Me puse el libro en el bolsillo al advertir que mi compañero de viaje, con su barba de chivo y su sombrero negro, volvía del baño o del bar. ¿Me seguiría hasta Nueva York o ese sería nuestro último encuentro? El último. Se traicionó a sí mismo: cuando se me acercó y sacudiendo con tristeza la cabeza de arriba abajo abrió la boca y estiró el labio inferior para lanzar la exclamación " Ekh!" supe de inmediato no sólo que era tan ruso como yo, sino también a quién se parecía tanto: al padre de un joven poeta, Oleg Orlov, que coincidió conmigo en París por los años 20. Oleg escribía "poemas en prosa" (largos, a la manera de Turgenev) sin el menor interés, que su padre, un viudo medio loco, procuraba "ubicar" acosando con las fruslerías de su hijo a los periódicos emigrés. Solía vérselo en las salas de espera, adulando con abyección a alguna irritada y brusca secretaria, o saliendo al paso de un asesor literario entre baño y oficina, o escribiendo con estoica desdicha, en el ángulo de una mesa atestada, una carta para defender la causa de algún horrible poemita ya rechazado. Murió en el mismo Asilo para Ancianos donde la madre de Annette pasó los últimos años. En el ínterin, Oleg se había sumado al corto número de littérateursque resolvieron vender la triste libertad del exilio por el tentador plato de lentejas soviético. Sus años primaverales habían mantenido su promesa. Lo mejor que Oleg había producido durante los últimos cuarenta o cincuenta años era un popurrí de artículos propagandísticos, traducciones comerciales, denuncias perversas y —en el ámbito del arte— una asombrosa semejanza con el aspecto físico, la voz, la afectación, el descaro obsecuente de su padre.

—¡ Ekh!—exclamó—. ¡ Ekh, dorogoy(querido) Vadim Vadimovich! ¿No te avergüenza engañar con trucos tan pueriles a nuestro bondadoso país, a nuestro crédulo gobierno, a nuestra Oficina de Turismo abrumada de trabajo? ¡Un escritor ruso! ¡Espiando! ¡Y de incógnito! A propósito: me llamo Oleg Igorevich Orlov y nos conocimos en París cuando éramos jóvenes.

—¿Qué quieres, merzavetz(odioso)? —pregunté con frialdad mientras él se desplomaba en la silla a mi izquierda.

Oleg levantó ambas manos en el gesto "Estoy desarmado":

—Nada, nada, salvo sacudirte ( potormoshit') la conciencia. Podíamos tomar dos decisiones. Había que elegir. Era el propio Fyodor Mihaylovich (?) quien debía elegir. Podíamos darte la bienvenida po amerikanski(a la norteamericana), con periodistas, reportajes, fotografías, muchachas, guirnaldas y, desde luego, Fyodor Mihaylovich (¿Presidente del Sindicato de Escritores? ¿Jefe de Policía?) O bien podíamos ignorarte. Eso fue lo que hicimos. Entre paréntesis: los pasaportes falsos son divertidos en las novelas policiales, pero a nosotros no nos interesan. ¿No te arrepientes, ahora?

Hice un movimiento como para trasladarme a la otra silla, pero pareció dispuesto a acompañarme. Me quedé, pues, donde estaba y arrebaté algo para leer: el libro que me había metido en el bolsillo del abrigo.

— Et ce n'est pas tout!—siguió—. En vez de escribir para nosotros, tus compatriotas, tú, un escritor ruso de genio, nos traicionas fabricando esto para tus amos. (Señaló con un dramático temblor del índice el ejemplar de Un reino junto al marque yo tenía entre manos.) Esta novelucha obscena sobre Lolita o Lotte, la chica que un judío austríaco o un pederasta reformado viola después de asesinar a su madre... No, perdón, después de casarse con la madre, antes de asesinarla. En el oeste nos gusta legalizarlo todo, ¿no es cierto, Vadim Vadimovich?

