Le gustaban los largos paseos por el parque, entre las tranquilas hayas y los niños que eran la imagen del futuro; la estusiasmaban los cafés, los desfiles de modelos, los partidos de tenis, las carreras circulares de bicicletas en el Vélodrome y sobre todo el cinematógrafo. Pronto advertí que esas diversiones le despertaban ganas de hacer el amor; y en aquellos días de París yo era fuerte, tremendamente amoroso e incapaz de soportar negativas caprichosas. Sin embargo, evité las dosis excesivas de deportes atléticos (una metronómica pelota de tenis yendo y viniendo, o las horribles piernas peludas de jorobados sobre ruedas).

La segunda mitad de la década del treinta que pasamos en París se caracterizó por un maravilloso auge de las artes exiliadas. Y sería presuntuoso y necio de mi parte no admitir que pese a lo que escribieron sobre mí algunos de los críticos más deshonestos, permanecí en la cumbre de ese período. En los salones de conferencias, en las trastiendas de los cafés más frecuentados, en las reuniones literarias, me divertía señalar a mi silenciosa y elegante compañera a los diversos necrófagos del infierno, a los peores rastreros, a las benévolas nulidades, a los despóticos jefes de grupo, a los chiflados, a los piadosos pederastas, a las lesbianas de encantadora histeria, a los viejos realistas de mechones grises, a los talentosos, iletrados, intuitivos nuevos críticos (Adam Atropovich era su inolvidable jefe).

Advertí con una especie de erudito placer (semejante al de practicar lecturas paralelas) qué atentos, qué deseosos de agradarla se mostraban los tres o cuatro grandes maestros de las letras rusas, siempre vestidos de negro (hombres a quienes admiraba con agradecido fervor no sólo porque los altos principios de su arte habían fascinado mis primeros años, sino también porque la prohibición de sus libros, por los bolcheviques representaba la interdicción más importante, absoluta e inmortal del régimen stalinista y leninista). No menos emprcssc's en torno a ella (quizás con la ansiedad subliminal de ganarse el raro elogio que yo concedía a la pura voz de los impuros) se mostraban algunos jóvenes escritores a quienes su dios había creado con dos caras: despreciablemente corrompida o inane a un lado de su ser, y deslumbrante de genio al otro lado. En una palabra, la aparición de Annette en el beau monde de la literatura émigrée reproducía de manera harto divertida el Capítulo Octavo de Eugene Onegin, con la princesa de N. moviéndose altiva entre la multitud aduladora del salón de baile.

Quizá me habría disgustado el excesivo interés con que mi mujer escuchaba a Basilevski (cuyas obras desconocía por completo y de cuya extravagante reputación apenas tenía idea), si no se me hubiera ocurrido que el tema de la simpatía de Annette reiteraba, por así decirlo, la fase amistosa de mis relaciones iniciales con aquel faux bonhomme. Oculto tras una columna más o menos dórica, lo oí preguntar a mi candorosa y dulce Annette si sabía por qué yo detestaba a tal punto a Gorki (por quien él tenía absoluta veneración). ¿Acaso era porque me enfurecía la fama mundial de un proletario? ¿Me habría tomado el trabajo de leer alguno de los libros de ese escritor maravilloso? Annette pareció desconcertada, pero de pronto una encantadora sonrisa infantil le iluminó el rostro y recordó La madre, una anticuada película soviética que yo había criticado, dijo, "porque las lágrimas que rodaban por las mejillas eran demasiado grandes y lentas".

—¡Ah! Eso lo explica todo —declaró Basilevski con lóbrega satisfacción.

10

Recibí las traducciones de El sombrero de copa rojoy de Camera Lucidacasi al mismo tiempo, en el otoño de 1937. Resultaron aún más innobles de lo que esperaba. La señorita Haworth, inglesa, había pasado tres años felices en Moscú, donde su padre había sido embajador; el señor Kulich era un anciano neoyorkino nacido en Rusia que firmaba sus cartas con el nombre Ben. Ambos cometieron errores idénticos, eligiendo la acepción equivocada en sus diccionarios idénticos y, con idéntica audacia, evitándose la molestia de verificar el sentido del traidor homónimo de una palabra que les parecía conocida. Eran ciegos para los matices de color contextúales y sordos para las gradaciones de sonido. Sus clasificaciones de los objetos solían descender de la clase a la familia y, con más frecuencia aún, al género. Confundían el espécimen con la especie; Brinco, Salto y Pirueta llevaban para ellos el monótono uniforme de la sinonimia regimentada y no había página donde no hicieran una plancha. Lo que me parecía especialmente fascinante (en un sentido terrible, diabólico) era que dieran por sentado que un autor respetable hubiera escrito tal o cual pasaje descriptivo, reducido por su ignorancia y descuido a los gritos y gruñidos de un débil mental. Los hábitos de expresión de Ben Kulich y la señorita Haworth eran tan parecidos que, pienso ahora, quizá estuvieran casados en secreto y se escribieran con regularidad cuando procuraban entender un párrafo difícil; o tal vez resolvieran encontrarse a mitad de camino para celebrar picnics campestres sobre la hierba, al borde de un cráter en las Azores.

Me llevó varios meses examinar esas atrocidades y dictar mis revisiones a Annette. Su inglés provenía de los cuatro años que había pasado en un internado norteamericano de Constantinopla (1920-1924), la primera etapa de los Blagovo en su expatriación hacia el oeste. Era asombroso comprobar cómo crecía y mejoraba el vocabulario de Annette durante el desempeño de sus nuevas funciones; y me divertía el orgullo con que transcribía correctamente los exabruptos y sarcasmos dirigidos por carta a Allan & Overton de Londres y a James Lodge de Nueva York. A decir verdad, su doigté era mejor en inglés (y en francés) que cuando mecanografiaba textos rusos. Desde luego, daba algunos traspiés sin importancia en cualquiera de esos lenguajes. Descubrí un desliz trivial, una mera errata (" here" [aquí] en lugar de " hero" [héroe], o quizá " that" [que] en lugar de " hat" [sombrero]: ni siquiera lo recuerdo, pero creo que había una "h" en alguna parte), que sin embargo dio a la frase un sentido terriblemente chato, aunque no, por desgracia, implausible (la verosimilitud ha sido la perdición de muchos concienzudos correctores de pruebas). Un telegrama podía disipar el error de inmediato. Pero para un» escritor enervado por el exceso de trabajo esos equívocos son muy irritantes; declaré mi fastidio con injustificada vehemencia. Annette se puso a buscar formularios de telegrama en el cajón donde no los había y sin levantar la cabeza dijo:

—Ella te habría sido mucho más útil que yo, aunque hago todo lo que puedo ( strashno s taray w').

Nunca mencionábamos a Iris —era una cláusula tácita en el código de nuestro matrimonio—, pero en seguida comprendí que Annette se refería a ella y no a la inepta muchacha inglesa que me había enviado una agencia varias semanas antes y que había devuelto con el papel y el hilo de envolver. Por algún motivo oculto (una vez más, el exceso de trabajo), sentí que me saltaban las lágrimas y antes de poder levantarme y salir del cuarto, me encontré sollozando sin pudor y golpeando con el puño un libro anónimo y voluminoso. Annette, también llorando, se deslizó entre mis brazos y esa misma noche fuimos a ver la última película de Rene Clair, seguida de una cena en el Grand Velour.