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Volvió por una breve temporada al Hogar Universitario, pero los perforadores del pavimento también volvieron y, con ellos, otras jnolestias. Hoy por hoy, Pnin seguía alquilando el dormitorio rosado de volantes blancos del segundo piso de la casa de los Clements. Este era el sitio que más le había gustado y la primera habitación que había ocupado más de un año. Por aquel entonces, ya había borrado toda huella de su dueña anterior; al menos, así lo creía, porque no había descubierto, y probablemente nunca lo haría, una cara ridícula dibujada en la pared, inmediatamente debajo de la cabecera del lecho; tampoco había visto esas marcas de lápiz semi-borradas en el quicio de la puerta, marcas que indicaban distintas alturas a partir de un metro cuarenta y dos en 1940.

Durante más de una semana Pnin pudo disfrutar de la casa entera. Joan Clements había partido en avión a visitar a su hija casada en un lejano Estado del Oeste, y un par de días más tarde, al comienzo de su curso primaveral de Filosofía, el profesor Clements, llamado por teléfono, también voló al Oeste.

Nuestro amigo se sirvió pausadamente un desayuno a base de leche, cuyo suministro no había sido interrumpido, y a las nueve y media se dispuso a dar su paseo habitual por los jardines.

Agradaba ver esa manera suya de ponerse el abrigo, a la manera de los intelligenskirusos: con la cabeza inclinada, exhibiendo su perfecta calvicie y su gran barbilla tipo duquesa de Wonderland, sujetaba firmemente los extremos cruzados de su bufanda verde para mantenerla sobre el pecho mientras, con una sacudida de sus amplios hombros, conseguía introducirse a un mismo tiempo en ambas mangas, y, con otro empujón, colocarse enteramente el resto del abrigo. Cogió su portfel' (portadocumentos), revisó el contenido y salió.

Aún estaba a tiro de piedra del porche, cuando recordó un libro de la Biblioteca de la Universidad cuya devolución le reclamaban con urgencia para que lo ocupara otro lector. Luchó un momento consigo mismo: todavía necesitaba el volumen. Pero el bondadoso Pnin simpatizaba demasiado con el clamor insistente del estudioso desconocido para no volver en busca del grueso y pesado tomo. Era el volumen 18, dedicado especialmente a Tolstoy: Sovetsky Zolotoy Fond Literaturi(Fondo Dorado de la Literatura Soviética), Moskva-Leningrad, 1940.

3

Los órganos que concurren a la producción de sonidos en el idioma inglés son la laringe, el paladar, los labios, la lengua (esa polichinela de la troupe) y, en último pero no menor término, la mandíbula inferior. Pnin se confiaba en el movimiento superenérgico y algo rumiante de esta mandíbula cuando traducía en clase pasajes de la gramática rusa o algún poema de Pushkin. Si su ruso era música, su inglés era un homicidio. Tenía una dificultad enorme con la «despalatización», y nunca conseguía eliminar esa especie de rocío con que los rusos acompañaban las ty las dantes de las vocales, a las que Pnin suavizaba de modo tan peculiar. Su explosivo hat(sombrero) («Nunca ando en sombrero, aun en invierno») difería de la pronunciación americana corriente de hof(caliente), típica de los habitantes de Waindell, sólo por su menor duración, sonando así muy semejante al verbo alemán hat(tiene). Las o largas se convertían inevitablemente en cortas: su no parecía italiano, y esto se acentuaba por su treta de triplicar el negativo: («¿Puedo llevarlo, míster Pnin?» «No-no-no, sólo estoy a dos pasos desde aquí»). Desconocía la o larga y no se daba cuenta de ello; todo lo que conseguía cuando tenía que pronunciar noon(tarde), era la vocal laxa del alemán nun(ahora).

El cumpleaños de Pnin, de acuerdo al calendario juliano bajo el cual había nacido en San Petersburgo en 1898, caía el 3 de febrero. Pero ya no lo celebraba pues, desde su salida de Rusia, esta fecha se le confundía en medio de las del calendario gregoriano, al que debía restarle trece (no: doce) días.

En el pizarrón nimbado de tiza, que él llamaba jocosamente «pizarreño», escribió una fecha. Esta nada tenía que ver con la que regía en Waindell:

26 de diciembre de 1892

Cuidadosamente estampó un punto final blanco y grande, y agregó debajo:

3,03 P. M., San Petersburgo

Esto fue transcrito, con toda disciplina, por Frank Backman, Rose Balsamo, Frank Carroll, Irving D. Herz, la hermosa e inteligente Marilyn Hohn, John Mead, Jr., Peter Volkov y Allan Bradbury Walsh.

Pnin, estremecido por una risa muda, regresó a su pupitre; tenía un cuento que relatar. Esa línea en la absurda gramática rusa: Brozhu li ya vdol' ülits shuminh(«Ya sea que vague por calles ruidosas»), era en realidad, el comienzo de un famoso poema. Y aunque se suponía que en esa clase de Ruso Elemental, Pnin debía atenerse a ejercicios de lenguaje tales como: Mama, telefon! Brozhu li ya vdol' ulits shuminh. Ot Vladivostoka do Vashinngtona 5.000 mil), él aprovechaba todas las oportunidades para aventurar a sus alumnos por excursiones literarias e históricas.

En ese poema de ocho cuartetos tetramétricos, Pushkin describía su hábito morboso e inveterado, donde quiera que se hallara, hiciera lo que hiciese, de detenerse en pensamientos fúnebres e inspeccionar meticulosamente el día que iba pasando, como si se forzara por descubrir en su criptograma un posible y «futuro aniversario» : el día y el mes que alguna vez, en algún sitio, aparecerían escritos en la lápida de su tumba.

—«¿Dónde me enviará el destino?», futuro imperfecto, «¿la muerte?» —declamaba inspirado Pnin, echando atrás la cabeza y traduciendo, sin acobardarse, literalmente—. « ¿En la lucha, de viaje, o en medio de las olas? ¿o en la vecina hondonada?» Dolina significa lo mismo que «valle». Y diríamos ahora: «Aceptará mis cenizas refrigeradas.» Poussiére «polvo frío», sería quizás más correcto. «Y aunque es indiferente para el cuerpo insensitivo...»

Pnin prosiguió así, hasta terminar el poema. Entonces, indicando dramáticamente con la tiza, observó cuánto cuidado había puesto Pushkin en anotar el día, y hasta el minuto exacto en que escribiera aquella obra.

—Sin embargo — exclamó triunfalmente—, murió en un día muy, ¡pero muy diferente! Murió... —La silla en que se apoyaba emitió un crujido ominoso, y los alumnos se relajaron, estallando en excusables y jóvenes risotadas.

(Alguna vez, en algún sitio —¿sería en San Petersburgo? ¿o en Praga?—, recordó, uno de los payasos había retirado el banquillo en que el otro se sentaba para tocar el piano; no obstante, aquel había seguido tocando incólume su sonata, como si siguiera sentado. ¿Dónde había sido esto? ¡Ah! ¡en el circo Busch: en ¡Berlín!).