—Buen título para una mala novela — observó Chateau.

Mientras trasponían una herbosa colina antes de entrar al bosque, un hombre venerable, de rostro sonrosado, con una mata de cabellos blancos y una nariz tumefacta y violácea que parecía UQa enorme frambuesa, se les acercó dando zancadas por la pendiente con las facciones alteradas por el disgusto.

—Tengo que volver por mi sombrero — exclamó dramática, mente al llegar a ellos.

—¿Se conocen ustedes? —murmuró Chateau, agitando sus manos mientras los presentaba—. Timofey Pavlich Pnin, Ivan llyich Gramineev.

— Moyo pochtenie(Mis respetos) — dijeron ambos, inclinan, dose y dándose un fuerte apretón de manos.

—Pensé — continuó Gramineev, que era un minucioso narrador—, que el día seguiría tan nublado como empezó. Estúpidamente ( go gluposti) salí con la cabeza descubierta. Ahora el sol me está derritiendo los sesos. He tenido que interrumpir mi trabajo.

Señaló con un gesto la cumbre de la colina donde su caballete destacaba su delicada silueta contra el cielo azul. Desde la cima había estado pintando el valle cercano, completo, sin olvidar un detalle, con la curiosa bodega antigua, el manzano nudoso y las vacas.

—Le ofrezco mi panamá —propuso el bondadoso Chateau. Pero Pnin ya había sacado de su bolsillo un gran pañuelo rojo; con destreza anudó cada una de sus puntas.

—Admirable... Muy agradecido —dijo Gramineev, acomodándose el tocado.

—Un momento —dijo Pnin—. Tiene que meter los nudos adentro.

Hecho esto, Gramineev partió campo arriba hacia su caballete. Era un pintor muy conocido, francamente académico, cuyos óleos sentimentales: Padre Volga, Tres viejos amigos (un muchacho, una jamelga y un perro), Claro en Abril y así, sucesivamente, seguían adornando un museo de Moscú.

—Alguien me dijo — observó Chateau, mientras seguían avanzando hacia el río—, que el hijo de Liza tiene un talento extraordinario para la pintura. ¿Es cierto?

—Sí — repuso Pnin—, y es tanto más irritante ( tem bolee obidno) cuanto que su madre, que va a casarse por tercera vez, según creo, llevó repentinamente a Victor a Carolina para que descansase durante el verano, mientras que si me hubiera acompañado acá, como se había planeado, habría tenido la espléndida oportunidad de recibir clases de Gramineev.

—Usted exagera la esplendidez — replicó suavemente Chateau.

Llegaron al arroyo burbujeante y luminoso. Una plataforma cóncava, entre cascadas diminutas, formaba una piscina natural bajo los alisos y los pinos. Chateau, que no solía bañarse, se acomodó sobre un peñasco. Durante el año académico, Pnin había expuesto regularmente su cuerpo a la radiación de una lámpara de luz ultravioleta; por eso cuando se desvistió hasta quedar en traje de baño, brilló bajo la luz abigarrada del sol que se filtraba por la espesura ribereña, con un profundo matiz caoba. Se despojó de la cruz y las galochas.

—¡Mire qué hermoso! —dijo el observador Chateau. Una veintena de maripositas, todas de la misma clase, se habían posado sobre un retazo de arena húmeda, con las alas erguidas y cerradas, mostrando los reversos pálidos llenos de puntos oscuros y diminutas manchas de azul pavo-real bordeadas de anaranjado; una de las zapatillas desechadas por Pnin las perturbó y, revelando el tinte celeste de su superficie superior, revolotearon como azules copos de nieve antes de volver a posarse.

—Lástima que Vladimir Vladimirovich no esté aquí —observó Chateau—. Nos habría hablado de esos insectos encantadores. —Siempre tuve la impresión de que su entomología era una mera pose.

—No —dijo Chateau—. Acabará por perderla — agregó, señalando la cruz católica griega colgada de una cadenita de oro que Pnin había retirado de su cuello y suspendido en una varilla. Su brillo intrigó a una libélula que pasaba.

—Quizás no lamentaría perderla —dijo Pnin—. Usted bien sabe que la llevo por razones sentimentales. Y el sentimiento se me está haciendo pesado. Después de todo, no es muy romántico este empeño de conservar una partícula de la propia infancia en contacto con el esternón.