Aunque consciente de la incontrolable nube de negra furia que crecía en mi mente, me dominé y dije:

—Estás equivocado. Eres un imbécil sin remedio. La novela que escribí, la novela que tengo entre manos, es Un reino junto al mar. Tú hablas de no sé qué otro libro.

— Vraiment?¿Y acaso visitaste Leningrado sólo para charlar con una dama vestida de rosa bajo las lilas? Deberías saber que tus amigos son increíblemente cándidos. El motivo por el cual Mister Vetrov ha podido salir de un campo de concentración en Vadim —extraña coincidencia— para reunirse con su mujer es que se ha curado de la manía mística. Curado por loqueros y psicoanalistas totalmente desconocidos en la filosofía de tu sharlatanyoccidental. Oh, sí, mi ponderado ( dragotsennyy) Vadim Vadimovich...

El puñetazo que di al viejo Oleg con la izquierda fue bastante fuerte, sobre todo teniendo en cuenta —cosa que recordé al trompearlo— que nuestras edades sumaban ciento cuarenta años.

Hubo una pausa mientras procuraba ponerme de pie (mi insólito ímpetu me había derribado al suelo).

— Nu, dali v mordu. Nu, tak chtozh?(Bueno, me la has dado en la jeta. Bueno, ¿qué importa?) —murmuró Oleg.

El pañuelo que se aplicó contra la gorda nariz de mujikse empapó de sangre.

— Nu, dali—repitió antes de alejarse.

Me miré los nudillos. Estaban rojos pero intactos. Me llevé el reloj pulsera al oído. Sus tictacs eran enloquecidos.

SEXTA PARTE

1

Hablando de filosofía, cuando empecé a readaptarme, muy transitoriamente, a los recovecos de Quirn recordé que en algún sitio de mi oficina conservaba una serie de notas (sobre la Sustancia del Espacio) preparadas mucho antes para el relato de mis años y mis pesadillas juveniles (obra que ahora se conoce con el título de Ardis). Además, debía ordenar y retirar de mi oficina, o destruir implacablemente, toda la miscelánea acumulada desde que me inicié en la enseñanza.

Aquella tarde —una tarde de setiembre soleada y ventosa— había decidido, con la inexplicable rapidez de la inspiración genuina, que el período 1969-1970 sería el último que enseñaría en la Universidad de Quirn. Interrumpí mi siesta para solicitar una entrevista inmediata con el decano. Me pareció que su secretaria sonaba un tanto malhumorada en el teléfono. No quise explicarle nada de antemano y me limité a confiarle, en tono de broma, que el número "7" me había recordado siempre la bandera que el explorador clava en el cráneo del Polo Norte.

Salí de casa resuelto a ir a pie a la universidad; cuando llegué al séptimo álamo, pensé que quizá debería retirar un montón de papeles de mi oficina y regresé en busca de mi auto. Después me costó trabajo encontrar un lugar donde estacionar cerca de la biblioteca, a la cual pensaba devolver muchos libros pedidos meses, si no años, antes. Lo cierto es que llegué con algún retraso a mi cita con el decano, hombre nuevo en el puesto y lector nada asiduo de mis obras. Consultó con aire significativo su reloj y murmuró que tenía una entrevista dentro de pocos minutos en otro lugar, sin duda inventada.

Me produjo más gracia que sorpresa la vulgar alegría que el decano no se tomó la molestia de ocultar ante la noticia de mi renuncia. Apenas escuchó los motivos que una elemental cortesía me obligaba a darle (frecuentes dolores de cabeza, aburrimiento, la eficacia de las grabaciones modernas, los buenos ingresos que me procuraba mi novela, etcétera). Cambió por completo de actitud, para usar un lugar común que el individuo se merece. Fue y vino por su despacho, radiante de satisfacción. Me tomó la mano en un estallido de brutal efusión. Algunos animales de sangre azul prefieren desprenderse de un miembro frente al animal de rapiña antes que sufrir un innoble contacto. Dejé al decano cargado con un brazo de mármol que llevó en sus idas y venidas como un trofeo en bandeja, sin saber dónde ponerlo.