—Tu novia —dijo, usando la palabra en el sentido del francés fiancée y hablando en un inglés que, después me comentó Iris, sonaba exactamente como el mío en la inolvidable versión de Ivor— es tan hermosa como lo será tu mujer.
Le dije en seguida —en ruso— que el alcalde de Cannice nos había casado hacía un mes en una rápida ceremonia. Nikifor Nikodimovich volvió a contemplar a Iris y al fin le besó la mano, que ella, ante mi satisfacción, alzó en la forma debida (instruida por Ivor, sin duda, que aprovechaba cualquier oportunidad para manosear a su hermana).
—He entendido mal los rumores que corren —dijo el anciano—, pero me alegra conocer a esta dama tan encantadora. ¿Y dónde, me permito preguntar, santificarán la unión?
—En el templo que pensamos construir, señor —dijo Iris con un dejo de insolencia, me pareció.
El conde Starov "se mordió los labios", como suelen hacerlo los ancianos en las novelas rusas. La señorita Vrode-Vorodin, la prima entrada en años que le cuidaba la casa, entró oportunamente y condujo a Iris al cuarto vecino (iluminado por un resplandeciente cuadro de Serov, 1896: el retrato de la famosa belleza, Madame de Blagidze, en traje caucasiano) para servirle el té. El conde quería hablar de cosas serias conmigo y sólo disponía de diez minutos "antes de su inyección".
¿Cuál era el nombre de soltera de mi esposa?
Se lo dije. Reflexionó un instante y sacudió la cabeza. ¿Cómo se llamaba su madre?
También se lo dije. La misma reacción. ¿Y en cuanto al lado financiero del matrimonio?
Le dije que Iris tenía una casa, un loro, un automóvil y una renta modesta: no sabía exactamente cuánto.
Después de reflexionar otro tato, el conde Starov me preguntó si me interesaría un empleo permanente en la Cruz Blanca, No tenía nada que ver con Suiza. Era una organización que ayudaba a los rasos;.: cristianos en el mundo entero. El trabajo suponía viajas, relaciones interesantes, promoción a cargos importantes.
Rehusé con tal énfasis que el conde Starov dejó caer la cajita de plata que tenía en la mano y algunas inocentes pastillas se desparramaron sobre la mesa. Las barrió hacia la alfombra con un ademán displicente.
¿Cuáles eran mis planes, entonces?
Le dije que seguiría con mis sueños y pesadillas literarios. Iris y yo pasaríamos la mayor parte del año en París. París se estaba convirtiendo en el centro de la cultura y la indigencia émigrées.
¿Cuánto pensaba ganar?
Bueno, como N.N. lo sabía, las diferentes monedas nacionales iban perdiendo su identidad en el vértigo de la inflación, pero Boris Morozov, un distinguido escritor cuya fama había precedido a su exilio, me había suministrado algunos esclarecedores "ejemplos de existencia" hacía muy poco, en Cannes, donde había dado una conferencia sobre Baratynski en el círculo literaturnyylocal. En su caso, cuatro versos le alcanzaban para un bifsteck pommes, mientras que un par de ensayos en el Novosti emigratsüle aseguraba un mes de alquiler en una chambre garniebarata. También daba conferencias ante grandes auditorios por lo menos dos veces por año, cada una de las cuales le reportaban el equivalente de unos cien dólares.
Mi benefactor reflexionó acerca de todo eso y me dijo que mientras él viviera yo recibiría un cheque por la mitad de esa suma el primero de cada mes, y que me legaría una determinada cantidad en su testamentó. Mencionó la cifra. Su insignificancia me desconcertó. Ese fue un anticipo de los decepcionantes adelantos que los editores me ofrecerían después de una larga, promisoria, calculada pausa.
