2

Victor tenía ya catorce años, pero representaba dos o tres más, no por su estatura desgarbada que se aproximaba al metro ochenta, sino por su descuidada soltura, por una expresión de amable indiferencia en sus facciones nítidas aunque no hermosas, y por una ausencia completa de torpeza o encogimiento que, lejos de excluir la modestia o la reserva, prestaban luz a su timidez y una suave naturalidad a sus maneras tranquilas. Bajo su ojo izquierdo, un lunar pardo, del tamaño de un centavo, acentuaba la palidez de sus mejillas. No creo que amara a nadie.

En su actitud hacia su madre, el afecto apasionado de la infancia se había trocado, hacía tiempo, en una tierna condescendencia, y lo más que se permitía era un íntimo suspiro de irónica sumisión al destino cuando ella, en su inglés neoyorquino fluido y chispeante, lleno de sonidos nasales metálicos y suaves retornos a cálidos rusianismos, obsequiaba a extraños con cuentos que le había oído innumerables veces y que eran exagerados o falsos. Pero era más penoso aún cuando, ante esos mismos extraños, el doctor Eric Wind, que era un pedante completamente desprovisto de humor y consideraba su inglés (adquirido en un colegio alemán) impecablemente puro, paladeaba una frase chistosa y añeja diciendo «el charco» por el océano, con el aire confiado y picaresco del que otorga a su auditorio el don precioso de una sabrosa expresión familiar. Sus padres, en su calidad de psicoterapeutas, se esforzaban por representar a Layo y Yocasta; sin embargo, el niño resultó un mediocre Edipito. Para no complicar el triángulo del romance freudiano en boga (padre, madre, hijo), nunca habían mencionado al primer marido de Liza. Sólo cuando el matrimonio Wind principió a desintegrarse, más o menos por el tiempo en que Victor fue matriculado en Saint Bart, Liza informó a su hijo de que antes de salir de Europa había sido mistres Pnin. Le dijo, además, que su primer marido también había emigrado a América y que pronto lo vería. Y como toda alusión de Liza (abriendo sus ojos azules radiantes, sombreados por negras pestañas) adquiría un barniz de misterio y de esplendor, la figura del gran Timofey Pnin, sabio y caballero, que enseñaba un idioma prácticamente muerto en la famosa Universidad de Waindell, unas trescientas millas al noroeste de Saint Bart, adquirió en la hospitalaria mente de Victor un encanto especial, cierto parecido a esos reyes búlgaros o príncipes del Mediterráneo que solían ser expertos de fama mundial en mariposas o conchas marinas. Por esto sintió gran placer cuando el profesor Pnin inició con él una correspondencia regular y decorosa. Una primera carta vertida en hermoso francés, aunque plagada de motes de máquina, fue seguida por una tarjeta postal que representaba la Ardilla Gris. La tarjeta pertenecía a una serie educativa sobre Nuestros Mamíferos y Pájaros. Pnin adquirió la serie completa para dedicarla a esta correspondencia. Victor se alegró al aprender que «ardilla» proviene de una palabra griega que significa «cola de sombra». Pnin invitó a Victor a que lo visitara en las vacaciones siguientes, manifestándole que lo aguardaría en la estación de autobuses de Waindell. «Para ser reconocido», le escribió, en inglés, «apareceré con anteojos oscuros y tendré en la mano un portadocumentos negro con mi monograma en plata.»

El factor hereditario preocupaba morbosamente a Eric y a Liza Wind. En vez de enorgullecerse del genio artístico de Victor, ambos se atribulaban buscando su posible origen genético. El arte y la ciencia habían estado vívidamente representados en sus antepasados. ¿Debían, acaso, encontrar la huella de la pasión de Victor por los colores en Hans Andersen (sin parentesco con el danés de alcoba, que había sido pintor de vitrales en Lübeck antes de que se trastornara y creyera ser una catedral, poco después del matrimonio de su amada hija con un joyero hamburgués de cabellos grises, autor de una monografía sobre zafiros y abuelo materno de Eric? ¿O era la precisión casi patológica de Victor con la pluma y el pincel un subproducto de la ciencia de los Bogolepov? Porque el bisabuelo de la madre de Victor, séptimo hijo de un pope rural, no había sido otro que ese genio singular, Feofilakt Bogolepov, cuyo único rival para el título de mayor matemático ruso fue Nicholay Lobachevsky. Esto daba que pensar.

