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La Editorial "Boyan" (Morozov y yo publicábamos en "El Jinete de Bronce", su principal rival), con una librería (donde se vendían no sólo ediciones émigrées, sino también novelas rurales de Moscú) y una biblioteca circulante, ocupaba un elegante edificio de tres pisos del tipo hotel particulier. En mi época, se alzaba entre un garaje y un cinematógrafo; cuarenta años antes (en la perspectiva de una metamorfosis al revés), el primero había sido una fuente y el segundo un grupo de ninfas de piedra. La casa había pertenecido a la familia Merlin de Malaune y a fines de siglo la había comprado un ruso cosmopolita, Dmitri de Midoff, que con su amigo S. I. Stepanov estableció en ella la sede de una conspiración antidespótica. Stepanov se complacía en recordar las contraseñas de la anticuada rebelión: una cortina a medio correr y un florero de alabastro expuesto tras la ventana del salón indicaban al huésped que debía llegar de Rusia que la vía estaba libre. En aquellos años jamás faltaba el toque estético en las intrigas revolucionarias. Midoff murió poco después de la primera guerra mundial y por aquella época'el Partido Terrorista, al que pertenecían esos hombres tan refinados, ya había perdido su "atractivo estilístico", como solía decir el propio Stepanov. No sé quién compró después la casa ni cuándo la alquiló Oks (Osip Lvovich Oksman, ¿1885?-¿1943?) para su librería.
La casa era oscura, a pesar de las tres ventanas: dos rectángulos de luz adyacentes en el piso superior, en d8 y e8, según la notación europea (la letra indica la fila y el número la posición en un tablero de ajedrez), y otra boca de luz justo debajo, en e7. Santo Dios, ¿habría olvidado en mi casa la nota que había escrito para la desconocida señorita Blagovo? No, la llevaba en el bolsillo de la chaqueta, bajo la vieja bufanda del Trinity College, tan querida, tan larga, tan insoportablemente abrigada. Vacilé entre una puerta lateral, a mi derecha —con una placa que decía Magazin— y la entrada principal, con una corona de ajedrez sobre el timbre. Me decidí por la corona. Había iniciado una partida relámpago: mi adversario hizo de inmediato su jugada, iluminando el abanico de vidrios sobre la puerta de la entrada en d6. No pude sino preguntarme si acaso no existirían debajo de la casa otros cinco pisos que completarían el tablero de ajedrez sobre el cual, en un subterráneo misterio, nuevos hombres decidirían la suerte de una tiranía aún más atroz.
Oks, un anciano alto, huesudo, de cabeza shakespeareana, empezó a decirme qué honrado se sentía ante la oportunidad de dar la bienvenida al autor de Camera. Le metí en la mano extendida la nota que llevaba conmigo y me dispuse a largarme de allí. Pero Oks estaba habituado a vérselas con escritores histéricos. Nadie podía resistirse a su estilo dulzón y rezumante de literatura.
—Sí, ya sé de qué se trata —dijo, reteniéndome y palmeándome la mano—. Ella lo llamará, aunque a decir verdad, no envidio a quien utilice los servicios de esa joven caprichosa y distraída. Subiremos a mi estudio, aunque quizá usted prefiera... no, no lo creo —siguió, mientras abría una puerta doble a la izquierda y dudaba antes de encender la luz para revelar por un instante un helado cuarto de lectura en el cual una larga mesa cubierta de bayeta, unas cuantas sillas desvencijadas y unos baratos bustos de clásicos rusos se oponían al cielo raso pintado de manera encantadora, lleno de niños desnudos entre racimos de uvas purpúreas, rosadas, ambarinas. A la derecha (nueva vacilación al encender otra luz) un breve pasillo conducía a la tienda misma, donde recordé la pelea que tuve en cierta ocasión con una vieja descarada que se opuso a mis deseos de no pagar unos pocos ejemplares de una novela mía.
Oks y yo subimos las escaleras que en otras épocas habían sido tan nobles y que ahora poseían un detalle muy pocas veces visto, siquiera en las historietas vienesas: dos balaustradas absolutamente dispares, la izquierda nueva, con detestable pasamano de hierro; la otra con la labrada madera original, malherida, condenada a muerte, pero aún encantadora con sus balaustres en forma de piezas de ajedrez agrandadas.
—Me siento muy honrado... —empezó de nuevo Oks cuando llegamos a lo que llamaba su Kabinet(estudio), un cuarto atestado de libros de cuentas, libros envueltos, libros semienvueltos, torres de libros, montañas de periódicos, panfletos, pruebas de galera y colecciones de unos delgados libros de poemas, blancos y en rústica, trágicos despojos con los títulos fríos y discretos por entonces de moda: Prokhlada("Frialdad"), Sderzhannost'("Contención").
Oks era una de esas personas que por un motivo u otro solemos interrumpir, pero a quienes ninguna fuerza de nuestra bendita galaxia impedirá nunca que completen una frase, a pesar de nuevas interrupciones de índole poética o elemental, tales como la muerte de su interlocutor ("En ese momento estaba diciéndole, doctor...") o la entrada de un dragón. En realidad, parecería que esas interrupciones sólo sirven para ayudar a pulir la frase y darle su forma definitiva. En el ínterin, la terrible comezón producida por el ser incompleto de esa frase envenena la mente. Es algo peor que el grano que no podemos apretarnos antes de regresar a casa, y casi tan atroz como el recuerdo de un condenado a prisión perpetua que evoca aquel último placer que estuvo a punto de tomarse con un tierno capullo y fue malogrado por la intrusión de un maldito policía.
—Me siento profundamente honrado —acabó por fin Oks— por dar la bienvenida en esta histórica casa al autor de Camera Obscura, el mejor de sus libros, en mi modesta opinión.
—Hace bien en ser modesta —dije, dominándome a duras penas (hielo opalino en Nepal antes del alud)—. ¿No sabe usted, idiota, que el título de mi novela es Camera Lucida?
—Vamos, vamos... —dijo Oks (en verdad, un hombre muy bienintencionado y caballeresco) después de una terrible pausa durante la cual todos los recuerdos acumulados en su memoria se abrieron como flores de cuento de hadas en una película fantástica—. Un lapsus linguaeno merece respuesta tan dura. —¡Lucida, Lucida, es verdad! A propos —agregó, refiriéndose a Anna Blagovo (asunto del que aún no habíamos hablado, o quizá un patético intento de distraerme y calmarme con una anécdota interesante)—, no estoy seguro de que usted sepa que soy primo hermano de Berta. Hace veinticinco años, ella y yo trabajábamos en San Petersburgo para la misma organización estudiantil. Planeábamos el asesinato del primer ministro. ¡Cuánto tiempo hace de todo eso! Debíamos estudiar cuidadosamente el itinerario cotidiano del ministro. Yo era uno de los observadores. ¡Parado todos los días en una esquina, disfrazado de vendedor de helados de vainilla! ¿Puede imaginarse semejante cosa? Nada resultó de nuestros planes. Los desbarató Azef, el gran contraespía.
No vi motivos para prolongar mi visita, pero Oks tomó una botella de cognac y acepté una copa, porque ya empezaba a temblar de nuevo.
—Su Camera—dijo Oks, consultando un libro de cuentas— no se ha vendido mal en nuestra librería, nada mal: veintitrés, no, perdón, veinticinco ejemplares en la primera mitad del año pasado y catorce en la segunda. Desde luego, la verdadera fama, a diferencia del éxito comercial, depende de la salida que tiene un libro en la Sección Préstamos. Y en ella sus obras son las más populares. Para comprobarlo, subamos a la biblioteca circulante.