No ogni nebivalih orgiy

Prozhigayut moyo zabityo

l shepchi ya imya Georgiy...

Zolotoe imya tvoyo!»

Me he puesto un vestido oscuro

y estoy más recatada que una monja;

un crucifijo de marfil

yace en mi lecho frío.

Pero las luces de fabulosas orgías

arden a través de mi olvido,

y murmuro el nombre de George...

¡tu dorado nombre!

—Es un hombre muy interesante — continuó ella, sin intervalo alguno—. Absolutamente inglés, por añadidura. Piloteó un bombardero durante la guerra y ahora está en una firma de corredores que no simpatizan con él y no lo comprenden. Viene de una familia muy antigua. Su padre era un soñador: tenía un casino flotante, ¿sabes? Pero lo arruinaron unos gángsters judíos en Florida y fue voluntariamente a prisión en lugar de otro hombre; es una familia de héroes.

Hizo una pausa. El silencio en la pequeña habitación parecía. ritmado, no roto, por las pulsaciones y tintineos de esos tubos de órgano blanqueados en la garganta de Liza.

—Hice un informe completo para Eric — continuó con un suspiro—. Y ahora me asegura que puede curarme si coopero. Desgraciadamente, también estoy cooperando con George.

Pronunciaba Georgecomo en ruso; las dos gduras, las dos ealargadas.

—Bien, c'est la vie, como dice Eric con tanta originalidad. ¿Cómo puedes dormir con esa telaraña colgando del techo?

Miró su reloj-pulsera.

—¡Vaya!, tengo que alcanzar el bus de las 4,30. Tienes que llamar un taxi en seguida. Tengo que decirte algo importantísimo.

Por fin llegaba... ¡tan tarde!

Ella quería que Timofey ahorrara todos los meses algo para el niño, «porque ahora no podía pedirle a Bernard Maywood», y ella podía morirse, «y Eric no se preocupaba de lo que sucediera», y alguien tenía que enviar al muchacho una pequeña suma de vez en cuando, como si proviniera de su madre, «para el bolsillo, ¿sabes?» Iba a estar entre niños ricos. Ella escribiría a Timofey dándole la dirección y algunos detalles más. Sí. Nunca había dudado de que Timofey era un amorcito ( Nu kakoy zhe ti dushka). Y, ahora, ¿dónde estaba la sala de baño? ¿Y tendría él la amabilidad de llamar un taxi por teléfono?

—Te diré de paso... —dijo Liza, cuando Pnin la ayudó a ponerse el abrigo y, como de costumbre, buscaba cejijunto la fugitiva bocamanga mientras ella escarbaba y tentaba—. ¿Sabes, Timofey? Este traje marrón tuyo es un error: un caballero no usa el marrón. La despidió y volvió caminando por el parque. Tenerla, guardarla tal como era, con su crueldad, su vulgaridad, sus ojos azules cegadores, su mísera poesía, sus pies gordos, su alma impura, seca, sórdida, infantil. De pronto pensó: «Si las personas se reúnen en el cielo (no lo creo, pero supongámoslo), ¿cómo voy a evitar que me envuelva esa cosa marchita, inútil y coja que es su alma? Pero ésta es la tierra, y yo, cosa curiosa, estoy vivo, y algo hay en mí y en la vida...»

Inesperadamente (porque la desesperación humana raras vece» conduce a grandes verdades) le pareció estar al borde de una solución simple del universo, pero una llamada urgente interrumpió sus meditaciones. Una ardilla, bajo un árbol, había visto a Pnin en el sendero. Con un movimiento sinuoso, como el de un zarcillo, el inteligente animal subió hasta el borde de una fuente para beber y, cuando Pnin se aproximó, le tendió la cara ovalada e hinchó los carrillos emitiendo un sonido balbuciente, algo vulgar. Pnin comprendió y, tras torpes tanteos, encontró la clavija que había que oprimir para que saliera agua. Mirándolo con desprecio, el roedor, sediento, se acercó a la columna sólida y centelleante y bebió largo rato. «Quizás tenga fiebre», pensó Pnin, llorando calladamente, sin disimulo, mientras continuaba oprimiendo cortésmente el dispositivo y procuraba no encontrarse con la mirada desagradable que se mantenía fija en él. Apagada su sed, la ardilla se alejó sin la menor manifestación de gratitud.

El padre acuático siguió su camino, llegó al final del sendero y torció hacia una calle lateral, donde había un pequeño bar hecho de troncos, con macetas granate en sus ventanas francesas.

7

Cuando Joan, a las cinco menos cuarto, llegó a casa con una bolsa de provisiones, dos revistas y tres paquetes, encontró en el buzón del porche una carta aérea certificada de su hija. Habían transcurrido más de tres semanas desde que Isabel escribiera brevemente a sus padres para decirles que, después de su luna de miel en Arizona, había llegado sana y salva a la ciudad natal de su marido. Haciendo malabarismos con los paquetes, Joan desgarró el sobre. Era una carta extáticamente dichosa, y la devoró mientras a su alrededor todo se bañaba en la irradiación de su alivio. Al lado afuera de la puerta palpó, y luego vio, las llaves de Pnin pendientes de la cerradura, meciéndose en su estuche de cuero como un trocito de sus más amadas visceras; las utilizó para abrir la puerta y, no bien hubo entrado, oyó venir de la despensa un golpeteo anarquista y vigoroso: armarios que se abrían y cerraban sucesivamente.

Dejó la bolsa y los paquetes en la mesa de la cocina y gritó hacia la despensa:

—¿Qué está buscando, Timofey?

Este salió, muy ruborizado, con una mirada delirante, y ella se sobresaltó al verle el rostro, con un confuso tropel de lágrimas sin secar.

—Busco, John, los viscosos y el soda —dijo, trágicamente.

—Creo que no hay soda —contestó ella, con su lúcida prudencia anglosajona—. Pero hay whisky en abundancia en el armario del comedor. No obstante, le propongo que bebamos una buena taza de té caliente.

El hizo el gesto ruso de «renunciación».

—Quiero absolutamente nada —dijo, y se sentó junto a la mesa de la cocina dando un terrible suspiro.

Ella se sentó a su lado y abrió una de las revistas que compraran.

—Miremos algunas ilustraciones, Timofey.

—No quiero John. Usted sabe que no distingo qué es aviso y qué no es aviso.