—Otro juego —prosiguió Pnin, azucarando generosamente el café — era, naturalmente, el kroket. Yo fui campeón de kroket. No obstante, el entretenimiento nacional favorito se llamaba gorodki, que significa «pequeñas ciudades». Me hace recordar un sitio en el jardín y la atmósfera maravillosa de la juventud. Yo era fuerte ; vestía una camisa rusa bordada; nadie juega ahora esos juegos vigorizantes.

Terminó su chuleta y continuó con el tema:

—Se dibujaba un gran cuadrado en el suelo; ahí se colocaban, como si fueran columnas, trozos cilindricos de madera, ¿sabe usted? En seguida, desde una distancia, se les lanzaba un palo grueso, muy duro, como un boomerang, con un movimiento amplio, amplio del brazo... Excúseme... Afortunadamente, es azúcar y no sal.

—Aún oigo — siguió Pnin, recogiendo el espolvoreador y moviendo ligeramente la cabeza ante la sorprendente persistencia de la memoria—, aún oigo el ¡trac!, el crujido cuando se daba en el blanco y las piezas de madera saltaban por el aire. ¿No va a terminar con la carne? ¿No le gusta?

—Está muy buena —dijo Victor—, pero no tengo mucho apetito.

—Usted debe comer más, mucho más, si quiere ser buen jugador de fútbol.

—No me gusta mucho el fútbol. En realidad, lo detesto. A decir verdad, no sirvo para ningún juego.

—¿Usted no es un entusiasta del fútbol? —dijo Pnin, y una expresión consternada se extendió por su gran rostro expresivo. Comprimió los labios, los abrió, pero no dijo nada. Consumió en silencio los helados de crema de vainilla que carecían de crema y de vainilla.

—Tomaremos ahora el equipaje y un taxi —dijo. Apenas llegaron a la casa de los Sheppard, Pnin introdujo a Victor al salón y lo presentó apresuradamente al dueño, el viejo Bill Sheppard, ex Superintendente de Jardines y Canchas de la Universidad, que era totalmente sordo y usaba un aparato blanco en un oído; y a su hermano, Bob Sheppard, que llegara hacía poco de Buffalo para vivir con Bill cuando la esposa de éste falleció. Dejando a Victor con ellos por unos minutos, Pnin se precipitó escaleras arriba. La casa era de construcción liviana y los objetos de las habitaciones de abajo reaccionaron con varias vibraciones a los pasos enérgicos dados en el pasillo de los altos y al chirrido súbito de la persiana de una ventana de la pieza de huéspedes.

—Ahora, ese cuadro de ahí — estaba diciendo el sordo míster Sheppard, mientras indicaba con un dedo didáctico una gran acuarela borrosa—, representa la finca donde mi hermano y yo pasábamos los veranos hace cincuenta años. Fue pintada por una compañera de colegio de mi madre, Grace Wells. Su hijo, Charlie Wells, es dueño del hotel de Waindellville. Estoy seguro de que el doctor Pnin lo conoce; es un buen hombre. Mi difunta esposa también era artista. En seguida le mostraré obras de ella. Bueno. Ese árbol que hay ahí, detrás de la bodega... Usted apenas podrá divisarlo...

Hubo un estruendo horrible en la escalera. Pnin se había caído.

—En la primavera de 1905 —dijo míster Sheppard, mostrando la pintura con el Índice—, debajo de ese algodonero...

Observó que su hermano y Victor se precipitaban fuera de la pieza, hacia el pie de la escalera. El pobre Pnin había bajado de espaldas los últimos peldaños; permaneció alelado por un rato, moviendo los ojos de un lado a otro. Lo ayudaron a levantarse. No se había quebrado ningún hueso. Pnin sonrió y dijo:

—Es como la espléndida historia de Tolstoy. Usted debe leerla un día, Victor Ilych Golovin, quien sufrió una caída y tuvo en consecuencia riñon canceroso. Victor subirá ahora conmigo.

