No se consiguió que Victor descubriera algo que interesase a los terapeutas en esos hermosos borrones de tinta de Rorschach, en que los niños ven, o debieran ver, toda clase de cosas: marinas, fugas, cabos, los gusanos de la imbecilidad, troncos de árboles neuróticos, zapatillas de goma eróticas, paraguas y palanquetas. Tampoco los bosquejos que trazaba al azar representaban la llamada mándala, término que, según se supone, significa (en sánscrito) «anillo mágico», y que el doctor Jung y otros aplican a cualquier garabato en forma de estructura desplegada que conste aproximadamente de cuatro elementos; por ejemplo: un mangostán partido, una cruz, la rueda en que los egos se rompen como Morfo, o, más exactamente, la molécula de carbono con sus cuatro valencias, que es el principal componente químico del cerebro, automáticamente ampliado y reflejado en el papel.

Los Stern informaron que «desgraciadamente, el valor psíquico de los Cuadros Mentales y las Asociaciones de Palabras de Victor se halla completamente oscurecido por las inclinaciones artísticas del niño». Y de ahí en adelante el pequeño paciente de los Wind, a quien le costaba conciliar el sueño y tenía mal apetito, pudo leer hasta pasada la medianoche y eludir el plato de cereales en la mañana, si así lo deseaba.

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Cuando Liza planeó la educación escolar del niño, se había sentido solicitada por dos libidos: una, proporcionarle todos los beneficios de la psicoterapia infantil moderna; y otra, descubrir, entre las organizaciones americanas religiosas, la que más se aproximara a las sanas y melodiosas amenidades de la Iglesia Católica Griega, cuyas exigencias a la conciencia individual son nimias comparadas con los consuelos que ofrece.

El pequeño Victor fue primeramente a un kindergarten progresivo en Nueva Jersey; después, por consejo de algunos amigos rusos, a un externado en la misma ciudad. Este colegio estaba dirigido por un eclesiástico de la Iglesia Episcopal que era un educador sabio y bien dotado y simpatizaba con los niños geniales por extraños o bulliciosos que fuesen. Por cierto, Victor era singular, pero, en cambio, muy tranquilo. A los doce años, pasó a Saint Bartholomew.

En su aspecto físico, Saint Bart era una enorme masa de orgullosos ladrillos rojos, construida en 1869 en las afueras de Cranton, Massachusetts. Su cuerpo principal formaba tres costados de un gran cuadrilátero, y un claustro cerraba el cuarto. La portería, con sus gabletes, tenía un lado cubierto por la lustrosa yedra americana y terminaba, algo pesadamente, en una cruz céltica de piedra. La yedra ondulaba al viento como el negro pelaje de un caballo. Se supone ansiosamente que el matiz del ladrillo rojo se enriquece con el tiempo; el ladrillo del buen Saint Bart sólo se había ensuciado. Bajo la cruz, e inmediatamente arriba del arco de entrada, de aspecto sonoro, pero sin ecos, habían esculpido una especie de daga, tratando de representar el cuchillo carnicero que san Bartolomé, con aire de reproche, tiene asido en el Misal de Viena.

San Bartolomé, uno de los doce apóstoles, fue desollado vivo y expuesto a las moscas durante el verano del año 65 de la Era Cristiana, más o menos, en Albanópolis, ahora Derbent, en el sudeste de Rusia. Su ataúd fue lanzado al mar Caspio por un rey furibundo, pero navegó serenamente hasta la isla de Lípari, vecina a la costa de Sicilia, lo que tal vez sea una leyenda si consideramos que el Caspio ha sido un mar interior desde el Pleistoceno. Bajo esta arma heráldica, que más se asemejaba a una zanahoria apuntando a las alturas, había una inscripción en pulidos caracteres eclesiásticos: Sursum. De ordinario podía verse dos mansos perros pastores que pertenecían a uno de los maestros, y que estaban ligados por recíproco afecto, dormitar en esa Arcadia privada, en un prado delante de la puerta.

En su primera visita al colegio, Liza lo había admirado todo, desde los cinco patios y la capilla hasta las efigies de yeso de los corredores y las fotografías de catedrales en las salas de clase. Correspondían a los tres cursos inferiores unos dormitorios con ventanas en la alcoba, y en un extremo se hallaba la habitación de un profesor. Los visitantes no podían menos de admirar el hermoso gimnasio. También eran evocadores los estalos de encina y las vigas labradas del techo de la capilla, de estructura románica, que había sido donada medio siglo antes por Julius Schönberg, creador de una industria de tejidos y hermano del famoso egiptólogo Samuel Schönberg, que pereciera en el terremoto de Messina. Había veinticinco profesores. El rector, el reverendo Archibald Hopper, vestía de elegante gris-clerical en los días cálidos y cumplía sus deberes en feliz ignorancia de la intriga que estaba a punto de hacerle perder su cargo.

