Salí con paso majestuoso rumbo a mi oficina, feliz amputado, más deseoso que nunca de ordenar cajones y estantes. Pero lo primero que hice fue escribir una nota al Presidente de la universidad, también nuevo en el cargo, para informarle con un toque de malicefrancesa, más que malevolencia, que estaba a punto de vender la serie entera de mis cien clases sobre Obras Maestras Europeas a un generoso editor que me ofrecía un anticipo de medio millón de dólares (saludable exageración); por lo tanto, estaban prohibidas las futuras transmisiones de mis cursos a los estudiantes, lo saluda respetuosamente, lamento no haberlo conocido personalmente.

En nombre de la higiene moral me había librado mucho tiempo antes de mi escritorio Bechstein. Su reemplazante, mucho menor, contenía papel de escribir, anotadores, sobres con membrete, copias xerografiadas de mis clases, un ejemplar encuadernado de La doctora Olga Repnin, prometido a un colega y arruinado por el error que cometí al escribir mal el nombre del destinatario, y un par de guantes abrigados pertenecientes a Exkul, mi ayudante (y sucesor). Además, tres cajas de broches y una botella semivacía de whisky. Arrojé desde los estantes al cesto de papeles y al piso, en sus alrededores, montones de circulares, separatas, una monografía de un ecólogo refugiado acerca de los estragos cometidos por un ave, el Ozimaya Sovka("¿Pequeño buho de las siembras invernales?") y las pruebas de página encuadernadas con esmero (las mías me llegaban siempre como largas serpientes torpes y horriblemente resbalosas) de cierta basura picaresca, plagada de cijas y ponchas, que me habían impuesto orgullosos editores con la esperanza de provocarme un delirio de entusiasmo. Metí un montón de correspondencia comercial y mis notas sobre el Espacio en una gran carpeta maltrecha. ¡Adiós, antro del saber!

La coincidencia es un rufián y un fullero en las novelas corrientes, pero es un artista maravilloso en el diseño que forman los hechos recordados por un insólito autor de memorias. Sólo los asnos y los gansos creen que en las memorias se omiten algunos hechos del pasado porque son aburridos o vulgares (por ejemplo, episodios como mi entrevista con el decano, que he registrado con tanta escrupulosidad). Me dirigía hacia la playa de estacionamiento cuando estalló el elástico de la abultada carpeta que llevaba bajo el brazo —reemplazándolo, por así decirlo— y su contenido cayó sobre la grama y el césped. Tú regresabas de la biblioteca por el mismo sendero y los dos nos pusimos en cuclillas para recoger los papeles.

Te apenó, me dijiste después ( zhalostno bylo), el tufo alcohólico de mi aliento. El aliento de un gran escritor. Digo "tú" retroconscientemente, aunque en la lógica de la vida tú no eras "tú" aún, porque no nos conocíamos y sólo llegaste a ser "tú" cuando dijiste, mientras atrapabas una hoja amarilla que aprovechaba una ráfaga para escabullirse con falsa despreocupación:

"No, tú no te escaparás."

En cuclillas, sonriendo, me ayudaste a meter todo de nuevo en la carpeta y después me preguntaste cómo estaba mi hija. Tú y ella habían sido compañeras de escuela unos quince años antes y mi mujer te había llevado varias veces en su auto. Entonces recordé tu nombre y en una súbita imagen de tono celestial te vi a ti y a Bel parecidas como mellizas, odiándose en silencio la una a la otra, ambas con abrigos azules y sombreros blancos, esperando que Louise las llevara a alguna parte. Tú y Bel tendrían unos veintiocho años el 11 de enero de 1970.

Una mariposa amarilla se posó fugazmente en un trébol y después huyó en el viento.

— Metamorphoza—dijiste en tu delicioso, elegante ruso.

¿Me gustaría tener algunas instantáneas (instantáneas adicionales) de Bel? ¿Bel dando de comer a una ardilla? ¿Bel en un baile escolar? (Oh, recuerdo aquel baile. Había elegido como acompañante a un triste y gordo muchacho húngaro cuyo padre era ayudante del gerente del Hotel Quilton. ¡Vuelvo a oír el bufido desdeñoso de Louise!)