—Usted no es el primero en reducir la fe a una sensación táctil — repuso Chateau, que era católico griego practicante y deploraba la actitud escéptica de su amigo.

Un tábano se adhirió con loca ceguera a la calva de Pnin y fue aturdido por un golpe de su gruesa palma.

Desde un peñasco más pequeño que el que servía de asiento a Chateau, Pnin entró con cautela en el agua azul y parda Observó que conservaba su reloj-pulsera y lo dejó dentro de una de las zapatillas. Moviendo lentamente los hombros bronceados, siguió vadeando mientras ensortijadas sombras de hojas se estremecían y deslizaban por su espalda. Se detuvo y, rompiendo el resplandor y las sombras que lo rodeaban, se mojó la cabeza, se restregó la nuca con las manos empapadas, se salpicó las axilas y luego, juntando las palmas, se echó al agua, nadando al estilo pecho y levantando pequeñas olas a su alrededor. Así nadó majestuosamente alrededor del estanque. Nadaba emitiendo un sonido rítmico, mitad resoplido y mitad gargarismo. Acompasadamente abría las piernas distendiéndolas en las rodillas, y flexionaba y enderazaba los brazos como una rama gigante. Después de dos minutos de ejercicio, salió y se sentó en una roca para secarse; en seguida se colocó la cruz el reloj-pulsera, las zapatillas y la bata de baño.

5

La comida fue servida en el porche enrejado. En el asiento vecino al de Bolotov, y mientras revolvía la crema agria en su botvinia(sopa helada de remolacha) haciendo tintinear los cubitos de hielo, Pnin continuó automáticamente una conversación anterior con Bolotov.

—Usted observará — le dijo—, que hay una diferencia significativa entre el tiempo espiritual de Lyovnin y el tiempo físico de Vronski. Por la mitad del libro, Lyovin y Ketty se retrasan un año entero con respecto a Vronski y Ana. Cuando una tarde de domingo, en mayo de 1876, Ana se lanza bajo ese tren de carga, ya han pasado más de cuatro años desde el comienzo de la novela; pero en el caso de los Lyovin, durante el mismo período, 1872 a 1876, apenas han transcurrido tres años. Es el mejor ejemplo de relatividad en la literatura que conozco.

Terminada la comida, alguien sugirió jugar una partida de croquet. Se prefería la disposición de arcos (técnicamente ilegal pero consagrada por los años), en la que dos de los diez se cruzan en el centro de la cancha formando la llamada Jaula o Trampa de Ratones. De inmediato se evidenció que Pnin, que jugaba en compañía de madame Bolotov contra Shpolyanski y la condesa Peroshin, era, de lejos, el mejor jugador. No bien estuvieron clavadas las picas y el juego hubo comenzado, el hombre se transfiguró. Abandonando su personalidad habitual, lenta, reflexiva, y más bien rígida, se transformó en un jorobado de rostro astuto, terriblemente móvil, desbocado y mudo. Parecía que el turno fuera siempre suyo. Cogía muy abajo el mazo y, blandiéndolo con delicadeza entre sus piernas ahusadas (había causado una ligera sensación al ponerse un shortexpresamente para la partida), Pnin preparaba cada golpe con ágiles oscilaciones avizoras de la cabeza del mazo; daba a la bola un golpe seco y luego, siempre jorobado y mientras la bola corría, caminaba rápidamente al sitio donde calculara que se iba a detener. Con geométrica fruición la hacía pasar a través de los arcos, arrancando gritos de admiración a los espectadores. Hasta Igor Poroshin, que pasaba por allí como una sombra llevando dos tarros de cerveza para celebrar algún banquete privado, se detuvo un segundo y movió la cabeza apreciativamente antes de perderse entre los matorrales. No obstante, con los aplausos se mezclaban quejas y protestas cuando Pnin, con brutal indiferencia, croqueteaba o, mejor dicho, «coheteaba», la bola de un adversario. Poniéndola en contacto con la suya, y aplastando esta última con su pie curiosamente pequeño, le asestaba un fiero golpe, cuya percusión lanzaba a la otra fuera de la cancha. Elevadas las quejas a Susan, ella dijo que estaba faltando a todas las reglas, pero madame Shpolyanski sostuvo que era perfectamente aceptable y agregó que cuando ella era niña, su institutriz inglesa llamaba Hong-Kong a ese tiro.