Sin apellido, permanecía irreal en mi conciencia reconquistada. Pobre Vivian, pobre Vadim Vadimovich... No era más que una quimera de alguna imaginación, ni siquiera la mía. Un detalle espantoso: en el ruso hablado con rapidez, las combinaciones de nombres y patronímicos más largos sufren alteraciones frecuentes: así, "Pavel Pavlovich", Pablo hijo de Pablo, dicho a la ligera suena como "Papalich", y el difícil, interminable "Vladimir Vladimirovich" se parece coloquialmente a "Vadim Vadimych".

Me rendí. Y cuando me rendí totalmente, mi sonoro apellido saltó desde atrás, como un niño travieso que asusta con un chillido a su institutriz amodorrada.

Quedaban otros problemas. ¿Dónde estaba yo? ¿Por qué no dejaban un poco de luz? ¿Cómo distinguir en la oscuridad entre el botón de un timbre y el de una lámpara? ¿Quién era, aparte de mi propia identidad, esa otra persona, prometida a mí, perteneciente a mí? Podía discernir las cortinas azuladas de dos ventanas gemelas. ¿Por qué no las corrían?

Tak, vdol' naklónnogo lucha Ya vyshel iz paralichá.

Por un rayo inclinado como este me deslicé de la parálisis...

siempre que "parálisis" no sea palabra demasiado fuerte para designar el estado que la imitaba (con cierta colaboración del paciente): una alteración psicológica bastante rara, pero no demasiado grave. Eso era lo que parecía, al menos, en alegre perspectiva.

Me habían prevenido ráfagas de mareos y náuseas, pero no suponía que las piernas me fallaran a tal punto cuando —a solas y sin correas— bajé de la cama lleno de entusiasmo la primera noche de mi restablecimiento. La gravedad me humilló cruelmente: las piernas se retrajeron debajo de mí. El ruido convocó a la enfermera, que me ayudó a volver a la cama. Después dormí. Nunca, ni antes ni después, dormí de manera tan deliciosa.

Una de las ventanas estaba abierta de par en par cuando desperté. Tenía la mente y los ojos lo bastante aguzados como para distinguir los medicamentos sobre la mesa, junto a mi cama. Entre su mísera población advertí la presencia de unos pocos viajeros emigrados de otro mundo: un sobre trasparente con un pañuelo masculino encontrado y lavado por las enfermeras; un diminuto lápiz dorado acompañante de una tumultuosa agenda en un vanity; un par de anteojos de arlequín que por algún motivo no sugería la protección contra la luz intensa, sino una máscara para párpados hinchados. La combinación de esos ingredientes estalló en una deslumbrante pirotecnia de sensaciones; un instante después (la conciencia seguía de mi parte) se movió la puerta del cuarto: un breve movimiento silencioso que se detuvo fugazmente y continuó en una serie lenta, infinitamente lenta, de puntos de suspensión estrellados. Grité de alegría y entró la Realidad.

4

Propongo terminar esta autobiografía con la apacible escena que sigue:

Me habían llevado en silla de ruedas a la galería para Convalecientes Especiales, llena de rosales trepadores, en el segundo y último de mis dos hospitales. Tú estabas reclinada en una reposera junto a mí, en la misma actitud en que te había dejado aquella tarde del 15 de junio, en Gandora. Te quejabas alegremente de que tu vecina de cuarto, en el anexo, se lo pasaba poniendo en el fonógrafo un disco con llamados de pájaros mediante el cual esperaba que los colibríes del hospital imitaran a los ruiseñores y zorzales de su jardín, en Devon o Dorset. Sabías muy bien que yo deseaba averiguar algo. Los dos evitábamos la pregunta directa. Te señalé la belleza de los rosales.

—Todo es hermoso contra el cielo ( na jone neba) —me dijiste, y te disculpaste por el "aforismo".

Al fin, como al pasar, te pregunté qué opinabas del fragmento de Ardisque te había dado a leer, antes de iniciar aquel paseo del que volví, tres semanas después, para encontrarme en Catapult, California.

Desviaste la mirada. Contemplaste las montañas violadas. Te aclaraste la garganta y me respondiste con valentía que no te había gustado.

¿Significaba eso que no te casarías con un loco?

Significaba que te casarías con un hombre cuerdo capaz de discernir la diferencia entre tiempo y espacio.

Debías explicármelo.

Estabas muy impaciente por leer el resto del manuscrito, pero ese fragmento debía eliminarse. Estaba escrito con la elegancia de todas mis obras, pero lo estropeaba un grave error filosófico.

Joven, graciosa, de un encanto irresistible, increíblemente confianzuda, Mary Middle se me acercó para decirme que debía regresar cuando sonara la campana del té. Faltaban cinco minutos. Otra enfermera le hizo señas desde el extremo de la galería, entre rayos de sol, y Mary revoloteó hacia ella.

Ese hospital (me dijiste) estaba lleno de banqueros norteamericanos moribundos e ingleses de salud perfecta. Yo había descrito a una persona en el acto de imaginar un reciente paseo al atardecer. Un paseo desde el punto H (Hotel) hasta el punto P (Parapeto, Pinar). Una fluida sucesión de hechos marginales: un niño que se columpia en el jardín de una villa, el chorro giratorio de una manguera, un perro que persigue una pelota. El narrador llega mentalmente al punto O, se detiene, se confunde, se queda perplejo (por motivos irrazonables, como ha de verse). Es incapaz de ejecutar con la mente esa media vuelta que transformará la dirección HP en la dirección PH.

—Su error, su morboso error es muy simple —continuaste—. Ha confundido la dirección con la duración. Habla de espacio, pero se refiere al tiempo. Sus impresiones durante el recorrido HP (el perro atrapa la pelota, un auto se detiene ante la próxima villa) se relacionan con una serie temporal y no con un espacio dividido en fragmentos de colores que un niño podría recomponer como un rompecabezas. Al narrador le ha llevado cierto tiempo, siquiera unos pocos minutos, cubrir con el pensamiento la distancia HP. Cuando llega a P, ha acumulado duración, está cargado de ella. ¿Qué tiene de extraordinario, pues, no poder imaginarse girando sobre sus talones? Nadie puede imaginar en términos físicos el acto de invertir el orden temporal. El tiempo es irreversible. La inversión temporal sólo se emplea para efectos cómicos en las películas: la resurrección de una botella de cerveza hecha pedazos...

—O de ron —contribuí, y en ese instante sonó la campana—. Todo lo que has dicho está muy bien —agregué.

Tomé los brazos de mi silla de ruedas y me llevaste a mi cuarto.

—Me siento agradecido. ¡Estoy conmovido, estoy curado! Sin embargo, tu explicación no es más que un elegante sofisma... y lo sabes muy bien. Pero no te preocupes; tu idea de ese intento de invertir el tiempo es una trouvaille. Se parece (besé la mano que ella apoyaba sobre mi manga) a la límpida fórmula que un físico descubre para mantener en paz a la gente hasta que (bostecé, me tendí en la cama) otro físico le arrebata la tiza. Me habían prometido un poco de ron en el té. De Ceilán y Jamaica, las islas hermanas (balbucía de puro agrado, me hundía en el sueño, el balbuceo iba muriendo...).