Seguí a mi entusiasta huésped al piso siguiente. La biblioteca circulante se extendía como una araña gigantesca, abultaba como un tumor monstruoso, oprimía el cerebro como el mundo en expansión del delirio. Entre los oscuros estantes distinguí a un grupo de personas sentadas ante una mesa ovalada. Los colores eran vívidos, chillones, pero al mismo tiempo remotos como en una escena proyectada por una linterna mágica. Una cantidad respetable de vino y dorado cognac acompañaba la discusión. Reconocí al crítico Basilevski, a sus aduladores Hristov y Boyarski, a mi amigo Morozov, a los novelistas Shipogradov y Sokolovski, al honrado e insignificante Suknovalov, autor de la popular sátira social Geroy nashey ery("Héroe de nuestra era") y a dos poetas jóvenes, Lazarev (colección Serenidad) y Fartuk (colección Silencio). Algunas cabezas se volvieron hacia nosotros y si benévolo oso Morozov se puso trabajosamente de pie, sonriendo. Pero mi huésped dijo que estaban en una reunión de trabajo y no debíamos molestarlos.

—Usted ha vislumbrado el nacimiento de una nueva revista literaria, Números primos. Por lo menos, ellos creen que están engendrándola. En realidad, no hacen más que emborracharse y charlar. Ahora quiero mostrarle algo.

Me guió hasta un rincón alejado y paseó triunfalmente la luz de su linterna por los huecos en mi estante de libros.

—Vea usted cuántos ejemplares están prestados. Todos los volúmenes de La princesa Maríaestán afuera. Quiero decir María... ¡Qué imbécil soy! Quiero decir Tamara. Me encanta Tamara, me refiero a su Tamara; no la de Lermontov ni la de Rubinstein. Perdóneme. Uno se confunde tanto con todas esas obras maestras del demonio...

Le dije que no me sentía bien y tenía ganas de volverme a mi casa. Se ofreció para acompañarme. ¿O prefería tomar un taxi? Furtivamente dirigía hacia mí la luz de la linterna a través de sus dedos enrojecidos por la luz para comprobar si no estaba a punto de desmayarme. Entre murmullos reconfortantes me condujo por una escalera lateral. Cuando al fin estuvimos en la calle, sentí la noche de primavera como algo real.

Después de un momento de vacilación y una mirada hacia las ventanas iluminadas, Oks saludó al sereno, que acariciaba un perro sacado a pasear por su dueño. Vi que mi precavido compañero daba la mano al individuo de capa gris, después señalaba la luz de los juerguistas, después consultaba su reloj, después entregaba una propina al hombre y le daba la mano al partir, como si los diez minutos de marcha hacia donde yo vivía hubieran sido una peligrosa peregrinación.

— Bon, si no quiere un taxi —dijo, volviéndose hacia mí—, vayamos caminando. Ese hombre se encargará de mis visitantes prisioneros. Hay montones de cosas que quiero preguntarle sobre su vida y su obra. Sus confrèresdicen que usted es "arrogante e insociable", como Onegin se describe a sí mismo ante Tatiana. Pero no todos podemos ser Lenski, ¿verdad? Permítame aprovechar este agradable paseo para describir mis dos encuentros con su celebrado padre. El primero fue en la ópera, en los días de la Primera Asamblea Legislativa. Desde luego, yo conocía los retratos de sus miembros más prominentes. Desde las alturas en el paraíso yo, pobre estudiante, lo vi aparecer en un palco rosado, con su mujer y dos niños pequeños, uno de los cuales debía ser usted. La segunda vez fue durante un debate público sobre la política del momento, en el período auroral de la revolución. Su padre habló inmediatamente después de Kerenski, y el contraste entre nuestro vehemente amigo y su padre, con su sang-froidde inglés y su falta de gesticulación...

—Mi padre murió seis meses antes de que yo naciera —dije.

—Bueno, parece que he hecho otro papelón —( opyat' oskandaliesya) observó Oks después de tomarse un buen minuto para buscar su pañuelo, sonarse la nariz con la grandiosa deliberación de Varlamov en el papel del alcalde de Gogol, envolver el resultado y guardar ese pañal en el bolsillo—. Sí, no tengo suerte con usted. Sin embargo, esa imagen no se ha borrado de mi mente. El contraste era notable, en verdad.

En los años cada vez más difíciles antes de la segunda guerra mundial, habría de volver a encontrarme nuevamente con Oks por lo menos tres o cuatro veces. Tenía la costumbre de saludarme con un guiño cargado de sobreentendidos, como si ambos compartiéramos un secreto muy íntimo y bastante escabroso. Los alemanes acabarían apoderándose de su soberbia biblioteca para después dejarla en manos de los rusos, aún más codiciosos en ese juego honrado por el tiempo. El propio Osip Lvovich habría de morir al intentar una intrépida huida y cuando ya casi había logrado escapar, descalzo, en ropa interior manchada de sangre, del "hospital experimental" de un campo de concentración nazi.

5

Mi padre era un jugador, un libertino. Su apodo en los círculos sociales era Demonio. Vrubel lo retrató con sus pálidas mejillas de vampiro, sus ojos como diamantes, su pelo negro. Yo, Vadim, hijo de Vadim, utilicé lo que quedó en la paleta para crear la imagen del padre de los hermanos en la mejor de mis novelas inglesas, Ardis(1970).

Vástago de una familia principesca que veneraba una galería de doce zares, mi padre residía en los idílicos alrededores de la historia. Sus ideas políticas eran confusas y de índole reaccionaria. Llevaba una vida sensual deslumbrante y complicada. Pero su cultura era fragmentaria y trivial. Nacido en 1865, casado en 1896, murió después de una pelea ante una mesa de juego en Deauville, un lugar de veraneo en la gris Normandía.

Quizá no haya nada demasiado inquietante en un viejo bienintencionado, de ideas confusas y esencialmente absurdo, que me confundía con algún otro escritor. Yo mismo he dicho Shelley en algún salón de conferencias cuando me refería a Schiller. Pero que un tonto lapsus linguaeo un error de la memoria establezca una súbita comunicación con otro mundo —sobre todo cuando yo imaginaba que tal vez encarnaba permanentemente la imagen de otro hombre que vivía como un ser real más allá de la constelación de mis lágrimas y asteriscos—, eso sí era insoportable, algo que no podía ocurrir.

No bien se extinguía el último sonido de las despedidas y excusas del pobre Oks, me arrancaba de encima la rayada serpiente de lana que me estrangulaba y anotaba en escritura cifrada todos los detalles de mi encuentro con él. Después trazaba una gruesa línea y dibujaba una serie de signos de interrogación.

¿Debía pasar por alto la coincidencia y sus implicaciones? ¿O al contrario, debía reorganizar mi vida entera? ¿Debía abandonar mi arte, elegir otra forma para realizarme, tomar el ajedrez más en serio o convertirme, por ejemplo, en lepidóptero, o pasar una docena de años como un oscuro estudioso entregado a una versión al ruso del Paraíso perdido que dejaría pasmados de asombro a los criticastros? Peroro único que podía mantenerme más o menos cuerdo era (escribir relatos: una infinita recreación de mi fluido yo. En resumidas cuentas, lo único que hice fue abandonar mi seudónimo literario, "V. Irisin", bastante empalagoso y susceptible de confusiones (mi propia Iris solía decir que sonaba como si yo fuera una villa) y retomar mi verdadero nombre.