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—¿Cómo fue tu niñez, McNab?

(Ivor insistía en llamarme así porque según él yo me parecía al joven actor, macilento pero apuesto, que adoptó ese nombre en los últimos años de su vida o al menos de su fama.)

Atroz, intolerable. Debería existir una ley natural, internatural, contra comienzos tan inhumanos. Si al cumplir nueve o diez años mis morbosos terrores no hubieran cedido su puesto a urgencias más abstractas y triviales (problemas del infinito, la eternidad, la identidad, etcétera), habría perdido la razón antes de encontrar mis rimas. No era un problema de cuartos oscuros, o torturantes ángeles con una sola ala, o largos corredores, o espejos de pesadillas con reflejos que rebalsaban en turbios estanques sobre el piso; no era esa cámara de horrores, sino algo más simple y mucho más horrible: cierta insidiosa e implacable relación con otros estados del ser que no eran exactamente "previos" o "futuros", sino que estaban fuera de todo límite, mortalmente hablando. Sólo varias décadas después habría de aprender mucho, mucho más acerca de esos dolorosos vínculos; por lo tanto "no nos anticipemos", como dijo el condenado a muerte al rechazar el sucio trapo con que pretendían vendarle los ojos.

Las delicias de la pubertad me aseguraron un alivio temporario. No debí pasar por la hosca etapa de la auto-iniciación. Bendito sea mi primer, dulce amor, una niña en un huerto, los juegos de exploración, y sus cinco dedos extendidos, manando perlas de sorpresa. Un preceptor me dejó compartir con él a la ingénuedel teatro privado de mi tío abuelo. Dos jóvenes damas libertinas me ataviaron en cierta ocasión con un camisón de encajes y me acostaron para que durmiera entre ellas ("tímido, inocente primito"), como en una novela libertina, mientras sus maridos roncaban en el cuarto contiguo después de la cacería del jabalí. Las grandes casas de varios parientes con los cuales pasé algunos períodos durante mi pubertad, bajo los pálidos cielos estivales de tal o cual provincia de la vieja Rusia, me depararon tantas complacientes criadas y tantos refinados galanteos como los que se me habrían ofrecido, un par de siglos antes, en boudoirsy cenadores. En una palabra, si los años de mi niñez suministraban material para una docta tesis que hubiese asegurado la gloria de un psicopedagogo, mi pubertad pudo sugerir, y en verdad sugirió, una larga serie de pasajes góticos desperdigados, como ciruelas podridas y peras oscurecidas, en los libros de un novelista senil. Lo cierto es que buena parte del valor de este recuerdo se explica por el hecho de que es un cataloga raisemnéde las raíces, los orígenes, las simientes de muchas imágenes que aparecen en mis novelas rusas y, sobre todo, inglesas.

Veía muy poco a mis padres. Ambos se habían divorciado, habían vuelto a casarse y a divorciarse con ritmo tan rápido que si los custodios de mi fortuna hubieran sido menos vigilantes, yo habría ido a parar al cuidado de un par de extraños de origen sueco o escocés, con tristes bolsas bajo los ojos voraces. Una tía abuela extraordinaria, la baronesa Bredov —Tolstoy de soltera— reemplazó ampliamente un parentesco más estrecho. Cuando yo andaba por los siete u ocho años y ya abrigaba los sectetos de un demente sin remedio, inclusive esa tía (que distaba mucho de ser normal) se alarmaba al verme insólitamente huraño e indolente. Desde luego, yo me pasaba los días sumido en las más tétricas ensoñaciones.

—¡Anímate un poco! —exclamaba mi tía—. ¡Mira los arlequines!

—¿Qué arlequines? ¿Dónde están?

—Oh, en todas partes. A tu alrededor. Los árboles son arlequines. Las palabras son arlequines, como las situaciones y las sumas. Junta dos cosas (bromas, imágenes) y tendrás un triple arlequín. ¡Vamos! ¡Juega! ¡Inventa el mundo! ¡Inventa la realidad!

Y eso es lo que hice. Inventé a mi tía abuela durante mis ensoñaciones y he aquí que ahora ella baja los escalones marmóreos del portal de mi memoria: baja lentamente, de lado, pobre dama inválida, tanteando el borde de cada escalón con la puntera de goma de su bastón negro.

(Cuando mi tía exclamaba esas tres palabras, surgían de sus labios como un límpido heptasílabo; el primer acento, en la i de "mira", introducía con protectora ternura el otro acento, en la de esos "arlequines" que irrumpían con alegre fuerza: una líquida cascada de vocales que centelleaban como lentejuelas.)

