Nadezhda Gordonovna llegó a París desde alguna de las islas Orkney acompañada de un amigo eclesiástico, después del entierro de su marido. Impulsada por un falso sentido del deber, intentó verme para contármelo "todo". La evité con eficacia. Pero Nadezhda Gordonovna se las arregló para encontrarse con Ivor en Londres, antes de que él regresara a los Estados Unidos. No pregunté nada a ese extravagante amigo mío, que tampoco me reveló nunca en qué consistía ese "todo". Me niego a creer que fuera algo demasiado importante (y por otro lado, ya sabía demasiado). No soy hombre vengativo; pero me complace imaginar ese trencito que da vueltas sin cesar, eternamente.

SEGUNDA PARTE

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Una curiosa forma del instinto de conservación nos impulsa a librarnos inmediatamente, irrevocablemente, de todo cuando ha pertenecido a urr ser amado a quien hemos perdido. De lo contrario, las cosas que ese ser ha tocado cada día y ha mantenido en su contexto habitual mediante el acto de utilizarlas, adquieren una espantosa y frenética vida propia. Las ropas se llenan de sí mismas, los libros empiezan a volver sus propias páginas. Nos ahogamos en el círculo cada vez más estrecho de esos monstruos desubicados, deformados porque su dueño no puede asistirlos. Y ni siquiera el más valiente de nosotros es capaz de soportar la mirada del ser desaparecido en el espejo que lo sobrevive.

Cómo librarse de esos objetos es otro problema. No podía ahogarlos como gatos recién nacidos: a decir verdad, era incapaz de ahogar un gato, sin hablar ya del cepillo o el bolso de Iris. Tampoco podía soportar la idea de que un extraño se llevara esas cosas y volviera en busca de otras. De manera que resolví abandonar el departamento y ordené a la criada que dispusiera a su antojo de todas esas cosas repudiadas. ¡Repudiadas! En el momento de partir, me parecieron normales, inofensivas; hasta diría que tenían un aire de perplejo abandono.

Al principio traté de instalarme en un hotel de tercer orden en el centro de París. Me proponía luchar contra el terror y la soledad trabajando el día entero. Terminé una novela, empecé otra, escribí cuarenta poemas (el trigo y la cizaña en el mismo granero), una docena de cuentos, siete ensayos, tres reseñas devastadoras, una parodia. Durante las noches, el recurso para no perder el juicio consistía en tragar una píldora especialmente poderosa o en pagarme una compañera de lecho.

Recuerdo un peligroso amanecer de mayo (¿1931 o 1932?). Todos los pájaros (en su mayoría gorriones) cantaban como en el mayo de Heine con fuerza demoníaca: por eso sé que debió ser una maravillosa mañana de mayo. Estaba acostado, con la cara vuelta hacia la pared, pensando de manera confusa si acaso no "nos" convendría trasladarnos en el automóvil a Villa Iris más temprano que de costumbre. Pero un obstáculo impedía ese viaje: el auto y la casa estaban vendidos, según me había dicho la propia Iris en el cementerio protestante (los amos de su fe y su destino prohibían la cremación). Me volví en la cama hacia la ventana: Iris yacía a mi lado, con la oscura melena dirigida hacia mí. Di un puntapié a las sábanas. Iris estaba desnuda, aunque conservaba puestas las medias negras (cosa extraña, pero que al mismo tiempo recordaba algo de un mundo paralelo, pues mi mente cabalgaba simultáneamente en dos caballos de circo). En una nota erótica al pie de página me recordé a mí mismo, por milésima vez, que debía mencionar en alguna parte hasta qué punto es seductora la espalda de una muchacha con el contorno de la cadera acentuado por la posición yacente, una pierna apenas doblada. J'ai froid, dijo la muchacha cuando le toqué el hombro.

El término ruso para indicar cualquier clase de traición, infidelidad, deslealtad, es la serpeante, untuosa palabra izmena, basada en la idea de cambio, desvío, metamorfosis. Tal derivación nunca se me había ocurrido en mis constantes pensamientos acerca de Iris, pero en ese instante se me reveló como un hechizo, como la transformación de una ninfa en una prostituta. Eso suscitó en mí una estrepitosa protesta. Un vecino golpeó la pared; otro llamó a la puerta. La muchacha, aterrorizada, tomó su bolso, mi impermeable y huyó del cuarto para dejar paso a un individuo de barba, grotescamente ataviado con un camisón y chanclos de goma. El crescendo de mis gritos —gritos de rabia y desesperación—, terminó en un acceso de histeria. Creí que intentaban llevarme a un hospital. En todo caso, era preciso que encontrara otro alojamiento sms tarder, frase que no podía oír sin un espasmo de angustia por asociación mental con la carta del amante de Iris.

