—¡Bah! —contestó—. No pueden competir con nuestros circos soviéticos.

Reparé en ese instintivo "nuestros".

A ambos nos habían asignado el Astoria, un horrible bloque construido en épocas de la primera guerra mundial, según creo. El cuarto de luxe, lleno de micrófonos ocultos (Guy Gayley me había enseñado a descubrirlos en un abrir y cerrar de ojos) y por lo tanto con aspecto inocente, con cortinas anaranjadas y colgaduras también anaranjadas en la cama, dentro del nicho estilo viejo mundo; tenía baño privado, según lo convenido, pero me llevó algún tiempo entendérmelas con un convulso torrente de agua color tiza. Encontré la última versión de "Moscú Rojo" en la pastilla de jabón color carne. Por puro masoquismo pedí la cena; nada ocurrió y pasé otra hambrienta hora en un restaurante inamistoso. La Cortina de Hierro es en verdad una pantalla de lámpara: allí su variante estaba adornada con incrustaciones de vidrio en un rompecabeza de pétalos. La kotleta po kievskique pedí tardó cuarenta y cuatro minutos en llegar desde Kiev y dos minutos en ser devuelta por su desemejanza con una chuleta, con una minúscula palabrota (murmurada en ruso) que dejó boquiabierta a la camarera ante mí y mi Daily Worker. El vino caucásico era impotable.

Mientras me precipitaba hacia el ascensor procurando recordar dónde había puesto mis píldoras para la digestión ocurrió una breve, encantadora escena. Una liftyorshaatlética y de mejillas encendidas, con varios collares de cuentas, fue reemplazada por una mujer mucho mayor con aire de jubilada a quien gritó, mientras salía del ascensor como una tromba: " Ya tebe eto popomnyu, sterva!" ("¡Ya te ajustaré las cuentas, vieja bruja!"). Y procedió a atropellarme y casi derribarme (soy un viejo corpulento, pero de poca consistencia). " Shtoy-ty suyosbsya pod nogi?" ("¿Por qué te metes entre los pies?") exclamó en el mismo tono insolente, que hizo mover suavemente la gris cabeza a la ascensorista nocturna mientras subíamos.

Entre dos noches, dos partes de una pesadilla en etapas durante la cual procuré en vano localizar la calle de Bel (cuyo nombre preferí que no me dijeran, obedeciendo a una secular superstición en los círculos de conspiradores), sabiendo muy bien que ella yacía, sangrando y riendo, en otra cama de mi cuarto, a pocos pasos descalzos de distancia, vagabundeé por la ciudad, intentando obtener algún beneficio emocional del hecho de haber nacido allí casi tres cuartos de siglo antes. Quizá porque nunca podría superar la existencia del pantano sobre el cual la había construido un famoso valentón (por motivos nunca descubiertos, según Gogol), San Petersburgo no era un lugar para niños. Debí pasar allí partes insignificantes de unos pocos diciembres y sin duda uno o dos abriles; pero pasé por lo menos doce inviernos en las costas del Mediterráneo o del Mar Negro en mis diecinueve años previos a Cambridge. En cuanto a los veranos, mis veranos jóvenes, todos ellos habían florecido en las grandes fincas campestres de mi familia. Comprendí, pues, con necio asombro, que nunca había visto mi ciudad natal en junio o julio, salvo en tarjetas postales (fotos convencionales de parques públicos con tilos que parecían robles y un palacio color pistacho, en lugar de los rosados que recordaba, y cúpulas implacablemente doradas bajo un cielo italiano). Su aspecto, por lo tanto, no me producía la emoción del reconocimiento; era una ciudad desconocida, si no totalmente extranjera, que permanecía en otra época: una época indefinible, no remota, pero sin duda previa a la invención de los desodorantes.

