—A los once o doce años —dijo Iris— yo era más linda que esa huérfana francesa. La que está sentada allá, sobre las páginas extendidas del Cannice-Matin, vestida de negro y tejiendo, es su abuela. Yo permitía que ios caballeros malolientes me acariciaran. Jugaba con Ivor a juegos indecentes... Oh, nada demasiado insólito. Por lo demás, ahora él prefiere los caballerps a las damas. Al menos, eso dice.

Me habló un rato de sus padres que, por una fascinante coincidencia, habían muerto el mismo día: ella a las siete de la mañana, en Nueva York; él, al mediodía, en Londres, hacía apenas dos años. Se habían divorciado poco después de la guerra. Ella era norteamericana y horrible. No hay que hablar así de las madres. Pero en verdad era horrible. Papá era vicepresidente de la Compañía de Cemento Samuels. Provenía de una familia respetable y tenía "buenas relaciones". Pregunté a Iris qué tenía Ivor en contra de la "buena sociedad" y viceversa. Iris respondió vagamente que Ivor detestaba a "los amantes de la caza del zorro" y a los "jóvenes deportistas náuticos". Le dije que esas eran abominables frases hechas qué sólo empleaban los filisteos. En mi medio, en mi mundo, en la opulenta Rusia de mi adolescencia, estábamos tan por encima de todo concepto de clase que nos limitábamos a reír o a bostezar cuando leíamos algo sobre los "barones japoneses" o los "patricios de Nueva Inglaterra". Pero lo curioso era que Ivor dejaba de conducirse como un payaso y se convertía en un individuo serio y normal sólo cuando montaba su viejo pony moteado y empezaba a burlarse del inglés hablado por las "clases superiores", sobre todo de su pronunciación. Objeté que era un acento de calidad muy superior a la del mejor francés parisiense, y aun al del ruso de San Peterbsburgo: un relincho deliciosamente modulado que tanto él como Iris imitaban muy bien —aunque de manera inconsciente— en sus conversaciones diarias, cuando no ridículizaban inexorablemente el inglés pomposo o anticuado de algún indefenso extranjero. Entre paréntesis, ¿de qué nacionalidad sería ese viejo bronceado, de hirsuto pecho canoso, que salía del mar precedido de su perro chorreante? Su cara me era familiar.

Era Kanner, dijo Iris, el gran pianista y cazador de mariposas. Su rostro y su nombre aparecían en todas las columnas del Morris. Ella compraría entradas por lo menos para dos de sus conciertos. Y allí, junto a él, donde se sacudía su perro, solía tomar el sol la familia de P. (un antiguo apellido muy ilustre), en junio, cuando el lugar estaba casi desierto. El joven P. había negado el saludo a Ivor, aunque ambos se conocían desde la época del Trinity College. Ahora la familia se había trasladado a otro sitio. Un lugar mucho más elegante. Aquella mancha amarilla que se veía a lo lejos era su toldo. Al pie del Mirana Palace. No dije nada, pero también yo conocía al joven P. y no le tenía la menor simpatía.

El mismo día. Encuentro casual con el joven P. en el baño para caballeros del Mirana. Efusivo saludo. ¿No quería conocer a su hermana? ¿Al día siguiente, quizá? Sábado. Ambos podrían ir caminando, por la tarde, hasta el pie del Victoria. Una especie de ensenada, a mi derecha. Estoy siempre allí, con amigos. Desde luego, ya conoces a Ivor Black. El joven P. acudió puntualmente a la cita acompañado de su encantadora hermana, de brazos y piernas esbeltos. Ivor, tremendamente grosero. Vamos, Iris, has olvidado que tomaremos el té con Rapallovich y Chicherini. Esa clase de tonterías. Absurdas enemistades. Lydia P. estalló de risa.

