—Cálmese, Timofey; yo me encargaré de las explicaciones. Mire, ésta me gusta. ¡Oh!, pero si es muy ingeniosa. Tenemos aquí una combinación de dos ideas: la Isla Desierta y la Niña de la Nube. Ahora mire, Timofey, por favor.

De mala gana, él se caló las gafas para leer.

—Esta es una isla desierta con una palmera solitaria, y éste es un resto de balsa rota, y éste es un marinero náufrago, y éste es el gato del barco que él salvó, y esto, aquí, en esa roca...

—Imposible —dijo Pnin—. Tan pequeña isla, además coa palma, no puede existir en mar tan grande.

—Bueno, aquí existe.

—Aislamiento imposible —dijo Pnin.

—Sí, pero... Oiga, usted no está jugando limpio, Timofey. Sabe perfectamente que está de acuerdo con Lore en que el mundo de la mente está basado en una transacción con la lógica.

—Tengo mis reservas —dijo Pnin—. Primeramente, la lógica misma...

—Bueno, bueno. Parece que nos hemos alejado de nuestro pequeño chiste. Ahora, mire el cuadro. Entonces, éste es el marinero, y éste es el gatito, y ésta es una sirena algo distraída que merodea por la vecindad. Y ahora mire las nubecitas que hay inmediatamente encima del marinero y del gatito.

—Explosión de bomba atómica —dijo Pnin tristemente.

—No, en absoluto. Es algo mucho más gracioso. Vea usted: se supone que estas nubecitas redondas son las proyecciones de sus pensamientos. Y ahora llegamos por fin a la parte divertida. El marinero imagina a la sirena con un par de piernas, y el gato la imagina con torso de pez.

—Lermontov —dijo Pnin, alzando dos dedos — lo dijo todo sobre las sirenas en sólo dos poemas. No puedo comprender el humorismo americano ni siquiera cuando estoy de buen humor, y debo decir... —se retiró las gafas con manos temblorosas, echó la revista a un lado con el codo y, apoyando la cabeza en su brazo, estalló en sollozos ahogados.

Ella oyó abrirse y cerrarse la puerta. Un momento después Laurence atisbo la cocina con sigilo juguetón. Con su mano derecha, Joan le indicó que se fuera, y con la izquierda le señaló el sobre de bordes irisados encima de los paquetes. La sonrisa íntima que le dirigió fue un resumen de la carta de Isabel. El la cogió y, ya sin bromear, se alejó de puntillas.

Los hombros absurdamente robustos de Pnin seguían sacudiéndose. Ella cerró la revista y, por un minuto, estudió la cubierta: colegiales brillantes como juguetes; Isabel y el hijo de Hagen; árboles sombríos en día de asueto; un chapitel blanco; las campanas de Waindell.

—¿Ella no quiere volver? —preguntó Joan, suavemente.

Pnin, con la cabeza en el brazo, comenzó a golpear la mesa con su mano flojamente empuñada.

—Tengo nadie —gimió, entre sonoros y húmedos resoplidos—. Ya no me queda nadie, nadie! I haf nofing... I haf nofing left, nofing, nofing!

CAPITULO TERCERO

1

Durante los ocho años que Pnin llevaba enseñando en la Universidad de Waindell, había cambiado de alojamiento, por una u otra causa, «principalmente sónica», casi cada semestre. La acumulación consecutiva de habitaciones se. asemejaba ahora en su memoria a esas vitrinas de mueblerías en que se exhiben grupos de sillones, camas, lámparas, trozos de chimenea, todo fuera del tiempo y del espacio, mezclados bajo la suave luz de la mueblería mientras fuera nieva y oscurece, y nadie ama verdaderamente a nadie.

Las habitaciones de su período de Waindell le parecían elegantes comparadas con las que había habitado en el barrio alto de Nueva York, a mitad de camino entre el «Parque Tsentral y la Kostanera», en una manzana inolvidable por los papeles diseminados junto a la cuneta, por la mancha brillante de un excremento de perro en la que ya había resbalado alguien, y por un niño infatigable que hacía rebotar una pelota contra los peldaños del elevado pórtico marrón. Y hasta esa pieza se tornaba hermosa en la mente de Pnin (donde seguía rebotando una pelota pequeña) cuando la comparaba con su antiguo albergue, borroso y empolvado ya por el tiempo, de l su largo período bajo el pasaporte Nansen en la Europa Central. Con los años, Pnin se había vuelto exigente. Ya no le bastaban los lindos adornos. Waindell era una pequeña ciudad tranquila, y Waindellville, situada en una hendidura entre los cerros, era más tranquila aún; pero nada era bastante quieto para Pnin. Al principiar allí su vida, tuvo un estudio primorosamente amueblado en U el Hogar Universitario para Profesores Solteros. Un lugar bonito, pese a ciertos inconvenientes gregarios («¿ Ping-pong, Pnin?» —«Ya no juego más juegos infantiles»), hasta que llegaron los operarios y comenzaron a abrir agujeros en la calle («Calle Olla de Grillos», «Pningrado») y a taparlos después. Tal estado de cosas continuaba sin interrupción, durante semanas en oleadas de terremotos a los que sucedían desmayadas pausas, sin que pareciese pro. bable que se volviera a descubrir la preciosa herramienta enterrada por error. Tuvo (para elegir sólo al azar) aquel cuarto en el Duke's Loge, de aspecto eminentemente hermético; un kabitiet encantador sobre el cual, no obstante, cada tarde, entre portazos y ruidosas duchas en el baño, se paseaban lenta e inflexiblemente dos estatuas con piernas de piedra. Eran modales difíciles de conciliat con la esbelta estructura de sus vecinos del piso alto, que resultaron ser los Starr, del Departamento de Bellas Artes («Yo soy Cristopher y ésta es Louise»). Formaban una pareja angelicalmente suave y ambos sentían un vivo interés por Dostoievski y Shostakovich. Tuvo, en otra pensión, un estudio-dormitorio muy íntimo, adonde nunca vino nadie para que le diera clases gratuitas de ruso. En este refugio, además, no bien comenzó el tremendo invierno de Waindell a introducirse en él, mediante agudas corrientes de aire (que no sólo provenían de la ventana sino también del closet y los enchufes), la habitación a exhalar una ráfaga de demencia y místico delirio, un tenaz murmullo musical de compases más o menos clásicos, extrañamente ubicados en el argénteo radiador, Pnin trató de ahogarlos con una frazada, como si provinieran de un pájaro enjaulado; pero el canto persistió hasta que la anciana madre de mistress Thayer fue llevada al hospital, donde falleció, tras lo cual el radiador cambió la onda de sus rumores por otra más exótica: francés canadiense.

También ensayó domicilios de otro tipo; habitaciones alquiladas en casa de familia que, si bien diferían unas de otras en ciertos aspectos (no todas eran de tejuela, por ejemplo; algunas eran de ladrillo revocado, al menos, parcialmente), tenían una característica común: en los estantes del salón o del rellano de la escalera se hallaban, invariablemente, Hendrick Willem Van Loon y el doctor Cronin. Ambos podían estar separados por un manojo de revistas o por alguna novela histórica gruesa y reluciente, o hasta por algunas biografías más o menos conocidas. También en estas casas colgaba siempre en algún sitio una reproducción de Tolouse-Lautrec. Pero lo que jamás faltaba era la pareja Van Loon-Cronio, cambiando miradas de tierno reconocimiento, como dos vie' amigos que se encuentran en una fiesta entre desconocidos.