El genio es disconformidad. A los dos años, Victor no trazaba garabatos en espiral para representar botones o troneras, como lo hacen millones de niños. El hacía sus círculos perfectamente redondos y cerrados. Si a un chico de tres años se le pide que copie un cuadrilátero, hace una esquina idcntificable y luego se contenta con hacer el resto del perfil ondulado o circular , pero Victor, a esa edad, no sólo copiaba el cuadrado propuesto por la investigadora (doctora Liza Wind), sino que, con exactitud despectiva, agregaba otro más pequeño junto al modelo. Nunca pasó por esa etapa inicial de actividad gráfica en que los niñoí dibujan Kopffüslers (personas con aspecto de renacuajos), o huevos con piernas en L y brazos que terminan en dientes de rastrillo; no, Victor eludía la figura humana, y cuando el papá (doctor Eric Wind) le exigía que retratara a la mamá (doctora Liza Wind), trazaba una ondulación adorable y decía que era la sombra de ella en el refrigerador nuevo. A los cuatro años desarrolló un método personal de puntillismo. A los cinco, empezó a dibujar objetos en perspectiva: una pared lateral abreviada en el primer plano, un árbol empequeñecido por la distancia, un objeto ocultando a medias otro objeto. Y a los seis, Victor ya distinguía lo que tantos adultos jamás llegan a aprender: los colores de las sombras, la diferencia de tinte que hay entre la sombra de una naranja y la de una ciruela o una palta.

3

Para los Wind, Victor era un problema porque rehusaba ser problema. Desde el punto de vista de los Wind, todo varoncito siente un deseo ardiente de castrar a su padre y un impulso nostálgico de volver al vientre materno. Pero Victor no revelaba ningún desorden de conducta; no se pellizcaba la nariz, no se chupaba el pulgar, ni siquiera se mordía las uñas. El doctor Wind, con el fin de eliminar lo que él llamaba, como buen radiófilo, «la estática de la relación personal», hizo probar psicométricamente, en el Instituto, a su invulnerable hijo por un par de extraños, el joven doctor Stern y su sonriente esposa («Yo soy Louis y ésta es Cristina»). Pero los resultados fueron, o monstruosos, o nulos. El niño de siete años alcanzó en el Test de Godunov, llamado Dibujo de un Animal, una edad mental sin precedentes: 17 años; sin embargo, al someterlo al Test de Adultos de Fairview, demostró muy pronto la mentalidad de un chico de 2 años. ¡Cuánto cuidado, cuánta destreza e inventiva han concurrido a idear estas técnicas maravillosas! ¡Qué vergüenza da que algunos pacientes se resistan a cooperar! Hay, por ejemplo, el Test de Asociación Absolutamente Libre de Kent-Rosanoff, en que el pequeño Joe o la pequeña Joan deben responder a una palabra estimulante, tal como «mesa», «pato», «música», «enfermedad», «espesor», «bajo», «profundo», «largo», «felicidad», «fruta», «madre», «seta». Existe el juego encantador de Bievre, la Actitud de Interés, verdadera bendición para tardes de lluvia, en que el pequeño Sam o la pequeña Ruby deben poner una marquita frente a las cosas que les dan un poco de miedo, tales como «morir», «caerse», «soñar», «ciclones», «funerales», «padre», «noche», «operación», «dormitorio», «sala de baño», «convergencia», etc. Tenemos el Test Abstracto de Augusta Angst, en que se hace expresar al pequeñuelo ( das Kleine) una lista de términos («gemidos», «placer», «oscuridad») en líneas sin relieve. Y también está, por supuesto, el Juego a las Muñecas, en que se dan a Patrick, o Patricia, dos muñecas idénticas de goma y un trocito de greda que Pat debe fijar en una de ella antes de que el juego comience; y ¡oh, qué adorable casita de muñecas, con tantas habitaciones y con tal cantidad de objetos en miniatura! Si hasta hay una bacinica no mayor que una píldora, y un botiquín, y tenazas, y una cama de dos plazas, y un par de diminutos guantes de goma en la cocina; y se puede ser todo lo malo que se quiera con el muñeco-papá si se cree que le está pegando a la muñeca-mamá cuando apaga las luces del dormitorio. Pero el malvado Victor no jugaba con Lou y Tina; ignoraba las muñecas; borraba todas las palabras de la lista (lo que iba contra las reglas) y hacía dibujos que carecían de todo significado, incluso subhumano.