«No debo, no debo. ¡Oh! Es estúpido», se dijo Pnin, al sentir que sus glándulas lagrimales, incomprensible, ridícula y humillantemente, descargaban su fluido infantil, ardiente e incontrolable.

En un deslumbramiento de luz solar que se proyectaba en dardos vaporosos entre los troncos blancos de los abedules, en medio de una luz que impregnaba el follaje pendular, temblando en pequeños círculos sobre la corteza, derramándose en el pasto, humeando entre las cerezas arracimadas que florecían y se esfumaban, un selvático bosque ruso rodeaba a un caminante. Lo atravesaba un sendero antiguo, con dos surcos suaves y un ir y venir ininterrumpido de setos de margaritas. Un peregrino podía seguir ese camino con el pensamiento mientras volvía cansado a su anacrónica habitación. Otra vez era Pnin el joven que con un grueso volumen bajo el brazo había recorrido esos bosques. El camino emergía al toque de esa luminosidad amada, libre y romántica de un vasto campo que el tiempo no había podido segar. Sacudiendo sus plateadas crines, entre las altas flores se alejaban caballos galopantes. Cuando le sobrevino el sueño, Pnin estaba bien acomodado en su cama, con dos despertadores al lado en su mesa de noche, uno puesto a las 7,30 y el otro a las 8.

En esos momentos, Komarov, de camisa azul celeste, se inclinaba sobre la guitarra que estaba afinando. Se celebraba un cumpleaños, y el calmoso Stalin decidía quienes llevarían el palio gubernamental. «En la lucha, de viaje, en medio de las olas o en Waindell...» «¡Maravilloso!», comentó el doctor Bodo von Falternfels, alzando la cabeza de lo que escribía.

Pnin ya se había deslizado a una especie de aterciopelado olvido cuando fuera sucedió algo terrible: gimiendo y oprimiéndose la frente, una estatua hacía un ruido infernal porque se le había roto una rueda de bronce; entonces Pnin despertó y vio avanzar a través de las persianas a una caravana de luces y sombras gibosas. Se oyó el golpe de la puerta de un automóvil, se alejó un coche, una llave abrió la puerta frágil y transparente, y tres voces vibrantes hablaron a un tiempo; la casa y el quicio de la puerta del cuarto de Pnin se iluminaron. Esto era una demencia, una locura. Amedrentado e indefenso, sin su plancha de dientes y en camisa de dormir, Pnin oyó el roce de una valija en la escalera, y luego el ruido de un par de pies jóvenes trepando los peldaños familiares. Ya se podía oír una respiración ansiosa... Y la felicidad del regreso al hogar después de haber pasado el verano en un tedioso campamento habría impulsado a Isabel a abrir la puerta del cuarto de Pnin de un puntapié, si no la hubiera detenido a tiempo una fingida carraspera de su madre.

CAPITULO CUARTO

1

El Rey, su padre, con la blanca camisa de sport abierta y una chaqueta negra liviana, estaba sentado frente a un escritorio espacioso cuya bruñida superficie duplicaba inversamente la mitad superior del grande-hombre, convirtiéndolo en una especie de carta de naipes. Varios retratos de antepasados oscurecían las paredes de la vasta sala empapelada. En cierto modo, ésta no dejaba de parecerse a la sala de estudios del Saint Bart-College, ubicado en la costa del Atlántico, a unas tres mil millas al oeste del imaginario palacio. Un chaparrón primaveral azotaba las ventanas de hojas, y, más allá, el joven follaje se había tornado todo ojos y chorreaba agua estremeciéndose. Sólo esa sábana de lluvia parecía separar y proteger al palacio de la revolución que conmovía desde hacía días a la ciudad... Al margen de los ensueños, el padre de Victor era un lunático médico refugiado, con quien el niño simpatizaba poco y a quien no había visto durante casi dos años.

El Rey (un padre mucho más plausible) había decidido no abdicar. No había periódicos. El Expreso de Oriente, con todos sus pasajeros, se hallaba detenido en una estación suburbana, y en el andén pintorescos campesinos reflejados en los charcos contemplaban boquiabiertos las ventanas encortinadas de los carros largos y misteriosos. El castillo y sus jardines en terraplenes, la ciudad situada al pie del cerro palaciego y la plaza principal de la ciudad donde, a pesar de la inclemencia del tiempo, ya habían comenzado las decapitaciones y los bailes, todo se encontraba en el centro de una cruz cuyos extremos terminaban en Trieste, Graz, Budapest y Zagreb, como lo indicaba el Atlas Universal de Consultas Rápidas, de Rand McNally. En el centro de ese centro estaba el Rey, pálido pero sereno y, en general, muy semejante a su hijo, como este estudiante de preparatorias se imaginaba qUe sería a los cuarenta años. Pálido y sereno, con una taza de café en la mano, de espaldas a la ventana gris y esmeralda, el Rey escuchaba a un mensajero enmascarado. Era éste un noble corpulento y anciano, envuelto en una capa mojada, que se había abierto paso entre los rebeldes y la lluvia, desde la sitiada Sala del Consejo hasta el palacio aislado.

—¡La Abdicación es una tercera parte del alfabeto! —se mofó el Rey, con un dejo de acento extranjero—. Digo que no. Prefiero las letras de la palabra «exilio».

Dicho esto, el Rey, que era viudo, miró la fotografía que tenía sobre el escritorio. Representaba a una mujer ya fallecida, de grandes ojos azules y boca carmesí (era una fotografía en colores, indigna de un Rey, pero no importa). Las lilas, en floración repentina y prematura, golpeaban frenéticamente, como máscaras tapadas, los goteantes cristales. El anciano mensajero se inclinó, y se alejó retrocediendo y pensando para sus adentros si no sería más prudente abandonar la Historia y escapar a Viena, donde tenía algunas propiedades... Por supuesto, la madre de Victor no había muerto: había abandonado a su marido (el doctor Eric Wind, que a la sazón se hallaba en Sudamérica) y estaba por casarse en Buffalo con un hombre apellidado Church.

Victor se deleitaba cada noche con estas apacibles fantasías, procurando atraer el sueño a su helado cubil expuesto a todos los ruidos del inquieto dormitorio. Generalmente no alcanzaba a llegar al episodio crucial de la fuga, en el que el Rey solo (solus rex: así es como los fabricantes de problemas de ajedrez designan la soledad real), se paseaba por una playa del Mar Báltico, en Cabo Tempestad, donde Percival Blake, alegre aventurero americano, había prometido ir a buscarlo en una potente lancha a motor. Y ciertamente, el acto mismo de posponer ese episodio emocionante y tranquilizador, la prolongación del embrujo coronando su reiterada fantasía, eran el mecanismo principal del efecto somnífero.

Las obvias fuentes de las fantasías de Victor eran: una película italiana hecha en Berlín para consumo americano, en la que un joven de ojos despavoridos y arrugado pantalón corto era perseguido a través de barrios sórdidos y ruinas y de uno o dos burdeles, por un agente de innumerables rostros; una versión di la Pimpinela Escarlata recientemente exhibida en Sainte Martha, el colegio de niñas más cercano; un cuento kafkiano anónimo Je una revista de avanzada, leído en voz alta, en clase, por míster penant, un inglés melancólico que ocultaba su pasado; y, en no menor grado, el residuo de antiguas y familiares alusiones a la fuga de los intelectuales rusos bajo el régimen de Lenin, treinta y cinco años antes. Estas fantasías lo habían afectado intensamente al principio, pero ahora se habían vuelto francamente utilitarias, una especie de somnífero simple y agradable.