Rechacé todos mis compromisos y después de unos pocos años de abstinencia me entregué al placer de las investigaciones secretas. El espionaje había sido mi clystère. ¿Le Tchékhov ya antes de casarme con Iris Black, cuya posterior obsesión por escribir una interminable novela policial alimenté con algunas alusiones (que dejaba caer al pasar, como la lustrosa pluma de un pájaro) a mis experiencias en el vasto y brumoso ámbito del Servicio Secreto. En la modesta medida de mis posibilidades, había colaborado en la lucha librada por mis superiores. El fresno de flores azules en cuya corteza herida los dos "diplomáticos", Tornikovski y Kalikakov, depositaban su correspondencia secreta aún permanece, cubierto de cicatrices, en la cumbre sobre San Bernardino. Por economía estructural he suprimido de este relato de amor y prosa esas aficiones que me divertían tanto. Pero su existencia me ayudó —al menos durante algún tiempo— a combatir la locura y la angustia de un dolor sin consuelo.
Fue un juego de niños encontrar a unas parientas de Karl en los Estados Unidos: dos tías atroces que se odiaban mutuamente pero detestaban aún más al sobrino.
La Tía Número Uno me aseguró que el muchacho nunca había salido de Suiza (todavía seguían reexpidiendo a la casa de ella, en Boston, la correspondencia publicitaria dirigida al sobrino). La Tía Número Dos, el Terror de Filadelfia, me dijo que al muchacho le gustaba la música y que vegetaba en Viena.
Había sobrestimado mis fuerzas. Una seria recaída me confinó en un hospital casi durante un año. Interrumpí el descanso absoluto ordenado por todos mis médicos para acompañar a mi editor en una larga lucha legal contra los cargos de obscenidad hechos a mi novela por censores pudibundos. Volví a enfermarme. La presión de las alucinaciones que me acosaban aumentó cuando mis pesquisas sobre Bel se mezclaron con las controversias sobre mi novela. Veía con la claridad con que se ven las montañas o las naves un gran edificio con todas las ventanas iluminadas que procuraba avanzar sobre mí, más allá de las paredes del hospital, buscando un punto débil para derribarlas y precipitarse sobre mi cama.
A fines de 1960 averigüé que Bel ya estaba casada legalmente con Karl Ivanovich Vetrov, pero que él había sido destinado a un lugar remoto para un trabajo de índole desconocida. Entonces recibí una carta.
Me la hizo llegar un viejo y respetable hombre de negocios (lo llamaré A. B.), con una nota donde me explicaba que se dedicaba a la industria textil, aunque era ingeniero; que representaba a "una compañía soviética en los Estados Unidos y viceversa"; que la carta adjunta era de una dama, empleada en su oficina de Leningrado (la llamaré Dora), y se refería a mi hija, "a quien no tenía el honor de conocer pero que, según creía, necesitaba mi ayuda". Agregaba que volaría de regreso a Leningrado dentro de un mes y le alegraría "ponerse en contacto conmigo". La carta de Dora estaba escrita en ruso:
¡Admirado Vadim Vadimovich!
Sin duda recibirá usted muchas cartas de habitantes de nuestro país que se las arreglan -¡ empresa nada fácil!— para obtener sus libros. Pero esta carta no es tan sólo de una admiradora, sino también de una amiga de Isabella Vadimovna Vetrov, con quien comparto un cuarto desde hace más de un año.
Isabella Vadimovna está enferma, no tiene noticias de su marido y ni un solo kopek.
Por favor, comuniqúese con la persona que le entregará estas líneas. Es mi patrón y también un pariente lejano mío, y consiente en traernos una carta suya y también algún dinero, si es posible. Pero lo principal, lo principal (glavnoe, glavnoe) es que venga usted personalmente (lichno). Dígale si puede venir y dónde y cuándo podríamos hablar de la situación en que estamos. Todo en la vida es urgente (speshno, "apremiante", "impostergable") pero algunas cosas son terriblemente urgentes. Esta es una de ellas.