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Aunque los ojos de Victor eran su órgano supremo, fue más bien mediante olores y sonidos como se imprimió en su conciencia la noción neutra de Saint Bart. En los dormitorios, se percibía un tufo mohoso y sordo de madera vieja barnizada; ruidos nocturnos en las alcobas — fuertes explosiones gástricas y chirridos de resortes en las camas—; la campana del vestíbulo, que a las 6,45 A. M. retumbaba en el vacío de un dolor de cabeza; el olor a idolatría y a incienso que escapaba del braseril'o colgado de cadenas y de sombras de cadenas del cielo nervado de la capilla; la voz pastosa del reverendo Hopper mezclando sabiamente el refinamiento con la vulgaridad; el Himno 166: Sol de mi alma, que los novatos tenían que aprender de memoria; en lo ropería, el sudor inmemorial del cesto con ruedas que contenía la provisión común de suspensores atléticos, horrible maraña gris de la que había que desenredar una faja para colocársela al principio del período deportivo; y los racimos de gritos ásperos y tristes en las cuatro canchas de juego.

Con un coeficiente intelectual de 181 y un promedio de 90, no le fue difícil a Victor encabezar una clase de 36 alumnos y llegar a ser en realidad uno de los tres mejores pupilos del colegio. Sentía escaso respeto por la mayoría de sus profesores, pero reverenciaba a Lake, hombre inmensamente obeso, con cejas enmarañadas y manos velludas, que asumía una actitud de turbación sombría frente a los muchachos atléticos de encendidas mejillas. Victor no era ni lo uno ni lo otro. Lake se había entronizado, como un Buda, en un estudio pulcro y original que más parecía sala de recibo de una galería de arte que taller. En sus paredes gris pálido no había más adorno que dos cuadros en idénticos marcos: una copia de la obra maestra fotográfica de Gertrude Kasebier: Madre e Hijo(1897), en que el niño angelical y auhelante mira hacia arriba, a la lejanía (¿a qué?) y una reproducción, en la misma tonalidad, de la cabeza de Cristo de Los Peregrinos de Emaús, de Rembrandt, con igual expresión, si bien un poco menos celestial, en los ojos y en la boca.

Lake había nacido en Ohio, estudiado en París y Roma y enseñado en Ecuador y Japón. Era un reconocido experto en arte, y quienes lo conocían se preguntaban por qué, durante los últimos diez inviernos, se había enterrado voluntariamente en Saint Bart. Aunque tenía el temperamento huraño del genio, le faltaba originalidad y se daba cuenta de esa falla; sus pinturas parecían siempre imitaciones hábiles, si bien era difícil precisar qué estilo remedaba. Su profundo conocimiento de innumerables técnicas, su indiferencia por las «escuelas» y «tendencias», su desagrado por los charlatanes, su covicción de que no había gran diferencia entre una elegante acuarela de ayer y, digamos, el neo-plasticismo convencional o el no-objetivismo banal de hoy, y de que nada importa fuera del talento individual, eran puntos de vista que hacían de él un profesor raro. Saint Bart no gustaba mucho de sus métodos ni de los resultados que obtenía, pero seguía manteniéndolo porque estaba de moda contar, por lo menos, con un excéntrico distinguido entre el personal docente. Una de las muchas cosas estimulantes que enseñaba Lake, era que el orden del espectro solar no es un círculo cerrado sino una espiral de tintes que van del rojo cadmio y los anaranjados, pasando por un amarillo estroncio y un verde pálido paradisíaco, a azules cobalto y violados, en cuyo punto la secuencia no se degrada nuevamente a rojo sino que pasa a otra espiral que comienza con una especie de gris lavanda y continúa con tintes cenicientos que trascienden a la percepción humana. Enseñaba que no existía tal cosa como una Escuela Cubista, Futurista o Surrealista. Que una obra de arte creada con cordeles, sellos de correo, un periódico izquierdista y estiércol de paloma se basa en una serie de trivialidades tediosas. Que nada hay más burgués ni más banal que la paranoia. Que Dalí es en realidad el hermano gemelo de Norman Rockwell, robado por gitanas en su infancia. Que Van Gogh es de segundo orden y Picasso, en cambio insuperable a pesar de sus inclinaciones comerciales; y que si Degas pudo inmortalizar una calesa, ¿por qué no podría Victor Wind hacer otro tanto con un automóvil?