La imagen de un paisaje flotaba sin cesar ante mis ojos como una alucinación visual. Dejé vagar el índice al azar por un mapa del norte de Francia. La uña se detuvo en la ciudad de Petiver o Petit Ver, un verso o un gusano pequeño, que me pareció idílica. Un ómnibus me llevó a una estación que no estaba lejos de Orléans, según creo. Todo lo que recuerdo de la casa donde viví es el piso extrañamente inclinado, que correspondía a la inclinación del techo del café situado bajo mi cuarto. También recuerdo un parque verde pastel, hacia el este de la aldea, y un viejo castillo. El verano que pasé allí es una mezcla de colores en el espejo empañado de mi mente. Pero escribí algunos poemas, el último de los cuales (sobre una compañía de acróbatas que se exhiben en el atrio de una iglesia) ha aparecido reimpreso muchas veces en el trascurso de cuarenta años.

Cuando volví a París me encontré con que mi buen amigo Stepan Ivanovich Stepanov, un destacado periodista en buena situación económica (era uno de los pocos rusos que habían tenido la idea de transferirse a sí mismos al extranjero junto con sus bienes, antes del coupbolchevique) no sólo había organizado mi segunda o tercera lectura pública ( vecher, "atardecer" es el término ruso destinado a esa clase de actuación), sino que además me proponía que me quedara en una de las diez habitaciones de su anticuado caserón. (¿Avenue Koch? ¿Roche? Estaba o está cerca de la estatua de un general cuyo nombre se me escapa, pero que sin duda acecha en algunas de mis viejas notas.)

Los residentes de la casa eran por ese entonces el señor y la señora Stepanov, la hija casada de ambos, la baronesa Borg, un hijo de once años" de esta última (el barón, hombre de negocios, estaba en Inglaterra enviado por su compañía) y Grigoriy Reich (¿1899-1942?), un dulce, melancólico, esbelto joven poeta sin el menor talento que con el seudónimo Lunin enviaba una elegía semanal al Novostiy trabajaba como secretario de Stepanov.

No podía resistirse a la tentación de bajar todas las noches para asistir a las frecuentes reuniones de personajes literarios y políticos, en el ornado salón o en el comedor, con su inmensa mesa ovalada y el retrato al óleo, en pied, del joven hijo de Stepanov, muerto en 1920 al tratar de salvar a un camarada de escuela que se ahogaba. Miope, lleno de brusca animación, Alexander Kerenski solía estar presente, levantando con violencia el monóculo para mirar a un extraño o saludar a un viejo amigo con un veloz chiste dicho en voz ronca, ensordecida durante el fragor de la revolución. Ivan Shipogradov, eminente novelista y reciente premio Nobel, también solía estar presente en esas reuniones, irradiando talento y gracia, y —después de unos tragos de vodka— deJcitando a sus íntimos con los típicos cuentos verdes rusos, cuyo arte consiste en el rústico entusiasmo y el cariñoso respeto con que aluden a nuestros órganos más privados. Mucho menos interesante era la figura de Vasiliy Sokolovski, el viejo rival de I. A. Shipogradov, un frágil hombrecito de traje abolsado a quien I. A. se refería con el curioso apodo de "Jeremy" y que desde el comienzo del siglo dedicaba volumen tras volumen a la historia mística y social de un clan ucraniano, iniciado como una humilde familia de tres miembros en el siglo xvi y convertido en toda una aldea, desbordante Je mito y folklore, en el volumen sexto (1920). Era reconfortante ver los rasgos duros, inteligentes, del viejo Morozov, su melena descuidada, sus ojos brillantes, cristalinos. Y por un motivo especial, yo observaba atentamente al rechoncho y solemne Basilevski: no porque pareciera a punto de iniciar o de terminar una pelea con su joven amante —una belleza felina que escribía versos ramplones y coqueteaba vulgarmente conmigo—, sino porque tenía la esperanza de que ya hubiera averiguado cómo me había burlado de él en el último número de una revista literaria en que ambos colaborábamos. Aunque su inglés era insuficiente para interpretar, por ejemplo, a Keats (a quien definía como "un esteta prewildeano en los comienzos de la era industrial"), Basilevski se complacía en esos intentos. Al analizar el "no del todo desagradable preciosismo" de mis propias obras, él había citado imprudentemente un verso muy popular de Keats, traduciéndolo así: