A mediados de la década del treinta, en la negra, execrable París, recuerdo que visité a una pariente lejana (sobrina de la dama de ¡Mira los arlequines!). Era una dulce anciana extranjera. Permanecía el día entero sentada en una mecedora de respaldo recto, expuesta a los continuos ataques de tres, cuatro, más de cuatro niños infernales a quienes cuidaba (era un empleo que le había ofrecido la Asociación de Ayuda a las Damas Nobles Rusas Indigentes), mientras sus padres trabajaban en lugares quizá menos sórdidos que los medios de transporte utilizados para trasladarse a ellos. Me senté a los pies de la anciana en un viejo escabel. Sus palabras fluían suavemente, sin pausa, reflejando la imagen de días luminosos, llenos de riqueza, serenidad y bondad. Pero mientras tanto, uno de esos niños monstruosos, bizco y con boca de negrero, se arrojaba sobre ella desde su escondrijo tras un biombo o bajo una mesa y le sacudía la mecedora o le tiraba de la falda. Cuando los chillidos aumentaban demasiado, la dama pestañeaba apenas, sin que ello alterara su sonrisa reminiscente. Tenía al alcance de la mano un espantamoscas que de cuando en cuando esgrimía para alejar a los agresores más audaces; pero jamás interrumpía su tenue monólogo, y yo comprendí que también debía ignorar la barahúnda y el alboroto que la rodeaban.

Debo admitir que mi vida, mi modo de conducirme, la voz de las palabras que era mi única alegría y la secreta lucha con la forma engañosa de las cosas se parecían de algún modo a la actitud de la pobre anciana. Y advierto que esos eran mis mejores días, apenas perturbados por las muecas de un grupo de duendes que lograba mantener a raya.

El brío, la fuerza, la claridad de mi arte permanecían intactos —al menos en cierta medida. Disfrutaba, me obligaba a mí mismo a disfrutar de la soledad del trabajo y esa otra soledad, aún más sutil, del escritor que tras el brillante escudo de su manuscrito enfrenta un público amorfo, apenas visible en su oscura platea.

La confusión de obstáculos espaciales que separaban mi lámpara de cabecera y el atril que usaba para las lecturas públicas me era evitada gracias a la solicitud de amigos que me ayudaban a trasladarme a algún salón remoto sin que tuviera que luchar con los boletos de ómnibus, horriblemente pequeños, delgados, pegajosos, o sin necesidad de aventurarme en el estrepitoso laberinto del Metro. No bien me sentía a salvo en el estrado, con mis páginas escritas a mano o mecanografiadas a la altura de mi esternón sobre el atril, olvidaba por completo la presencia de trescientos oyentes. Un botellón de agua con vodka, mi único estimulante para las lecturas, era también mi único vínculo con el universo material. Como el foco de luz proyectado por un pintor sobre la oscura frente de un extático sacerdote en el momento de la revelación divina, la iluminación que me enmarcaba revelaba con precisión oracular las imperfecciones de mi texto. Un biógrafo ha anotado que no sólo aminoraba de cuando en cuando el ritmo de mi lectura mientras tomaba un lápiz y reemplazaba una coma por un punto y coma, sino que además solía detenerme y fruncir el ceño ante una frase, para releerla, tacharla, agregar una corrección y "releer una vez más el pasaje entero con una especie de desafiante complacencia".

Mi letra era muy legible en las copias definitivas, pero me sentía más cómodo con una página mecanografiada. Pero ya no tenía mecanógrafa. Publicar el mismo aviso en el mismo periódico habría sido un desatino: era incitar a que Lyuba regresara henchida de renovadas esperanzas para iniciar de nuevo su insoportable ciclo.

Llamé a Stepanov, pensando que podría ayudarme; me dijo que quizá pudiera y, después de un aparte con su puntillosa mujer, a milímetros del teléfono (todo cuanto pude entender fue "los locos son imprevisibles"), ella resolvió encargarse del asunto. Conocían a una muchacha muy decente que había trabajado en el jardín de infantes ruso Passy na Rousial que Dolly había ido cuatro o cinco años antes. La muchacha se llamaba Anna Ivanovna Blagovo. ¿Conocía yo a Oksman, el dueño de la librería rusa de la rue Cuvier?

—Sí, un poco. Pero quisiera preguntarle...

—Bueno —siguió la señora Stepanov, interrumpiéndome—, Annette sekretarstvovcda para él cuando la mecanógrafa que empleaba se enfermó. Pero como ahora la mecanógrafa se ha repuesto, usted podría...

—Muy bien —dije—. Pero quiero preguntarle algo, Berta Abramovna: ¿por qué me ha acusado de ser "un loco imprevisible"? Puedo asegurarle que no tengo la costumbre de violar a las muchachas...

—Gospod's vami, golubchik! (¡Qué idea, querido!) —exclamó la señora Stepanov, y me explicó que había dicho la frase a su marido, al verlo sentarse distraídamente sobre su cartera nueva cuando atendió el teléfono.

Aunque no creí una sola palabra de su versión (¡tan rápida, tan traída de los pelos!) fingí aceptarla y prometí ir a ver al librero. Pocos minutos después estaba a punto de abrir la ventana y desnudarme frente a ella (en momentos de penosa viudez una apacible noche primaveral es la mejor voyeuse que pueda imaginarse), Berta Stepanov me telefoneó para decirme que Oksman solía quedarse hasta el amanecer entre la pesadilla de sus estanterías. (Asocié el nombre Oksman a la palabra inglesa oxman: boyero. ¡Qué estremecimiento provocaban en mi Iris algunos episodios en el zoológico de la isla del doctor Moreau, sobre todo aquella "forma aullante", aún semivendada, que escapaba del laboratorio!) La señora Stepanov sabía muy bien, je-je (ironía rusa), que yo era un noctámbulo. Quizá podría ir hasta la librería de Oksman sans tarder, sin tardanza, frase abominable. Sí, iría hasta allí.

Después de ese desapacible llamado, no encontré demasiado que elegir entre mi lucha contra el insomnio y un paseo hasta la rue Cuvier, que da al Sena, donde según las estadísticas policiales, en el período entre ambas guerras se ahogó cada año un término medio de cuarenta extranjeros y sabe Dios cuántos desdichados franceses. Nunca he sentido la menor inclinación hacia el suicidio, ese absurdo despilfarro del Yo (una piedra preciosa bajo cualquier luz). Pero debo admitir que esa noche, en el cuarto, quinto o quincuagésimo aniversario de la muerte de mi amada, debía tener un aspecto harto sospechoso (con mi traje negro y mi dramática bufanda) ante los ojos de cualquier policía de la zona ribereña. Y es muy mala señal que un hombre sin sombrero ande por las calles sollozando, conmovido no por versos que él mismo podría haber escrito, sino por algo que abominablemente confunde con su propia obra; un hombre que pronto se acobarda, pero es demasiado cobarde para rectificarse:

Zvezdoobraznost' nebesnyh zvyozd

Vidish' tol'ko skvoz' ilyozy...

(Los astros celestiales sólo se ven como estrellas

a través de lágrimas.)

Ahora soy mucho más valiente, desde luego, más valiente y orgulloso que el ambiguo matón que avanzaba aquella noche entre una cerca que parecía infinita, cubierta de carteles en jirones, y una hilera de faroles espaciados cuya luz elegía exquisitamente para, su desgarrador juego en las alturas a una joven hofa de tilo, brillante como una esmeralda. Confieso que aquella noche, y la siguiente, así como las que las precedieron, me perturbaba la vaga sensación de que mi vida era una hermana gemela no idéntica, una parodia, una variante de la vida de otro hombre que vivía en alguna parte de esta o de otra tierra. Sentía que un demonio me obligaba a imitar a ese otro hombre, a ese otro escritor que era y sería siempre incomparablemente más grande, más sano, más cruel que este humilde servidor.