Voilà. Mi afección parece bastante trivial en fait de démence, y en verdad, si dejo de preocuparme por ella se reducirá a un defecto insignificante, como por ejemplo la falta del dedo meñique en un monstruo nacido con nueve dedos. Pero si pienso en todo ello con más detenimiento, no puedo sino sospechar que se trata de un síntoma revelador, una primera manifestación de la enfermedad mental que, como se sabe, acaba alterando el cerebro todo. Quizá esta enfermedad no sea tan grave ni inminente como lo sugieren las señales de la tormenta. Sólo deseo poner a usted al corriente de la situación antes de pedirle la mano, Annette. No escriba, no telefonee, no mencione esta carta cuando venga el viernes por la tarde, si es que viene. Pero si viene, por favor, pángase usted como signo propicio el sombrero florentino que parece un ramo de flores silvestres. Quiero que celebre usted su parecido con la quinta muchacha, de izquierda a derecha, en la Primavera de Botticelli, esa muchacha adornada con flores, de nariz recta y serios ojos grises: una alegoría de la primavera que es mi alegoría.

7

El viernes por la tarde Anna Ivanovna llegó puntualmente por primera vez en dos meses. Una puñalada de dolor me atravesó el corazón y pequeños monstruos empezaron a perseguirse por todo mi cuarto cuando vi que llevaba su sombrero habitual, desprovisto de interés y de significado. Se lo quitó frente al espejo y de pronto invocó al Señor con extraño énfasis.

—Ya idiotka—dijo—. Soy una idiota. Buscaba mi linda toca de flores, cuando papá empezó a leerme algo sobre un antepasado suyo que se peleó con Pedro el Terrible.

—Iván —dije.

—No entendí el nombre. Pero me di cuenta de qué estaba retrasada y me encasqueté ( natsepila) este shapochkaen vez de la toca, la guirnalda, su guirnalda, la guirnalda que usted me pidió.

La ayudaba a quitarse la chaqueta y sus palabras me llenaron de un coraje alimentado por mis sueños. La abracé. Busqué con la boca el tibio hueco entre el cuello y la clavícula. Fue un abrazo breve pero apasionado y mi enardecimiento desbordó discretamente, deliciosamente, por el solo acto de apretarme a ella tomando con una mano su firme y pequeño trasero y sintiendo con la otra h cuerdas de arpa de sus costillas. Anna Ivanovna temblaba de pies a cabeza. Virgen ardiente pero ingenua, no comprendió por qué mi ceñido abrazo se aflojó de repente, como el sueño que se disipa o las velas abandonadas por el viento.

¿Acaso ella sólo había leído el comienzo y el final de mi carta? Y bien, sí, se había salteado la parte poética. En otras palabras, ¿no tenía entonces la menor idea de cuáles eran mis intenciones? Me prometió releer la carta. ¿Por lo menos se había dado cuenta de que yo la quería? Eso sí. Pero ¿cómo podía estar segura de que la quería de veras? Era algo tan extraño, tan, tan... No podía expresarlo. Era tan extraño, en todo sentido. Nunca había conocido a alguien como yo. ¿A quiénes había conocido, entonces?, pregunté. ¿A trepanadores? ¿A trombonistas? ¿A astrónomos? Bueno, casi todos habían sido militares, si yo quería saberlo; gente interesante, que hablaban de peligro y deber, de vivaques en las estepas. Ah, un momento, también yo podía hablar de "vanos desiertos, ásperas canteras, rocas". No, dijo ella, los otros no inventaban. Hablaban de espías a quienes habían ahorcado, de política internacional, de una nueva película o un libro que explicaban el sentido de la vida. Y nunca una broma deshonesta, ni una sola comparación atrevida... ¿Como en mis libros? ¡Ejemplos, ejemplos! No, ella no me daría ejemplos. No me permitiría que la atravesara con un alfiler para hacerla girar en torno a él como una mosca sin alas.

O una mariposa.

