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Pnin no se molestó en dejar la sala de clase mientras el Curso Elemental iba saliendo y, poco a poco, comenzaba a llegar el Curso Avanzado. La oficina donde ahora yacía el Zol. Fond. Lit., envuelto en su bufanda verde y sobre el kardex, se hallaba en otro piso, al extremo de un pasillo lleno de eco y junto a los lavatorios de la Facultad. Hasta 1950 (entonces era 1953. ¡Cómo vuela el tiempo!) Pnin había compartido una oficina con Miller, uno de los profesores más jóvenes del Departamento de Alemán. Más tarde le dieron para uso exclusivo la Oficina R; ésta había sido antes un depósito de leña, pero ahora estaba enteramente remozada. Durante la primavera, Pnin la había pninizado con amor. Se la entregaron con dos sillas innobles, un tablero de corcho para clavar boletines, una caja de cera para pisos olvidada por el portero, y un humilde escritorio de dudosa madera. Escamoteó de la Administración un pequeño kardex de acero provisto de un cierre cautivante. El joven Miller, bajo la dirección de Pnin, trasladó la parte correspondiente a Pnin de un estante seccionable. A la anciana mistress McCrystal, en cuya casita de madera blanca había pasado un invierno mediocre (1949-50), le compró, en tres dólares, una alfombra desvaída que había sido turca. Con ayuda del portero atornilló a un costado del escritorio un sacapuntas, ese dispositivo altamente satisfactorio y altamente filosófico que se alimenta de barniz amarillo y suave madera mientras dice «taiconderoga-taiconderoga», terminando por girar silenciosamente en un vacío etéreo, como ha de sucedemos a todos un día. Pero Pnin tenía planes aún más ambiciosos; soñaba por ejemplo, con poseer un sillón y una lámpara de pie. No obstante, al volver de Washington, después de dar clases un verano, y entrar en su oficina, encontró un perro obeso durmiendo en la alfombra y sus muebles relegados a la parte más oscura de la sala, para dejar sitio a un magnífico escritorio de acero inoxidable y a una silla giratoria que le hacía juego. En ella se hallaba instalado, sonriéndose a sí mismo, el estudioso austríaco recientemente importado, doctor Bodo von Falternfels; desde entonces, la Oficina R perdió su encanto para Pnin.

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A mediodía, siguiendo su costumbre, Pnin se lavó las manos v ja cabeza. Recogió en la Oficina R su abrigo, su bufanda, su libro v su portadocumentos. El doctor Falternfels, entretanto, escribía sonriendo; su sandwich estaba a medio desenvolver; su perro había muerto.

Pnin bajó la tenebrosa escalera y atravesó el Museo de Escultura. La Facultad de Humanidades, en la que también se emboscaban la de Ornitología y la de Antropología, se comunicaba por corredores un tanto rococó con otro edificio de ladrillo, el Hall Frieze, que albergaba los comedores y el Club de la Facultad. Había que subir una pendiente, torcer en un ángulo agudo y continuar avanzando hacia un conocido olor a papas fritas y hacia las deprimentes comidas dietéticamente equilibradas. En verano los corredores renacían con sus flores temblorosas, pero ahora un viento helado atravesaba su desnudez y alguien había puesto un guante rojo extraviado en la espita de la fuente que se hallaba en aquella parte del corredor que conducía a la casa del Rector.

El rector Poore era bastante alto, lento, de edad avanzada; usaba anteojos oscuros; dos años antes había comenzado a perder la vista y ya estaba casi ciego. No obstante, con regularidad solar, era llevado todos los días por su sobrina y secretaria al Hall Frieze; llegaba revestido de dignidad como una figura arcaica, aproximándose en medio de su oscuridad a un almuerzo invisible. Y aunque hacía tiempo que todos se habían habituado a su trágica entrada, invariablemente se producía la sombra de un silencio mientras lo guiaban a su silla tallada y él buscaba a tientas el borde de la mesa. Resultaba extraño ver en la pared, directamente detrás suyo, su retrato estilizado, en traje malva y zapatos color caoba, mirando con radiantes ojos los pergaminos que le pasaban Richard Wagner, Dostoievski y Confucio. Oleg Komarov, del Departamento de Bellas Artes, había pintado ese grupo diez años antes y lo había sumado al célebre mural de Lang, que databa de 1938 y se extendía por la sala en un desfile de figuras históricas y de miembros de las diversas Facultades de Waindell.

Pnin, que deseaba preguntar algo a su compatriota, se sentó a su lado. Este Komarov, hombre de baja estatura, hijo de cosacos, tenía nariz de calavera y usaba el cabello cortado a lo marinero. Su mujer, Serafina, moscovita de nacimiento, era maciza y alegre, y llevaba colgado, de una cadena de plata, un amuleto tibetano que le llegaba hasta el amplio y blando vientre. Solían dar fiestas rusas, con hors-d'oeuvrerusos, música de guitarras y cantos populares más o menos espúreos. En esas ocasiones enseñaban a los tímidos estudiantes graduados los ritos para beber vodka y otros rusianismos añejos; al encontrarse después de esas reuniones con el ceñudo Pnin, Serafina y Oleg (alzando ella los ojos al cielo y cubriéndose él los suyos con una mano) murmuraban con extática congratulación: «Gofpodi, skol'ko mi im dayomf» (¡Válgame Dios! ¡Qué de cosas les enseñamos!) representando «les» al ignorante pueblo americano. Solamente otro ruso podía comprender la mezcla reaccionaria y sovietófila que ofrecían los Komarovi con su pseudo-colorido. Para ellos, la Rusia ideal consistía en el Ejército Rojo, un monarca consagrado, fincas colectivas, antropología, la Iglesia Rusa y el Dique Hidroeléctrico. El estado habitual de Pnin y Oleg era el de una guerra no declarada, pero los encuentros eran inevicables; y aquellos colegas americanos que consideraban «grandes tipos» a los Komarovi y remedaban al grotesco Pnin, estaban seguros de que el pintor y Pnin eran excelentes amigos.

Difícil sería decir, sin recurrir a pruebas especiales cuál de ellos, Pnin o Komarov, hablaba peor inglés; probablemente Pnin. Pero por razones de edad, de educación general y de una etapa ligeramente más prolongada de ciudadanía americana, este último podía corregir las frecuentes interpolaciones inglesas de Komarov, y Komarov se resentía aún más por este hecho que por el antik-varniy liberalizmde Pnin.

—Mire, Komarov ( Poslushayte, Komarov: manera algo descortés de dirigirse) —dijo Pnin—. No puedo comprender quién puede necesitar aquí este libro; por cierto ninguno de mis alumnos; y si es usted, no entiendo para qué le puede servir.

—Yo no — repuso Komarov dando una ojeada al volumen—. No interesado — agregó, en inglés.

Pnin movió silenciosamente los labios y la mandíbula inferior; una o dos veces quiso decir algo, no lo dijo, y siguió comiendo su ensalada.

6

Como era martes, Pnin podía marcharse a su lugar favoritp inmediatamente después del almuerzo y quedarse ahí hasta la hora de comer. Ningún corredor comunicaba la Biblioteca de la Universidad con otros edificios, pero ella estaba íntima y firmemente conectada con el corazón de Pnin. Caminó más allá de la gran figura de bronce del primer rector de la Universidad, Alpheus Frieze Que, con gorra y pantalón corto sostenía, del manubrio, la bicicleta de bronce a que eternamente se aprestaba a subir, a juzgar por la posición de su pie izquierdo pegado para siempre al pedal. Había nieve en el asiento y en el absurdo cesto que algún bromista coleara de las barras del manubrio.