Una manera de realizar esto podría ser que el paisaje penetrara en el automóvil. Un sedán negro y lustroso era un buen motivo, especialmente si estaba detenido en la intersección de una calle flanqueada por árboles, bajo uno de esos cielos pesados de primavera, cuyos borrones de nubes grises y manchas azules amebiformes parecen tener más consistencia física que los olmos reticentes y el evasivo pavimento. Habría que descomponer la carrocería del coche en curvas y paneles separados; juntarlos después en términos de reflejos. Estos debían ser diferentes para cada parte: la de arriba desplegaría árboles invertidos con ramas esfumadas agarradas como raíces introduciéndose en un cielo acuoso, como de fotografía; un edificio que asemejara a una ballena nadando — éste sería un pensamiento arquitectónico secundario—; un lado del capot podría revestirse con una banda de intenso cobalto celeste ; un sistema delicadísimo de ramitas negras se reflejaría en la superficie exterior de la ventana trasera y, en el parachoques, se alargaría una escena panorámica de desierto, un horizonte dilatado, una casa remota por aquí y, por allá, un árbol solitario. Lake designaba este proceso mimético e integrante como «la necesaria naturalización de las cosas hechas por el hombre». En las calles de Cranton, Victor solía encontrar algún ejemplar adecuado de coche; daba vueltas a su alrededor; de pronto, el sol, oculto a medias, pero deslumbrante, se le unía; para la especie de robo que planeaba Victor, no había mejor cómplice. En los cromados, en el vidrio de un foco ribeteado de luz, descubría una vista de la calle y de sí mismo, comparable con la versión microcósmica de una sala, con una vista dorsal de personajes diminutos reflejados en ese espejo pequeñito, convexo, mágico, especial, que, hace medio milenio, Van Eyk, Petrus Christus y Memling incorporaban en sus minuciosos interiores, detrás del agrio mercader o de la madona doméstica.

6

En la última edición de la revista del colegio había aparecido un poema de Victor sobre los pintores. Se ocultaba bajo el nom de guerrede Moinet y tenía por divisa: «Hay que evitar los malos rojos; aunque estén bien preparados, siempre son malos» (citado de un viejo libro sobre técnica pictórica, a pesar de que olía a aforismo político). El poema comenzaba así:

¡Leonardo! raras dolencias atacan al bermellón mezclado con el plomo; monjil palidez tienen hoy los labios de Mona Lisa, que ayer tan rojos hiciste.

Soñaba con suavizar sus pigmentos tal como lo hicieran los Viejos Maestros: con miel, jugo de higos, aceite de amapolas y baba de caracoles rojos. Amaba la acuarela y el óleo, pero desconfiaba del frágii pastel y de la ruda tempera. Estudiaba sus mezclas con el cuidado y la paciencia de un niño insaciable, de uno de esos aprendices de pintor (¡ahora es Lake quien sueña!) de cabellos rizados y ojos brillantes, que pasaban años moliendo colores en el taller de algún cielógrafo italiano, en un mundo de esmaltes ámbar y paradisíacos. A los ocho años había dicho a su madre que deseaba pintar aire. A los nueve había comprendido el deleite apasionado de esfumar tempera. ¿Qué le importaba que el suave claro-oscuro, nacido de valores velados y de subiónos translúcidos, hubiera muerto aprisionado por el arte abstracto y en la choza del hórrido primitivismo? Cierta vez, colocó varios objetos en sucesión (una manzana, un lápiz, un peón de ajedrez, una peineta) detrás de un vaso con agua, y, a través de éste, escudriñó cada uno con minucia; la manzana roja se convertía en una nítida banda roja limitada por un horizonte recto: medio vaso de mar Rojo y de Arabia Félix. Si mantenía oblicuo el lápiz, éste se curvaba como una serpiente estilizada; pero si lo enderezaba, tornábase monstruosamente gordo, casi piramidal. Si movía de un lado a otro el peón negro, se dividía en un par de negras hormigas. La peineta, colocada verticalmente, producía el efecto de que el vaso estuviera lleno de un líquido bellamente estriado, un cóctel de cebra.

La víspera del día en que Victor debía llegar, Pnin entró en la tienda de artículos de deportes de la Calle Principal de Waindell, y pidió una pelota de fútbol. La petición parecía intempestiva, pero le mostraron una.

—No, no —dijo—. No quiero un huevo, ni tampoco, por ejemplo, un torpedo. Quiero una simple pelota de fútbol. ¡Redonda!

Y con las muñecas y las manos esbozó un globo terráqueo portátil. Era el mismo gesto que usaba en clase cuando hablaba de la «integridad armónica» de Pushkin.

El vendedor levantó un dedo y, en silencio, bajó una pelota de fútbol.

—Sí. Esta compraré —dijo Pnin, digno y satisfecho.

Con su adquisición envuelta en un papel pardo asegurado con cinta adhesiva, entró en una librería y pidió Martin Eden.

—Eden, Eden, Eden — repitió rápidamente la señora alta y morena que vendía, restregándose la frente—. Déjeme ver ¿Se refiere a un libro sobre el estadista inglés, o a otro?

—Quiero decir — explicó Pnin — una obra célebre del célebre autor americano Jack London.

—London, London, London —dijo la mujer, oprimiéndose las sienes.

Con la pipa en mano, su marido, un tal míster Tweedque escribía poesía dramática, acudió en su ayuda. Después de buscar un rato, desenterró de las profundidades polvorientas de su poco próspera tienda una antigua edición de El Hijo del Lobo.

—Es todo lo que tenemos de este autor —dijo.

—¡Extrañas — comentó Pnin — las vicisitudes de la celebridad! En Rusia, recuerdo, todos: niños, adultos, doctores, abogados, todos lo leían y releían. Este no es su mejor libro, pero okey, okey, lo llevaré.

7

Apenas llegó a la casa en que se hospedaba ese año, el profesor Pnin dejó la pelota y el libro sobre el escritorio de la pieza de huéspedes en que se alojaría Victor, en el piso alto. Inclinando a un lado la cabeza, examinó los regalos. La pelota no se veía bien en su informe envoltura; la desenvolvió; ahora se veía su hernioso cuero. La pieza era ordenada y acogedora. A un colegial tenía que gustarle aquel cuadro de una bola de nieve derribando el sombrero de un profesor. La cama estaba recién hecha por la mujer encargada del aseo. El viejo Bill Sheppard, dueño de la casa, había subido desde el primer piso para atornillar gravemente una bombilla en la lámpara del escritorio. Por la ventana abierta entraba un viento tibio y húmedo; desde abajo oíase el ruido que hacía al correr un arroyuelo exuberante; iba a llover; Pnin cerró la ventana. En su propia habitación, situada en el mismo piso, encontró una nota. Era un telegrama de Victor transmitido por teléfono; decía que se retrasaría exactamente 24 horas.

Victor y otros cinco niños habían sido castigados, un hermoso día de las vacaciones de Pascua de Resurrección, por haber fumado en la buhardilla. Victor, que tenía el estómago delicado y algunas fobias olfativas (ocultas hasta entonces cuidadosamente a los Wind), no participó, en el delito más allá de un par de bocanadas, pero había subido varias veces a la buhardilla prohibida con dos de sus mejores amigos: Tony Brade, Jr., y Lance Boke, ambos aventureros y bulliciosos. Se entraba por el cuarto de las maletas y se subía por una escala de hierro que daba a una gatera inmediatamente debajo del tejado. Desde ahí se hacía visible y tangible el esqueleto fascinador y extrañamente frágil del edificio, con todas sus vigas y tablas, un laberinto de rincones, sombras rebanadas y endebles listones sobre los cuales debía apoyarse el pie, provocando un ruido crepitante de yeso desalojado de los techos ocultos del piso inferior. El laberinto terminaba en una pequeña plataforma metida en un nicho en lo más alto de la buhardilla, entre un abigarrado revoltijo de viejos libros de tiras cómicas y cenizas recientes de cigarrillos. Las cenizas fueron descubiertas y los muchachos confesaron. Tony Brade, nieto de un famoso rector de Saint Bart, fue autorizado para salir ese día por razones de familia: un primo afectuoso quería verlo antes de partir a Europa. Cuerdamente, Tony pidió quedarse con los demás.