Una mañana deliciosa caminábamos por las afueras de Bellefontaine. Algo revoloteó, centelleando.

—Mira ese arlequín —murmuré, señalando cautelosamente con el codo.

Tomando sol contra la pared blanca de un jardín había una mariposa chata, simétricamente desplegada, que el pintor había ubicado en leve ángulo con respecto al horizonte de su cuadro. El animal estaba pintado de un rojo sonriente, con intervalos amarillos entre manchones negros; a lo largo de los bordes dentados de las alas corría una hilera de medias lunas azules. El único rasgo que justificaba en mí un estremecimiento de desagrado eran las relucientes franjas de vello broncíneo que corrían a ambos lados del cuerpo.

—Como he sido maestra de jardín de infantes —me dijo la servicial Annette—, puedo decirle que es una mariposa común, la mariposa de las ortigas ( kraptvnitsa). ¡Cuántos chicos les arrancaban las alas y me las llevaban para que las viera!

La mariposa agitó las alas y desapareció.

8

Preocupada por la cantidad de páginas que debía mecanografiar y por la lentitud y torpeza con que lo hacía, Annette me obligó a prometerle que no interrumpiría su trabajo con eso que los rusos llaman "mimos de cachorro". En otros momentos, todo lo que me permitía eran besos razonables y abrazos contenidos: nuestro primer abrazo había sido "brutal", dijo cuando ya estuvo más al corriente acerca de ciertos secretos masculinos. Hacía lo posible para ocultar el dulce abandono a que se entregaba durante el trascurso natural de nuestras caricias, cuando empezaba a palpitar entre mis brazos antes de apartarme con severidad puritana. En una ocasión me rozó por casualidad la tensa delantera de los pantalones con el dorso de la mano; murmuró un gélido " pardon" (francés) y después permaneció enfadada porque le dije que esperaba que no se hubiese lastimado.

Me quejé del estilo ridículo y anticuado que iban adquiriendo nuestras relaciones. Annette lo pensó y me prometió que en cuanto "nos comprometiéramos oficialmente" nuestras relaciones entrarían en una era más moderna. Le aseguré que estaba dispuesto a proclamar su advenimiento en cualquier día, en cualquier momento.

Me llevó a conocer a sus padres, con quienes compartía un departamento de dos cuartos en Passy. El padre había sido cirujano militar antes de la revolución y con su pelo gris al rape, su bigote recortado y su pulcra perilla, se parecía de manera asombrosa (sobre todo por la vehemente ansiedad que remienda partes desgastadas del pasado con impresiones nuevas del mismo orden) al médico bondadoso —aunque de orejas y dedos fríos— a quien consulté por la "inflamación de los pulmones" que tuve en el invierno de 1907.

Como ocurre con tantos emigres rusos de fuerzas declinantes y profesiones perdidas, era difícil decir con exactitud cuáles eran los recursos personales del doctor Blagovo. Parecía dedicar el nublado ocaso de la vida a seguir el rumbo de la historia en colecciones de voluminosas revistas (desde 1830 hasta 1900 o desde 1850 hasta 1910) que Annette pedía en la Biblioteca Circulante de Oksman, o se pasaba el tiempo sentado ante una mesa para llenar por medio de un chasqueante inyector de tabaco los extremos semitrasparentes de cigarrillos con boquilla de cartón, de los cuales nunca consumía más de treinta por día para evitar la arritmia nocturna. Carecía casi por completo de conversación y era incapaz de volver a contar sin errores cualquiera de las infinitas anécdotas históricas que encontraba en los maltratados tomos de Russkaya Starina("Antigüedad rusa"), lo cual explica de dónde provenía la inhabilidad de Annette para recordar los poemas, ensayos, relatos o novelas que me había pasado a máquina. (Ya me he quejado muchas veces de esto, pero es que la torpeza de Annette me hacía envidiar la tranquilidad de un soltero, palabra que proviene de solitarius.) El viejo médico militar era, además, uno de los últimos caballeros a quienes vi usar pechera y botines con elásticos laterales.