¿Qué decir sobre mi literatura? ¿Qué podía ofrecerte en este ámbito? Habías estudiado —y espero que lo recuerdes— a Turgenev en Oxford y a Bergson en Ginebra, pero gracias a tus vínculos familiares con la vieja Quirn y la Nueva York rusa (donde un último periódico emigréaún seguía deplorando, con insinuaciones imbéciles, mi "apostasía"), habías seguido muy de cerca, según pude descubrir, la procesión de mis arlequines rusos e ingleses, seguidos por uno o dos tigres de lengua escarlata y una muchacha como una libélula sobre un elefante. También habías estudiado aquellas fotocopias obsoletas —lo cual demostraba que mi método avait du bon, después de todo—, pese a las monstruosas acusaciones dirigidas contra ellas por un grupo de profesores envidiosos.
Totalmente desnudo y atravesado por rayos opalinos, clavé la mirada en otro espejo mucho más profundo y contemplé todo el paisaje de mis libros rusos. Quedé satisfecho y hasta conmovido por lo que vi: Tamara, mi primera novela (1925), una muchacha al amanecer en la bruma de un huerto. Un gran maestro traicionado en El peón se come a la reina. Plenilunio, un poema argénteo. Camera Lucida, la burlona mirada del espía ante la sumisa ceguera. El sombrero de copa rojode la decapitación en un país de injusticia total. Y lo mejor de la serie: un joven poeta escribe prosa en El audaz.
La serie de mis libros en ruso estaba terminada, firmada y archivada en la mente que los había producido. Todos ellos habían sido traducidos al inglés por mí mismo o bajo mi dirección, siempre con revisiones mías. Esas versiones inglesas definitivas, así como los originales reimpresos, te los dedicaría a ti. Eso estaba bien. Eso estaba resuelto. La etapa siguiente:
Mis originales ingleses, encabezados por el vehemente Véase en Realidad(1940), se orientaban bajo la luz cambiante de Esmeralda y su Parandrohacia la diversión de La doctora Olga Repniny el sueño de Un reino junto al mar. También existía la colección de cuentos titulada Exilio de Mayda, una isla remota, y Ardis, el libro en que había vuelto a trabajar cuando nos conocimos... que fue también la época de un diluvio de tarjetas postales enviadas por Louise: en todas ellas me sugería algo cuya iniciativa preferí concederle.
Si la segunda serie de mis libros me parecía inferior a la primera no era sólo por una desconfianza que algunos llamarán timidez, otros modestia y yo mismo tragedia, sino también porque las características de mi producción norteamericana me resultaban confusas. Siempre conservaría la esperanza de que mi próximo libro —y no simplemente el que tenía entre manos en un momento dado, como por ejemplo Ardis—, una obra aún no intentada, algo milagroso y único, al fin saciaría los anhelos, la sed ardiente que unos pocos párrafos aislados de Esmeralday El reinono lograban aliviar. Creía que podía contar con tu paciencia.
2
No tenía el menor deseo de gratificar a Louise por haberla obligado a separarse de mí. Por otro lado, no deseaba ponerla en apuros suministrando a mi abogado la lista de sus traiciones. Eran imbéciles y sórdidas, y se remontaban a la época en que yo le era razonablemente fiel. El "diálogo del divorcio", para usar la horrible expresión con que lo llamó Horace Peppermill, hijo, se prolongó durante toda la primavera. Tú y yo pasamos parte de ella en Londres, y el resto en Taormina. Durante ese lapso evité toda conversación sobre nuestro matrimonio (demora que contemplabas con majestuosa indiferencia). Lo que en verdad me preocupaba era posponer al mismo tiempo la tediosa confesión (que repetiría por cuarta vez en mi vida) previa a esas conversaciones.
La coincidencia, ángel con alas de mariposa que ya he mencionado en páginas anteriores, me ahorró la humillante revelación que consideré inevitable antes de declararme a cada una de mis tres mujeres anteriores. El 15 de junio, en Gandora, junto al Tesino, recibí una carta del joven Horace con noticias excelentes: Louise había descubierto (cómo, no importa) que en varios períodos de nuestro matrimonio la había hecho seguir, en toda clase de ciudades antiguas y fascinantes, por un detective privado (Dick Cockburn, incondicional amigo mío); que las cintas magnetofónicas de sus llamados amorosos y otros documentos estaban en manos de mi abogado; que ella misma estaba dispuesta a hacer cualquier concesión para apurar los trámites, en su deseo de volver a casarse: esta vez con el hijo de un conde. En ese mismo, fatídico día, a las cinco y cuarto de la tarde, terminé de copiar en tarjetas Bristol de tamaño mediano (con capacidad para cien palabras cada una), con pluma de punta fina y la letra minúscula que empleaba para mis copias en limpio, Ardis, unas memorias estilizadas donde evocaba la niñez arbolada y la ardiente juventud de un gran pensador que hacia el final del libro enfrenta el más sobrecogedor de todos los misterios del noúmeno. Uno de los primeros capítulos contenía el relato (escrito en tono muy personal e insoportablemente atormentado) de mis propias luchas contra el Espectro del Espacio y el mito de los Puntos Cardinales.
A las cinco y media ya había consumido, en un ímpetu de festejo privado, casi todo el caviar y todo el champagneque había en la amistosa frigidairede nuestra cabaña, en los verdes jardines del Gandora Palace Hotel, le encontré en la veranda y te supliqué que dedicaras una hora a leer con atención...
—Todo lo leo con atención.
—... este fajo de treinta tarjetas donde he copiado mi Ardis.
Pensé que después de esa lectura te encontraría en alguna parte al regresar de mi paseo al atardecer, siempre el mismo: hacia la fuente spartitraffico(diez minutos) y desde allí hacia una plantación de pinos (otros diez minutos). Te dejé tendida en una reposera. El sol reproducía sobre el suelo los losangescolor amatista de la veranda y atravesaba con franjas de luz las piernas y los empeines (el pulgar derecho de un pie giraba de cuando en cuando, en misteriosa relación con el ritmo en que asimilabas un giro del texto). Pocos minutos te llevaría adivinar (como sólo Iris lo había hecho: las demás no eran águilas) lo que deseaba que supieras antes de casarte conmigo.
—Por favor, ten cuidado al cruzar —dijiste sin levantar los ojos. Pero después me miraste y arrugaste los labios en un mensaje de ternura antes de volver a Ardis.
¡Ah! Tambaleaba un poco. ¿Era de veras yo, el príncipe Vadim Blosky, que en 1815 habría podido vencer en una competencia alcohólica a Kaverin, el mentor de Pushkin? Bajo la luz dorada de apenas un cuarto de sol todos los árboles en el parque del hotel parecían araucarias. Me felicité de la astucia de mi estratagema, aunque sin saber si se relacionaba con las travesuras de mi tercera mujer o con la revelación de mi enfermedad, atribuida a un personaje en mi libro. Poco a poco, el aire suave y fragante me hizo bien: pisé con más seguridad la arena y la grama, la greda y los guijarros. Me di cuenta de que había salido en pantuflas, pantalones y descolorida camisa de algodón haciendo juego. Paradójicamente, en un bolsillo de la camisa llevaba mi pasaporte y en el otro un fajo de billetes suizos. Los habitantes de Gándara o Gandino o como se llame el lugar conocían la cara del autor de Un regno sul moreo Ein Königreich an der Seeo Un Royaume au Bord de la Mer. Habría sido, pues, una presunción de mi parte dejar pistas para el lector en caso de que me atrepellara un automóvil.