Victor lo siguió con la valija. En el rellano de la escalera había una reproducción de La Berceuse, de Van Gogh, y Victor, al pasar, le hizo un irónico saludo de reconocimiento. La pieza de huéspedes resonaba con el ruido de la lluvia que caía en las ramas fragantes, enmarcadas en la oscuridad de la ventana abierta. Sobre el escritorio había un libro envuelto y un billete de diez dólares. A Victor se le iluminó el rostro e hizo una inclinación de cabeza al ceñudo pero bondadoso invitante.

—Desenvuelva —dijo Pnin.

Victor obedeció con apresurada cortesía. Se sentó, luego, en el borde de la cama, con el cabello castaño rojizo cayéndole en mechones sedosos sobre la sien derecha, la corbata listada meciéndose fuera de la chaqueta gris, las abultadas rodillas separadas, y abrió el libro con entusiasmo. Se proponía elogiarlo, primero porque era un regalo, y, segundo, porque creía que era una traducción de la lengua materna de Pnin: Recordaba que en el Instituto Psicoterapéutico había un doctor Yakov London, de Rusia. Desgraciadamente, Victor dio con un pasaje sobre Zarinka, la hija del jefe indio de Yukón, y la tomó por una doncella rusa. «Fijaba sus grandes ojos negros en los hombres de su tribu con miedo y desconfianza. Era tan extremada la tensión, que habíase olvidado de respirar...»

—Creo que esto me va a gustar —dijo Victor, con amabilidad—. El verano pasado leí Crimen y...

Un bostezo joven distendió su boca, que sonreía esforzadamente. Con simpatía, con aprobación, con el corazón desgarrado, Pnin vio a Liza bostezando después de las alegres reuniones en casa de los Arbenin o de los Polyanski, en París, quince, veinte, veinticinco años atrás.

—No más lectura por hoy —dijo—. Sé que es un libro muy emocionante, pero usted leerá mañana. Le deseo buena noche. La sala de baño está al otro lado del pasillo.

Estrechó la mano de Victor y se fue a su habitación.

9

Seguía lloviendo. Todas las luces se habían apagado en la casa de los Sheppard. El arroyo de la quebrada detrás del jardín, que la mayor parte del tiempo no era más que un hilillo tembloroso, era ahora un torrente que daba volteretas en ávida carrera, llevando por corredores de hayas y de abetos las hojas caídas del año anterior, ramítas desnudas y una flamante y desdeñada pelota de fútbol que recién había rodado por el declive de césped, después que Pnin la arrojara por la ventana. A pesar del dolor de espalda, Pnin había logrado dormirse, y en el curso de uno de esos sueños que persisten en visitar a los fugitivos rusos, aunque haya pasado un tercio de siglo desde su huida de los bolcheviques, Pnin se vio envuelto en una capa, huyendo a través de grandes charcas de tinta, bajo una luna estriada de nubes, desde un palacio quimérico y luego paseando por una playa desolada con su amigo ya muerto, Ilya Isodorovich Polyanski, mientras aguardaban que llegara una liberación misteriosa en la figura de una embarcación vibrante que surcara ese ominoso mar. Los hermanos Sheppard estaban despiertos en sus lechos contiguos, sobre sus colchones anatómicos; el más joven escuchaba la lluvia en la oscuridad y meditaba si conseguirían vender la casa con su techo sonoro y su jardín inundado; el mayor pensaba en el silencio, en un cementerio verde y húmedo, en una finca vieja, en un álamo que años atrás había tronchado un rayo, matando a John Head, un pariente lejano y desvaído. Victor, por primera vez, se durmió en cuanto colocó su cabeza bajo la almohada; un novedoso remedio contra el insomnio que nunca aprendería el doctor Eric Wind (sentado en ese momento en un banco al lado de una fuente, en Quito, Ecuador). Alrededor de las 1,30, los Sheppard comenzaron a roncar, realzando el sordo cada expiración con un castañeteo final, varias notas más altas que la de su hermano, roncador modesto y melancólico. En la playa arenosa que Pnin seguía recorriendo (su amigo, preocupado, había vuelto a la casa en busca de un mapa), apareció, de pronto, la huella de unos pasos que venían a su encuentro, y se despertó con un gemido; le dolía la espalda. Ya eran las 4. La lluvia había cesado.