas y criaturas que no podía identificar; confundía a los jilgueros con canarios extraviados, y se contaba que, con motivo de un cumpleaños de Susan, llegó orgullosa y jadeando de entusiasmo con una profusión de hermosas hojas de yedra venenosa, para adornar la mesa, apretadas contra su pecho pecoso y encarnado.