¡Amada!

Soy incapaz de convencerme a mí mismo de que tú deseas romper cualquier relación con mí. Dios ve que te quiero más que a vida, más que a dos vidas, la tuya y la mía las dos juntas. ¿Estarás enferma? ¿O has encontrado a otro? ¿Otro amante? ¿Es eso? ¿Otra víctima de tus encantos? No, no, esta idea es demasiado terrible, demasiado humillante para ambos tú y mí.

Mi suplicación modesta y justa. ¡Concede sólo una entrevista más a mí! ¡Sólo una! Estoy preparado para ver a ti donde sea: en la calle, en un cajé, en la Selva de Boulogne. Pero tengo que revelar muchos misterios antes de morir. Oh, esta no es una amenaza. Juro que si nuestra entrevista tiene un resultado positivo, si dicho de otro modo, me concedes una esperanza, siquiera una esperanza, entonces consentiré un esperar un poco. Vero tienes que contestar a mí sin tardar, mi cruel, estúpida, adorada niña.

Tuyo

Jules

—Hay algo que la muchacha debería saber —dije después de doblar cuidadosamente el papel y metérmelo en el bolsillo para leerlo después con más cuidado»—. Ese Jules no es un corso romántico que escribe la carta de un crime passionnel. Es un chantajista ruso que apenas si sabe bastante inglés como para traducir las expresiones rusas más estereotipadas. Lo que me intriga es cómo te las has arreglado, con las tres o cuatro palabras que sabes en ruso —kak pozh'waete(¿Cómo le va?) y do sifidaniya(¡Hasta la vista!)—, para imaginar esos giros tan sutiles e imitar los errores en inglés que sólo un ruso podría cometer. Ya sé que el arte de imitar te viene de familia, pero...

Iris contestó (con el exquisito non sequitur que cuarenta años después yo pondría en boca de la protagonista de mi Ardis) que sí, yo tenía razón, ella se había confundido demasiado con esas lecciones de ruso y corregiría la impresión que producía la carta escribiéndola en francés (del que, según le habían informado, el ruso había tomado una buena cantidad de lugares comunes).

—Pero eso no es lo importante —agregó—. ¿No entiendes? Lo importante es qué sucederá después. Quiero decir, lógicamente... ¿Qué hará mi pobre muchacha con ese insoportable maniático? La chica está perturbada, perpleja, asustada. ¿Esta situación debe terminar en farsa o en tragedia?

—En el cesto de papeles —susurré, interrumpiendo mi trabajo para recibir en mi regazo el menudo cuerpo de Iris, como solía ocurrir, Dios sea loado, aquella fatal primavera de 1930.

—Devuélveme el borrador —suplicó Iris dulcemente, tratando de meterme la mano en el bolsillo de la bata.

Pero sacudí la cabeza y la abracé con más fuerza.

Mis celos latentes pudieron encenderse como una hoguera gigantesca ante la sospecha de que mi mujer hubiese transcrito una carta auténtica (enviada, por ejemplo, por uno de los desdichados, sucios poetastros emigres de pelo grasiento y elocuentes ojos acuosos que Iris solía encontrar en los salones de exiliados). Pero después de leer de nuevo la carta, resolví que era obra de Iris, con algunos errores trasplantados del francés ( supplication, avec moi, sans tarder) y otros que podrían ser ecos subliminales del volapuka que había estado expuesta durante las clases con sus profesoras de ruso, a lo largo de ejercicios bilingües o trilingües de manuales grotescos. Así, en lugar de aventurarme en una maraña de horribles conjeturas, todo cuanto hice fue guardar ese delgado papel (con sus líneas de márgenes desparejos, tan característicos de su escritura a máquina) en mi desvaída y cuarteada billetera, junto con otros recuerdos, otras muertes.

13

La mañana del 23 de abril de 1930 el chillón timbrazo del teléfono instalado en el pasillo me sorprendió en el acto de meterme en la bañera.

¡Ivor! Acababa de llegar a París desde Nueva York para asistir a una importante conferencia, estaría ocupado toda la tarde, se iría al día siguiente, le gustaría...

Aquí intervino Iris, desnuda; con gran delicadeza, sin urgencia, con una sonrisa radiante, se apoderó del receptor que seguía monologando. Un minuto después (su hermano, fueran cuales fuesen sus defectos, hablaba por teléfono con admirable concisión), todavía sonriente, me abrazó y ambos nos trasladamos a su dormitorio para nuestro último ja ire la mourir, como decía en su tierno, aberrante francés.

Ivor pasaría a buscarnos a las siete de la tarde. Ya me había puesto mi viejo smoking; Iris estaba parada de sesgo frente al espejo del pasillo (el mejor y el más límpido de la casa), girando lentamente mientras procuraba reflejar la parte trasera de su melena sedosa y oscura en el espejo de mano que sostenía a la altura de la cabeza.

—Si estás listo —dijo—, quisiera que compraras unas aceitunas. Ivor vendrá aquí después de la cena y le gusta comerlas con su "último cognac".

Bajé, crucé la calle, me estremecí (era una noche inhóspita) y empujé la puerta de la fiambrería que estaba frente a casa. A mi espalda un hombre impidió con mano enérgica que la puerta se cerrara. Llevaba impermeable militar y boina. La cara oscura se le crispó. Reconocí al teniente Starov.

—¡Vaya! —dijo—. Hace un siglo que no nos vemos.

La nube de su aliento me trajo un tufo químico. Una vez yo había intentado aspirar cocaína (que sólo me hizo vomitar). Pero esa era otra droga.

Se quitó el guante negro para uno de esos apretones de mano circunstanciales que mis compatriotas creen oportuno dar en cada entrada y salida, y la puerta liberada lo golpeó entre los omóplatos.

—¡Agradable encuentro! —siguió en su curioso inglés (no hacía alarde de él, como habría podido suponerse; más bien lo usaba por asociación de ideas inconsciente)—. Lo veo de smoking. ¿Banquete?

Mientras compraba las aceitunas le contesté en ruso que sí, en efecto, mi mujer y yo cenaríamos fuera. En seguida le di un fugaz apretón de mano, aprovechando que la vendedora se había vuelto hacia él para la próxima transacción.

—¡Qué lástima! —exclamó Iris—. Quería aceitunas negras, no verdes.

Le dije que no estaba dispuesto a volver porque no quería encontrarme de nuevo con Starov.

—Oh, es un individuo detestable —dijo Iris—. Estoy segura de que ahora vendrá a visitarnos, con la esperanza de que le ofrezcamos un poco de vo-duch-ka— Lamento que le hayas dirigido la palabra.

Abrió la ventana y se asomó en el preciso instante en que Ivor salía del taxi. Iris le sopló un exuberante beso y gritó, con ademanes ilustrativos, que bajaríamos de inmediato.

—¡Cómo me gustaría que llevaras capa! —me dijo mientras bajábamos la escalera—. Nos envolveríamos los dos con ella, como los gemelos siameses de tu cuento. ¡Vamos, rápido!