—Ha llegado el momento de la zambullida —dijo Iris.

Tomó del bolso de playa (que el conserje del Victoria le guardaba) una gorra de baño amarilla y ambos trasladamos nuestras toallas y ropas a la relativa quietud de un muelle en desuso donde a Iris le gustaba secarse después de nadar.

Ya dos veces, en mi joven vida, un calambre total —el equivalente físico de la locura fulmínea— me había paralizado en el pánico y la tiniebla de las aguas sin fondo. Me veo a mí mismo, a los quince años, nadando en el atardecer en un río estrecho pero profundo, en compañía de un primo atlético. Ya empieza a dejarme atrás, cuando al cabo de un esfuerzo supremo siento que me invade una euforia inexpresable que me promete milagros de propulsión y fantásticos trofeos en fantásticas repisas. Pero en su satánico climax, a la euforia sucede un intolerable espasmo, primero en una pierna, después en la otra, después en el tórax y en ambos brazos. Años después intenté muchas veces explicar a sabios e irónicos médicos la extraña, horrible índole segmental de esas atroces pulsaciones que hacían de mí un inmenso gusano, con los miembros transformados en sucesivos anillos de dolor. La suerte quiso que un tercer nadador, un desconocido, estuviera detrás de mí y me ayudara a librarme de una abismal maraña de nenúfares.

La segunda vez fue un año después, en la costa del Mar Negro. Había bebido en compañía de doce camaradas mayores que yo, para festejar el cumpleaños del hijo del gobernador del distrito. A eso de la medianoche Alian Andoverton, un muchacho inglés muy fogoso (¡que habría de ser, en 1939, mi primer editor británico!) sugirió que nadáramos a la luz de la luna. Mientras no nos aventuráramos mar adentro, la experiencia prometía ser muy agradable. El agua estaba tibia; la luna se reflejaba benévola en la camisa almidonada de mi primer traje de etiqueta, tendido en la playa rocosa. Oía voces alegres a mi alrededor. Recuerdo que Allan no se había tomado la molestia de desvestirse y jugueteaba con una botella de champagneen la rompiente. De pronto una nube nos hundió en la oscuridad, una ola inmensa se hinchó y me arrastró, y al poco rato ya no supe si iba en dirección a Yalta o a Tuapse. El terror abyecto dio rienda suelta al dolor que ya conocía y me habría ahogado ahí mismo si la ola siguiente no me hubiera alzado para depositarme junto a mis pantalones.

La sombra de esos recuerdos desagradables y casi incoloros (el peligro mortal es incoloro) me acompañó siempre durante mis "zambullidas" y "chapuzones" (las palabras son de ella) junto a Iris. Ella se resignó a mi hábito de permanecer en cómodo contacto con el fondo mientras la miraba ejecutar crawls, si así se llamaban en los años veinte esos movimientos con los brazos. Pero aquella mañana estuve a punto de cometer una estupidez.

Flotaba apaciblemente en línea paralela a la costa, hundiendo de cuando en cuando un cauteloso pie para asegurarme de que podía sentir el fondo cenagoso, con su vegetación poco grata al tacto pero, en general, amistosa, cuando advertí que el paisaje marino había cambiado. A cierta distancia, una lancha marrón conducida por un muchacho en quien reconocí a L. P. describió un espumoso semicírculo y se detuvo junto a Iris. Ella se tomó del reluciente borde. Él le habló e hizo un ademán como para alzarla a la lancha. Pero Iris se escabulló y L. P. se alejó, riendo.

Todo eso debió durar apenas un par de minutos, pero si ese canalla con perfil de gavilán y pullover blanco de punto cruz hubiese permanecido unos segundos más, o si mi Iris se hubiese dejado raptar por su nuevo galán entre el fragor de la lancha y el remolino de espuma, yo habría muerto. Porque mientras transcurría la escena, cierto instinto viril se sobrepuso en mí al de conservación y me impulsó a nadar unos cuantos, insensibles metros. Al fin, cuando readquirí la posición vertical para cobrar aliento sólo encontré el agua bajo los pies. Me volví y empecé a nadar hacia la costa, sintiendo ya el amenazador augurio, la extraña, indescriptible aura del calambre total que crecía en mí y sellaba su pacto mortal con la gravedad. De pronto rocé con la rodilla la bendita arena y el suave oleaje me ayudó a regañar la playa a gatas.

8

—Tengo que confesarte algo, Iris. Es acerca de mi salud mental.

—Espera un minuto. Tengo que quitarme esto de los hombros y bajármelo hasta... hasta donde la decencia me lo permita.

Estábamos acostados —yo boca arriba, ella boca abajo— en el muelle. Iris se había arrancado la gorra de baño y luchaba para deslizarse de los hombros los breteles del traje de baño empapado y exponer, así, toda la espalda al sol. Al mismo tiempo, libraba una segunda batalla en la vecindad de su oscura axila, en el vano intento de no exhibir la blancura de un pequeño seno en la delicada unión con las costillas. Cuando logró adquirir un decoro aceptable, se echó un poco hacia atrás, sosteniéndose el traje de baño negro contra el pecho, mientras ejecutaba con la otra mano esos deliciosos movimientos de mono hurgador que hace una muchacha cuando busca algo en su bolso: en esa ocasión, un paquete malva de Salammbós baratos y un lujoso encendedor. Cuando los encontró volvió a apretar el pecho contra la toalla extendida. Un rojo lóbulo resplandecía a través de su "Medusa" —como se llamaba esa corta melena a la gargon en los años veinte— recién liberada de la gorra. El relieve de su espalda bronceada, con un lunar bajo el omóplato izquierdo y el largo canal de la columna vertebral, que redimía todos los errores de la evolución humana, me distrajo penosamente de mi decisión: prolongar mi oferta de matrimonio con una confesión especial, terriblemente importante. Aún brillaban unas cuantas aguamarinas en el lado interior de sus muslos, con sus fuertes pantorrillas doradas; en sus tobillos, más rosados, aún quedaban adheridos unos granos de arena. Si he descrito tantas veces en mis novelas norteamericanas ( Un reino junto al mar, Aráis) la irresistible belleza de la espalda de una muchacha, es sobre todo a causa de Iris. Sus nalgas pequeñas y compactas (el encanto más pleno, más dulce, más atormentador de su belleza pueril) eran todavía sorpresas depositadas al pie del árbol de Navidad.

Cuando volvió a ofrecerse al sol que la aguardaba, después de esos breves momentos de agitación, Iris adelantó el grueso labio inferior al exhalar el humo y me dijo:

—Creo que tu salud mental es estupenda. A veces eres extraño y hosco. Y muchas veces pareces tonto. Pero eso es característico de ce qu'on appelleun genio.

—¿Qué entiendes por "genio"?

—Bueno... la capacidad de ver cosas que los demás no ven. O más bien, de descubrir lazos invisibles entre las cosas.

—Yo hablo de otra cosa, entonces: de una modesta condición morbosa que nada tiene que ver con el genio. Empezaremos con un ejemplo concreto y un decorado auténtico. Por favor, cierra los ojos un momento. Visualiza ahora la avenida que va desde el correo hasta tu villa. ¿Ves los plátanos que convergen en la perspectiva y el portal del jardín entre los dos últimos?

—No —dijo Iris—. Han reemplazado el último de la derecha por un farol. Es difícil darse cuenta desde la plaza de la aldea, pero en realidad es un farol cubierto de hiedra.