Para convencerlo de que ella está aquí, conmigo, puliéndome que le escriba, ya que —ella misma es incapaz de hacerlo, incluyo una clave que sólo ustedes pueden interpretar: "...y el sendero inteligente" (i umnitsa tropica).
Durante un minuto permanecí sentado ante la mesa del desayuno, bajo la mirada compasiva de Rose Brown, en la actitud de un habitante de las cavernas que se toma la cabeza con ambas manos al oír un derrumbe de piedras (las mujeres hacen el mismo ademán cuando algo se cae en un cuarto vecino). Desde luego, tomé mi decisión de inmediato. Palmeé al pasar las jóvenes nalgas de Rose Brown a través de su leve vestido y fui al teléfono.
Pocas horas después cenaba con A. B. en Nueva York (en el transcurso de los meses siguientes, le hice varios llamados de larga distancia desde Londres). Era un hombrecito soberbio, de forma perfectamente oval, calva reluciente y pies minúsculos calzados con esplendidez (el resto de su envoltura era menos refinada). Hablaba un frágil inglés con acento ruso y un ruso natal con signos de interrogación judíos. Me aconsejó que empezara por ver a Dora. Me indicó el lugar exacto donde podíamos encontrarnos. Me advirtió que al preparar mi viaje al sombrío País de las Maravillas de la Unión Soviética debía cumplir con un primer requisito: la gestión filistea para que me asignaran un nomer(cuarto de hotel). Sólo después podía solicitar la "visa". Sobre una montaña pardusca de blinis pecosos, empapados en manteca y acompañados de caviar (que A. B. me prohibió pagar, aunque me sobraba el dinero de Un reino junto al mar) habló poéticamente y con cierta extensión de su viaje a Tel Aviv.
El episodio que siguió en mi aventura (una visita a Londres) habría sido delicioso si no me hubieran abrumado sin cesar la ansiedad, la impaciencia, el tormento de los presagios. Por intermedio de varios caballeros azarosos (un antiguo amante de Allan Andoverton y dos de los misteriosos compinches de mi difunto benefactor) conservaba vínculos con el BINT, sigla mediante la cual los agentes soviéticos acronimizan el conocido, demasiado conocido British Intelligence Service. Fue así como pude obtener un pasaporte falso, o casi falso. Puesto que quizá vuelva a emplear este recurso en otra ocasión, no revelaré el alias que usé. Baste decir que cierta burlona semejanza entre mi verdadero apellido y el que adopté podía muy bien pasar, si me pescaban, por el error de un cónsul distraído y por indiferencia del perturbado viajero ante los documentos oficiales. Supongamos que mi verdadero apellido fuera "Oblonsky" (invención tolstoyana); el falso podría ser, por ejemplo, "O. B. Long", una borronskioblonga, por así decirlo. Ese alias podía desarrollarse como, digamos, "Oberon Bernard Long", de Dublín o Dumberton, y yo podía vivir usando ese nombre durante años en cinco o seis continentes.
Había escapado de Rusia antes de cumplir los diecinueve años, dejando en mis huellas el cuerpo derribado de un soldado rojo. Después había dedicado medio siglo a criticar, escarnecer, caricaturizar, retorcer como una toalla empapada en sangre, patear en el sitio más hediondo y atormentar de mil otras maneras al régimen soviético en cuanta ocasión se me presentaba al escribir mis obras. A decir verdad, durante el período y en el nivel literario a que pertenecían mis libros no hubo crítica más sostenida que la mía contra la brutalidad y la esencial estupidez bolchevique. Tenía, pues, clara conciencia de dos hechos: por un lado, con mi verdadero nombre jamás lograría que me asignaran un cuarto en el Evropeyskaya o el Astoria o cualquier otro hotel de Leningrado, a menos que presentara excusas extraordinarias y me retractara con abyecta exuberancia; por el otro, si al gestionar ese cuarto de hotel como el señor Long o Blong me interrumpían para alguna averiguación, podían surgir infinitas dificultades.