Tenía dieciocho años cuando explotó la revolución bolchevique. (Admito que "explotó" es un verbo demasiado fuerte y anómalo, que uso aquí sólo para acentuar el ritmo de mi narración.) La reiteración de mis perturbaciones infantiles me mantuvo en el Sanatorio Imperial de Zarskoe durante la mayor parte del invierno y la primavera siguientes. En julio de 1918 me encontré convaleciendo en el castillo de un hacendado polaco, Mstislav Charnetski (1880-¿1919?), pariente lejano mío. Un atardecer de otoño, la joven amante del pobre Mstislav me enseñó un sendero de cuentos de hadas que serpenteaba a través de una gran selva donde los últimos uros habían sido alanceados por un primei Charnetski bajo el reinado de Juan III (Sobieski). Eché a andar por ese sendero con una mochila al hombro y —por qué no decirlo— con un temblor de ansiedad y remordimiento en mi joven corazón. ¿Hacía bien en abandonar a mi primo en la hora más negra de la negra historia de Rusia? ¿Sabría yo cómo subsistir por mí mismo en tierras extrañas? El diploma que había recibido después de rendir examen ante un jurado especial (presidido por el padre de Mstislav, un venerable y corrupto matemático) y que me graduaba en todas las asignaciones de un bachillerato ideal al que jamás había asistido corporalmente, ¿bastaría para permitirme entrar en Cambridge sin afrontar un infernal examen de ingreso? Caminé toda la noéhe a través de un laberinto iluminado por la luz de la luna, imaginando susurros de animales extinguidos. Por fin el amanecer iluminó mi antiguo mapa. Pensaba que había cruzado la frontera cuando un soldado del Ejército Rojo, de rasgos mogoles y cabeza descubierta, que recogía arándanos junto al camino, me espetó mientras tomaba su gorra depositada sobre un tronco: "¿adónde vas rodando ( kotisbsya), manzanita ( yablochko)? Pokazyvay-ka do-kumenúki(Muéstrame tus documentos)".

Hurgué en mis bolsillos, encontré lo que necesitaba y le pegué un tiro en el instante mismo en que el soldado se arrojaba sobre mí. Cayó boca abajo, como fulminado por la insolación en la plaza de armas ante los pies de su rey. Ninguno de los troncos dispuestos en apretadas filas reparó en él y yo huí, aferrando el encantador y pequeño revólver de Dagmara. Sólo media hora después, cuando al fin llegué a otra parte de la selva en una república más o menos convencional, sólo entonces dejaron de tem-blarme las rodillas.

Después de pasar algún tiempo holgazaneando en ciudades alemanas y holandesas que ya no recuerdo, crucé a Inglaterra. El Rembrandt, un hotelito de Londres, fue mi inmediata dirección. Los dos o tus diamantes que llevaba en una bolsita de gamuza « diluyeron más lapido que piedras de granizo. En la gris víspera dt la pobreza, quien escribe estas páginas, poi entonces un joven auto-exiliado (transcribo de un viejo diario íntimo), descubrió a un inesperado protector en la persona del conde Starov, un grave y anticuado masón que había ornamentado varias embajadas importantes durante un lapso prolongado y que desde 1913 residía en Londres. Hablaba su lengua materna con pedante precisión, aunque sin desdeñar las rotundas expresiones vernaculares. No tenía el menor sentido del humor. Su asistente era un joven maltes (yo odiaba el té, pero no me atrevía a pedir cognac). Según se rumoreaba, Nikifor Nikodimovich, para usar el destrabalenguas que era el nombre de pila cumpatronímico del conde, había sido durante años un admiradeir de mi hermosa y extravagante madre, a quien yo sólo conocía a través de unas cuantas frases depositadas en una memoria anónima. Una grande passion puede ser una máscara conveniente, pero por otro laelo sólo una caballeresca devoción a su memoria puede explicar que el conde Starov costeara mi educación en Inglaterra y me dejara, después de su muerte, en 1927, un modesto subsidio (el coup bolchevique lo había arruinado, como a todo nuestro clan). Debo admitir, sin embargo, que me perturbaban algunas súbitas, vivaces miradas de sus ojos que, por lo común, parecían muertos en su ancha cara digna y pastosa, ese tipo de cara que los escritores rusos solían describir como "cuidadosamente afeitada" ( tshcbatel'no vybritoe), sin duda porque era preciso apaciguar, en la presunta imaginación de los lectores (muertos ya hace muchos años), a los espectros de barbas patriarcales. Yo hacía todo lo posible para interpretar esas miradas interrogadoras como la busca de algunos rasgos de aquella mujer exquisita a quien el conde, en otras épocas, ofrecía la mano para ayudarla a subir a una caléche, muelle vehículo al cual él mismo se encaramaba pesadamente una vez que la dama, ya instalada en su asiento, hubiese abierto su sombrilla. Pero al mismo tiempo no podía sino preguntarme si el viejo gran señor habría escapado a una perversión tan habitual en los llamados "círculos de la alta diplomacia". N. N. permanecía sentado en su butaca como en una voluminosa novela, con una de sus manos regordetas apoyada en el grifo que ornamentaba el brazo del sillón y la otra, en la cual usaba el anillo de sello, tanteando en la mesa turca que tenía a su lado en busca de lo que parecía una tabaquera de plata, pero que en verdad contenía una serie de tabletas, o más bien grageas, de color lila, verde o, según creo, coral. Debo agregar que cierta información obtenida después me reveló que me equivocaba de manera absurda al conjeturar que al conde Starov lo animaba algo distinto que un interés paternal hacia mí, así como hacia otro joven, hijo de una notoria cortesana de San Petersburgo que prefería un auto eléctrico a una caléche. Pero basta ya de estas perlas comestibles.