Iris y yo alquilamos un departamento de dos cuartos en el 16o arrondissement, rue Despréaux 23. El pasillo que comunicaba los cuartos llevaba, hacia el lado del frente, a un baño y una kitchenette. Como por principio e inclinación prefería dormir solo, cedí la cama matrimonial a Iris para dormir en un diván del salón. La hija del portero hacía la limpieza y nos cocinaba. Sus aptitudes culinarias eran limitadas, de manera que solíamos romper la monotonía de la sopa de verduras y la carne hervida comiendo en un restoranchikruso. Habríamos de pasar siete inviernos en ese pequeño departamento.
Gracias a la previsión de mi querido tutor y benefactor (¿1850?-1927), un anticuado cosmopolita con grandes influencias en los altos medios, por la época de mi casamiento me había convertido en subdito de un acogedor país extranjero y de ese modo evité la indignidad de un nansenskiy pasport (un certificado de asilado, en realidad), así como la vulgar obsesión por los "documentos", que provocaba tan perversa alegría entre los gobernantes bolcheviques; para quienes existía cierta semejanza entre las complicaciones burocráticas y el régimen Rojol y alguna afinidad entre la difícil situación civil de un expatriado lleno de trabas y la inmovilización política de un esclavo soviético. Por consiguiente, podía llevar a mi mujer a cualquier lugar de veraneo en el mundo sin esperar mi visa durante semanas enteras, y con el riesgo de que después me negaran la visa de retorno a nuestro ocasional país de residencia, en este caso Francia, a causa de alguna falla en nuestros preciosos y despreciables papeles. Hoy (1970), cuando en lugar de un pasaporte británico poseo el no menos poderoso de Norteamérica, todavía conservo como un tesoro aquella fotografía tomada en 1922 del joven misterioso que era entonces, con los ojos enigmáticos y sonrientes, la corbata a rayas y el pelo ondulado. Recuerdo viajes primaverales a Malta y Andalucía. Pero todos los veranos, hacia el l9 de julio, nos trasladábamos a Carnavaux y nos quedábamos allí uno o dos meses. El loro murió en 1925; el ayudante del jardinero desapareció en 1927. Ivor nos visitó dos veces en París y creo que Iris lo vio también en Londres, adonde viajaba dos veces por año para quedarse unos cuantos días con "amigos" a quienes yo no conocía, pero que parecían inofensivos (al menos hasta cierto punto).
Debí ser más feliz. Había planeado ser más feliz. Mi salud seguía inestable, con sombras amenazadoras que se insinuaban por entre los puntos más débiles. La fe en mi trabajo no me abandonaba; pero a pesar de sus conmovedores intentos por participar de ella, Iris permanecía ajena a mi obra que, a medida que se perfeccionaba, se le escapaba cada vez más. Tomaba lecciones de ruso que interrumpía durante largos períodos y acabó sintiendo una ciega y permanente aversión por el idioma. No tardé en advertir que había abandonado el esfuerzo por parecer atenta y brillante cuando en alguna reunión se hablaba ruso, y sólo ruso (después del primitivo francés que, como concesión a su incapacidad, se había mantenido durante unos pocos minutos iniciales).
En el mejor de los casos, eso era una circunstancia molesta; en el peor de los casos, podía llegar a ser angustiosa, pero no afectó mi salud mental tanto como otra amenaza que empezó a insinuarse.
Los celos, un gigante enmascarado que nunca se me había presentado durante las frívolas aventuras amorosas de mi primera juventud, ahora se erguían con los brazos cruzados, enfrentándome en cada rincón. Ciertos caprichos sexuales de mi dulce, tierna, dócil Iris; sus actitudes en el momento del amor; su abundante repertorio de caricias; la soltura y destreza con que adaptaba su flexible cuerpo a cualquier diseño de la pasión, eran testimonio de una rica experiencia. Antes de sospechar del presente, me creí obligado a sospechar del pasado. Durante los interrogatorios a que la sometía en mis peores noches, Iris descartaba sus amoríos anteriores como totalmente insignificantes, sin darse cuenta de que su reticencia daba más pábulo a mi imaginación que una verdad expuesta con los más crudos detalles.