Había empezado la temporada de calor y en todas partes, en las agencias de viajes, en los vestíbulos, en las salas de espera, en las tiendas de ramos generales, en los trolebuses, en los ascensores, en las escaleras, en todos los malditos corredores, en todas partes, en especial donde trabajaban o habían trabajado las mujeres, se cocinaban invisibles sopas de cebolla en fogones invisibles. Debía estar sólo un par de días en Leningrado y no tenía tiempo para acostumbrarme a esas tristes emanaciones.

Sabía por otros viajeros que nuestra mansión ancestral ya no existía, que el terreno mismo donde se alzaba, entre dos calles en la zona Fontanka, había desaparecido como un tejido conectivo en un proceso de degeneración orgánica. ¿Qué fue, pues, lo que logró traspasar mi memoria? Aquel crepúsculo, con un triunfo de nubes broncíneas y tonalidades carmesíes tras la arcada del Puente de Invierno, quizá lo había visto antes en Venecia. ¿Qué otra cosa? ¿La sombra de las rejas sobre el granito? A decir verdad, solamente los perros, las palomas, los caballos, los viejos, sumisos encargados de los guardarropas me parecían conocidos. Ellos, y quizá la fachada de una casa en la calle Gertsen. Quizá fui a ella para alguna fiesta infantil, siglos antes. El adorno floral sobre sus ventanas superiores hizo correr un misterioso estremecimiento por la base de esas alas que nos crecen en momentos de recuerdos involuntarios.

Debía encontrarme con Dora un viernes por la mañana, en la Plaza de las Artes, frente al Museo Ruso, junto a la estatua de Pushkin erigida unos diez años antes por un comité de meteorólogos. Un folleto turístico exhibe una fotografía en colores del lugar. Las connotaciones meteorológicas del monumento predominan sobre las culturales. De levita, con la solapa derecha siempre agitada por la brisa del Neva, más que por el soplo lírico, Pushkin está de pie, mirando hacia arriba y hacia la izquierda, con la mano derecha extendida hacia el otro lado, de sesgo, para comprobar la intensidad de la lluvia (actitud muy habitual en los parques de Leningrado cuando florecen las lilas). Cuando llegué, había amenguado hasta convertirse en tibia garúa, un simple murmullo en los tilos sobre los largos bancos del jardín. Dora debía esperarme sentada a la izquierda de Pushkin, id esta mi derecha. El banco estaba vacío y parecía mojado. Al otro lado del pedestal podían verse tres o cuatro niños, con el aire hosco, triste, anticuado, que tienen todos los niños soviéticos. Por lo demás, yo estaba a solas, con un ejemplar de L'Humanitéen la mano, en lugar del Worketque debía señalarme discretamente, pero que no había conseguido ese día. En el momento en que desplegaba el diario, sentado en el banco, ella avanzó hacia mí por un sendero del jardín con la renguera prevista. Llevaba el abrigo rosado también previsto, tenía un pie contrahecho y caminaba con ayuda de un grueso bastón. También llevaba un paraguas diáfano que no figuraba en la lista de atributos. Me deshice en lágrimas de inmediato (aunque estaba atiborrado de píldoras). También ella tenía húmedos los ojos dulces y hermosos.

¿Había recibido el telegrama de A. B.? ¿Enviado dos días antes a mi dirección de París? ¿El Hotel Moritz?

—El nombre no es así —dije—. Además, salí antes de París. No importa. ¿Bel está mucho peor?

—No, no, al contrario. Yo sabía que, de todos modos, usted vendría. Pero ha ocurrido algo. Karl se apareció el martes, mientras yo estaba en la oficina, y se la llevó. También se llevó mi valija nueva. No tiene sentido de la propiedad. Algún día le pegarán un tiro como a un ladrón vulgar. La primera vez que se metió en líos fue cuando empezó con la manía de que Lincoln y Lenin eran hermanos. Y la última vez...

Dama simpática y conversadora, esa Dora. ¿De qué estaba enferma Bel, por favor?

—Anemia esplénica. Y la última vez, Karl dijo a su mejor estudiante en el instituto de lenguas vivas que lo único que deberían hacer los hombres es amarse los unos a los otros y perdonar a sus enemigos.