Cuando descubrí los efectos de esa crema milagrosa, en mi etapa de langosta hervida, cambié mi tradicional calefon de bainpor una variedad más sucinta (aún proscrita, por entonces, en paraísos más estrictos). El tardío cambio redundó en una extraña estratificación de mi bronceado. Recuerdo que me deslicé en el cuarto de Iris para contemplarme en un espejo de cuerpo entero —el único de la casa—, una mañana en que ella resolvió ir a un salón de belleza (al cual telefoneé para cerciorarme de que estaba allí y no en brazos de un amante). Con excepción de un joven provenzal que lustraba los pasamanos, no había nadie en la casa: eso me permitió entregarme a uno de mis placeres más arraigados y traviesos: pasearme totalmente desnudo por una casa ajena.

El retrato de cuerpo entero no fue lo que podría llamarse un éxito; lo inspiraba una veleidad no extraña a los espejos y las imágenes medievales de animales exóticos. La cara era marrón; el torso y los brazos, caramelo; una línea ecuatorial carmesí subrayaba el caramelo; seguía una zona blanca, más o menos triangular, con el vértice hacia el sur, limitada por el redundante carmesí a ambos lados; y (a causa de los pantalones cortos que usaba durante el día entero) las piernas eran tan marrones como la cara. Apicalmente, la blancura del abdomen exhibía en un estremecedor repoussé, con una fealdad que nunca había advertido hasta entonces, un zoológico portátil, un conjunto simétrico de atributos animales: la trompa del elefante, los erizos de mar gemelos, el gorila recién nacido trepando por la base de mi vientre, con la espalda vuelta hacia el público.

Un estremecimiento de alarma me sacudió el sistema nervioso. Los demonios de mi incurable enfermedad, "la conciencia desollada", ahuyentaban a mis arlequines. Busqué auxilio inmediato distrayéndome con las fruslerías que había en el dormitorio, oloroso a lavanda, de mi amor: un oso de felpa violeta, una curiosa novela francesa ( Du côté de chez Swann) que le había regalado yo, una impecable pila de ropa recién lavada en un moisés, una fotografía en colores de dos muchachas, con marco ornamentado y una dedicatoria en diagonal: "Lady Crésida y tu dulce Nell. Cambridge, 1919". Creí que la primera sería Iris con peluca dorada y maquillaje rosa; un examen más minucioso me reveló que era Ivor en el papel de esa muchacha tan irritante que va y viene por la imperfecta farsa de Shakespeare. Pero hasta el cromo-diascopio de Mnemosina puede llegar a ser algo muy aburrido.

En el cuarto de música, el joven provenzal limpiaba cacofónicamente las teclas del Bechstein mientras yo reanudaba, con brío mucho menor, mi paseo nudista. Me preguntó algo que sonó como ¿Hora? y le mostré la muñeca para exhibirle sólo un pálido espectro de reloj y de correa de reloj. El muchacho interpretó equivocadamente mi ademán y se volvió, sacudiendo la estúpida cabeza. Era una mañana de errores y fracasos.

Fui hacia la despensa en busca de uno o dos vasos de vino, el mejor desayuno en momentos de angustia. En el corredor pisé un pedazo de loza rota (la víspera habíamos oído el estrépito) y bailé sobre un pie, maldiciendo, mientras procuraba examinar el imaginario tajo en la planta del pie.

El litro de rougeque había imaginado estaba, en efecto, en la despensa, pero no pude encontrar un sacacorchos en ninguno de los cajones. Entre el ruido de los cajones que abría y cerraba, me llegaban las monótonas vulgaridades que decía el guacamayo. El cartero había llegado y se había ido. El secretario de redacción de La nueva Aurora ( Novaya Zarya) temía (qué estúpidos cobardes son esos secretarios de redacción) que su "modesta aventura ( nachinanie) émigrée" no pudiera etc.: un arrugado "etc." que voló al cubo de la basura. Sin vino, furioso, con el Times de Ivor bajo el brazo, subí a los saltos la escalera de servicio rumbo a mi cuarto sofocante. Ya había estallado el tumulto en mi cerebro.