6

En el trascurso de mi larga vida he comprobado —o creo haber comprobado— que cuando estaba a punto de enamorarme (o cuando todavía ignoraba que me había enamorado) tenía un sueño en el cual se me presentaba una latente amada, envuelta en la penumbra del alba y en un escenario algo pueril, entre ciertas agitaciones que conocí durante mi adolescencia, mi juventud, mi locura y mis voluptuosidades de viejo agonizante. La sensación de que ese sueño se repetía ("creo haber comprobado") quizá sea engañosa: por ejemplo, tal vez haya tenido ese sueño una o dos veces ("en el trascurso de mi larga vida") y su familiaridad sea tan sólo la del cuentagotas que llega con las gotas. El lugar donde ocurre el sueño, en cambio, no es un cuarto conocido, sino uno de esos que nos recuerdan las habitaciones en que, de niños, nos despertábamos después de una fiesta de Navidad o una fiesta del día de San Juan, en una gran casa perteneciente a extraños o a primos lejanos. La impresión es que las camas, dos camitas en este caso, han sido trasladadas y puestas cada una contra las paredes opuestas de un cuarto que no es un dormitorio, en realidad. Un cuarto sin otros muebles que esas dos camas separadas: los dueños de casa son perezosos o económicos, como ocurre en mis sueños, así como en los relatos primitivos.

En una de las camas acabo de despertar de un sueño secundario o que sólo ha consistido en fórmulas trilladas; en la cama que está contra la pared de la derecha (el sueño también suministra orientación), una chica, una variante de Annette más joven, más esbelta, más alegre en esta versión de la historia (que sucede en el verano de 1934 y, según mis cálculos, durante el día) habla consigo misma en voz baja y alegremente. En realidad, según advierto con una deliciosa aceleración de las pulsaciones en mis zonas inferiores, finge hablar o sólo habla para mí, para que repare en ella.

La idea que en seguida me pasa por la mente (y que intensifica las pulsaciones) es que es muy raro que se asigne a un muchacho y una chica el mismo dormitorio improvisado: por error, sin duda, o tal vez porque la casa está llena y la distancia entre las dos camas, a través del suelo vacío, se ha considerado lo bastante grande como para respetar el decoro en el caso de dos niños (mi promedio de edad ha sido de trece años durante toda mi vida). La copa del placer ya está llena hasta el borde y antes que se derrame me apresuro a atravesar en puntas de pie el parquet desnudo hasta la cama de la niña. Su pelo rubio se interpone ante mis besos, pero mis labios encuentran al fin su mejilla y su cuello, y su camisón tiene botones, y ella dice que la criada ha entrado en el cuarto, pero es demasiado tarde, no puedo contenerme, y la criada, que es también una belleza, nos mira riendo.

El sueño que tuve al mes de conocer a Annette, la imagen de Annette que se me presentó en él, esa primera versión de su voz, su pelo suave, su piel delicada, me obsesionaban y me deslumbraban con deleite: el deleite de descubrir que amaba a la pequeña señorita Blagovo. Por la época del sueño, ella y yo teníamos relaciones formales, archiformales, a decir verdad, de modo que no podía contarle mi sueño con las ineludibles evocaciones y asociaciones (que he registrado en estas notas). Y decir tan sólo "he soñado con usted" habría sonado muy convencional. Hice algo mucho más valiente y honroso. Antes de revelarle lo que ella llamaba (hablando de otra pareja) mis "intenciones serias" y antes de resolver el enigma de por qué la amaba, decidí informarla de mi enfermedad incurable.

Era elegante, era lánguida, era más bien angelical en un sentido y tremendamente estúpida en otros. Yo me sentía solo, asustado y atenaceado por el deseo, aunque no lo bastante como para prevenirla mediante un ejemplo —a medias paradigma y a medias lección práctica— de lo que debía afrontar si consentía en casarse conmigo.

Milostivaya Gosudarynya

Anna Ivanovna! (Léase Estimada señorita Blagovo)

Antes de hablarle personalmente de un tema de importancia fundamental, le ruego que me acompañe en la realización de un experimento que describirá mejor que un docto artículo las típicas facetas del perturbado cristal de mi mente. Consiste en lo que sigue:

Con el permiso de usted, ahora es de noche y estoy en la cama (decorosamente vestido, desde luego, y con todos los órganos en decente reposo), acostado en posición supina e imaginando un momento cualquiera en un lugar cualquiera. Para proteger aún más la pureza del experimento, resolvamos que el lugar visualizado sea una pura invención. Me imagino a mí mismo saliendo de una librería y deteniéndome en el cordón de la acera antes de cruzar la calle hacia el pequeño café que está justo enfrente. El sol de la tarde ocupa una de sus sillas y la mitad de una mesa. Toda la sección del café al aire libre está vacía y es muy acogedora: del reciente chaparrón no queda más que el brillo. En este instante me detengo de golpe, porque recuerdo que tenía un paraguas.

No quiero aburrirla, glubokouvazhaemaya (querida) Anna Ivanovna, y menos aún arrugar esta tercera o cuarta hoja con el ruido crujiente que sólo hace el papel castigado. Pero la escena no es bastante esquemática ni abstracta, de manera que permítame usted rehacerla.

Yo, Vadim Vadimovich, su empleador y amigo, acostado en la cama y sumido en una oscuridad ideal (hace un minuto que me he levantado para correr una vez más la cortina sobre la lima, que atisbaba entre los pliegues de dos párrafos), imagino al Vadim Vadimovich diurno cruzando una calle desde una librería hasta un café con mesas en la acera. Estoy metido dentro de mi yo vertical: no miro hacia abafo sino hacia adelante, y por eso apenas tengo conciencia de la confusa parte central de mi figura corpulenta, de las puntas de mis zapatos que se alternan y de la forma rectangular del paquete que llevo bajo el brazo. Me imagino a mí mismo dando los veinte pasos necesarios para llegar a la acera opuesta y parándome de golpe con una kreproducible palabrota para decidirme a volver en busca del paraguas olvidado en la librería.

Existe una afección que aún carece de nombre, Anna (permítame que la llame así: soy diez años mayor que usted y estoy muy enfermo); mi sentido de la dirección o, más bien, mi capacidad para concebir el espacio está terriblemente perturbada, ya que en este momento no logro ejecutar mentalmente, en la oscuridad de mi cama, el simple movimiento de dar media vuelta (¡un acto que ejecuto sin pensar en la realidad física!), que me permitiría representarme instantáneamente el asfalto ya atravesado como si estuviera de nuevo frente a mí, y la vidriera de la librería como algo al alcance de mi vista y no como algo que permanece en alguna partera mis espaldas.

Quisiera demorarme un momento en el procedimiento que debo emplear y en mi inhabilidad para seguirlo con la mente (¡con mi mente obstinada y rebelde!). Para llegar a imaginar el proceso cardinal, debo invertir el decorado: debo conseguir que la calle entera, con las macizas fachadas de sus casas delante y detrás de mí, cambie por completo de dirección en el lento arco de un semicírculo, lo cual es como tratar de mover la colosal caña de un timón herrumbrado y recalcitrante para que en gradación consciente un Vadim Vadimovich que mira hacia el este se convierta en otro enceguecido por el sol de occidente. El solo pensar esa acción sume al hombre acostado en tal confusión que prefiere renunciar por completo a su intento de dar media vuelta y cambiando de idea emprende con su imaginación la travesía de regreso como si fuera un viaje inicial, sin haber cruzado antes la calle, y de ese modo suprime todo el horror intermedio (¡el horror de hendir el espacio, que destroza el pecho del viajero!).