Nos encontramos a la mañana siguiente en mi cubículo de la biblioteca. Después seguí viéndote todos los días. No quiero sugerir —¡ Mira los arlequines!no se propone sugerir— que los pétalos y plumas de mis amores previos empalidecen o se marchitan comparados con la pureza de tu ser, con la magia, la altivez, la realidad de tu esplendor. Sin embargo, "realidad" es aquí la palabra clave; y la percepción gradual de esa realidad fue fatal para mí.

Sólo conseguiría adulterar la realidad si me pusiera a contar lo que tú sabes, lo que yo sé, lo que ningún otro sabe, lo que nunca logrará descubrir un biógrafo aficionado a hurgar en estercoleros. ¿Y cómo resultaron esos amores, señor Blong? ¡Cállate, espía! ¿Y cuándo resolvieron irse juntos a Europa? ¡Vete al basurero de donde has salido!

Véase en Realidad: ¡mi primera novela escrita en inglés, hace treinta y cinco años!

Sin embargo, puedo revelar un solo detalle de interés subhumano en esta entrevista con la posteridad. Es una fruslería que me avergüenza un poco y nunca te la he dicho. Aquí va. Ocurrió la víspera de nuestra partida, el 15 de marzo de 1970, en un hotel de Nueva York. Habías salido de compras. ("Creo que he comprado una hermosa maleta azul con un cierre relámpago que no sirve para nada", me dijiste en el preciso instante en que yo probaba ese detalle sin decirte por qué.) Estaba de pie frente al espejo del ropero en mi dormitorio, al extremo norte de nuestra linda "suite", y me resolví a tomar una decisión fundamental. Inútil ocultármelo: no podía vivir sin ti. Pero ¿era digno de ti? ¿En cuerpo y espíritu? Te llevaba cuarenta y tres años. El Ceño de la Vejez, dos profundos surcos que formaban una landa mayúscula, ascendía entre mis cejas. Mi frente, con sus tres arrugas horizontales no demasiado ahondadas en los últimos treinta años, todavía era combada, amplia y lisa, a la espera del tostado estival que esfumaría, estaba seguro— de ello, las manchas biliosas de las sienes. En conjunto, una frente para ser acariciada con ternura filial. Un enérgico corte de pelo había acabado con mi melena leonina; el resto era de un neutro gris pardusco. Mis anteojos grandes y distinguidos aumentaban las pequeñas excrecencias semejantes a verrugas que tenía bajo los párpados inferiores. La nariz, heredada de una sucesión de boyardos rusos, barones alemanes y quizá (si el conde Starov, que alardeaba de sangre inglesa, había sido mi verdadero padre) por lo menos un Par del Reino, conservaba su perfil aguileno, pero había desarrollado al frente un obstinado pelo gris que crecía cada vez más rápido entre una y otra depilación. Mi dentadura postiza no hacía justicia a mis antiguos dientes agradablemente irregulares y además "parecía ignorar mi sonrisa", como dije a un dentista muy caro y obtuso que no entendió mi comentario. Dos surcos bajaban a cada lado de la nariz y un ablandamiento de los músculos a ambos lados del mentón me borroneaba los rasgos, como a todos los viejos de todas las razas, clases y profesiones. Me pregunté si había hecho bien en afeitarme la gloriosa barba y el bigote que había conservado durante una o dos semanas, a mi regreso de Leningrado. A pesar de todo, aprobé mi cara, aunque no con una calificación sobresaliente.

Como nunca había sido atleta, el deterioro de mi cuerpo no era muy espectacular ni interesante. Le otorgué una calificación algo más alta, sobre todo por el empeño que había puesto en eliminar la grasa del vientre durante una guerra contra la obesidad iniciada veinte años antes y apenas interrumpida por intervalos de retirada y descanso. Dejando de lado mi incipiente locura (problema del que prefiero ocuparme por separado), había gozado de excelente salud desde que fui adulto.