—Un espíritu muy original. ¿Dónde cree usted que...?

—Sí, pero el estudiante era un delator y Karl se pasó un año en una Casa de Descanso tundrovyy. No sé adonde se la habrá llevado ahora. Ni siquiera sé a quién preguntar.

—Pero tiene que haber algún medio... Debo llevármela de este agujero, de este infierno.

—Eso es imposible. Su hija adora, venera a Karlusha. C'est la vie, como dicen los alemanes. Es una lástima que A. B. se quede en Riga hasta fin de mes. Usted lo conoce muy poco. Sí, es una lástima. A. B. es un chiflado adorable ( cbudak dusbka) con cuatro sobrinos en Israel. Él mismo dice que esto suena como "los personajes de un drama seudoclásico". Uno de ellos era mi marido. A veces la vida es muy complicada. Uno pensaría que cuanto más complicada, tanto más feliz. Pero en realidad, "complicada" siempre ha significado, por un motivo u otro, grust toska(dolor y angustia).

—Pero óigame usted, ¿no puedo yo hacer algo? ¿No puedo quedarme aquí y hacer averiguaciones? ¿Quizá pedir consejo a la Embajada... ?

—Su hija ya no es inglesa y nunca fue norteamericana. No hay nada que hacer, se lo aseguro. Las dos hemos sido muy amigas durante mi vida tan complicada. Pero Karl no le permitió que me dejara por lo menos unas líneas. Y ni una palabra de despedida para usted, desde luego. Por desgracia, Isabella le anunció que usted estaba a punto de llegar. Karl no podía soportar la idea, a pesar de la simpatía que procura sentir hacia quienes no resultan simpáticos. ¿Sabe una cosa? El año pasado, o quizá hace dos años... sí, fue hace dos años, vi su cara en una revista holandesa o dinamarquesa. Lo habría reconocido de inmediato en cualquier parte.

—¿Con la barba?

—Oh, no lo cambia en lo más mínimo. Es como las pelucas o los anteojos verdes en las viejas comedias. De chica, soñaba con llegar a ser payasa de un circo. "Madame Brown" o "Trek Trek". Pero dígame una cosa, Vadim Vadimovich... quiero decir, Gospodin Long, ¿no han descubierto que ha venido a Rusia? ¿No piensan aprovechar su presencia? Después de todo, usted es el orgullo secreto de Rusia. ¿Tiene que irse en seguida?

Me levanté del banco —con algunas virutas de L'Humanitéempeñadas en acompañarme— y le dije que sí: era mejor que me fuera antes que el orgullo venciera la prudencia. Le besé la mano y ella observó que sólo había visto hacer eso en una película llamada La guerra y la paz. También le supliqué, bajo las lilas que goteaban, que aceptara un fajo de billetes y los usara en lo que quisiera. Inclusive para comprarse la valija que necesitaba para el viaje a Sochi.

—También se llevó mis alfileres de gancho —murmuró Dora con la sonrisa que le iluminaba la cara.

3

No estoy seguro de si era mi compañero de viaje (el del sombrero negro) un hombre a quien vi alejarse mientras me despedía de Dora y de Nuestro Poeta Nacional, dejando a este último para siempre preocupado por el despilfarro de agua (compárese con la estatua de Tsarsko-selski en que se ve a la doncella cavernícola de uno de sus poemas lamentándose por su cántaro roto, aunque aún rebosante). Pero estoy seguro de que vi a MonsieurPouf por lo menos dos veces en el restaurante del Astoria, así como en el pasillo del vagón dormitorio, en el tren nocturno que tomé para alcanzar el primer avión de Moscú a París. En ese avión le impidió sentarse junto a mí la presencia de una anciana norteamericana con arrugas de un color entre rosa y violeta y pelo amarillento. La dama y yo conversamos, dormitamos, bebimos Bloody Marshas: una broma de ella que no festejó nuestra celestial azafata. Me divirtió observar el asombro de la vieja señorita Havemeyer (apellido casi increíble) cuando le dije que había rechazado la invitación de la Oficina de Turismo para una excursión por Leningrado; que no había echado una mirada al cuarto de Lenin en el Smolny; que no había visitado una sola catedral; que no había comido algo llamado "pollo tabaka"; que había partido de esa ciudad hermosa, hermosa, sin ver siquiera un ballet o un espectáculo de variedades.

—Es que soy un triple agente —expliqué—, y ya sabe usted cómo son esas cosas...

—¡Oh! —exclamó la señorita Havemeyer, apartándose un poco como para observarme desde una perspectiva más noble—. ¡Oh! ¡Eso es formidable!

Tuve que esperar algún tiempo la partida de mi jet a Nueva York, medio borracho y bastante complacido con mi valiente travesía (después de todo, Bel no estaba demasiado enferma ni su matrimonio era tan desgraciado); Rosabel estaría sin duda en mi living room, leyendo una revista de Hollywood y comprobando en ella las medidas ideales de sus piernas (tobillos: 18 cm; pantorrillas: 30 cm; muslos lechosos: 44 cm); Louise estaría en Florencia o en Florida. Con una vaga sonrisa descubrí y recogí un libro en rústica que alguien había dejado sobre un asiento junto al mío, en la sala para pasajeros en tránsito del aeropuerto de Orly. Fue la obra del destino, en una agradable tarde de junio, entre un quiosco de bebidas alcohólicas y otro de perfumes libres de impuestos.

Tenía entre manos una edición en rústica hecha en Formosa (!) que reproducía la edición norteamericana de Un remo junto al mar. Aún no la había visto y preferí no revisar la sífilis de erratas que, sin duda, desfiguraba el texto pirateado. En la cubierta, una fotografía publicitaria de la actriz infantil que había hecho el papel de mi Virginia en la reciente versión cinematográfica hacía más justicia a la bonita Lola Sloan y a su chupetín que al sentido de mi novela. Aunque torpemente redactado por un gacetillero que no tenía la menor idea de la importancia del libro, el texto en la contratapa resumía con bastante fidelidad el argumento de mi Remo.

Bertram, un muchacho desequilibrado y condenado a morir muy pronto en un hospital para criminales dementes, vende por diez dólares a su hija Ginny, de diez años de edad, al solterón Al Garden, un poeta adinerado que vagabundea con la hermosa niña de hotel en hotel por Norteamérica y otros países. Una situación que, vista desde fuera —¡habría que decir espiada por el ojo de la cerradura!—, es de una irresponsable perversidad (descrita con una viveza de detalles nunca intentada hasta ahora) y que va convirtiéndose poco a poco en un verdadero diálogo de tierno cantor(errata). Los sentimientos de Garden encuentran eco en los de Ginny, la "víctima" inicial que, a los dieciocho años, cuando ya es una ninfa normal, se casa con él en una ceremonia religiosa descrita con emoción. Todo parece acabar a pedir de boca (¡ sic!) en una eterna felicidad en la cual podrían encontrar satisfacción para sus necesidades sexuales los amantes más rígidos o frígidos o humanitarios. Sin embargo, más allá de la dichosa intimidad en que vive nuestra pareja se precipita en caótica carrera el trágico destono (¿destino?) de los inconsolables padres de la ninfa, Oliver y (?), a quienes el astuto narrador impide por todos los medios posibles que sigan las huellas de su ovejita descarrillada (¡ sic!). Libro elegido por el club "Las mejores novelas de la década".