No podía evitar que Louise comprara muestras del arte pictórico en boga, pero logré confinar algunos de los objetos más repulsivos (como la colección de cuadros pintados por convictos " naïve") al comedor redondo, donde se sumergían en la bruma cuando cenábamos con invitados a la luz de las velas. Nuestras comidas habituales tenían lugar en un recodo entre la cocina y el cuarto de servicio. Allí instaló Louise su Máquina Expreso Cappuccino, mientras yo alojé en el extremo opuesto de la casa, el Cuarto Ópalo, un lecho imponente, hedónicamente aparejado y con respaldar acolchado. El cuarto de baño adyacente tenía una bañera menos cómoda que la usada hasta entonces y ciertas incomodidades perturbaban mis excursiones, dos o tres noches por semana, a la cámara nupcial (a través de la sala, escaleras crujientes, corredor del primer piso, y el inescrutable hilo de luz bajo la puerta de Bel). Pero mi intimidad me importaba mucho más que sus desventajas. Tenía el "toupet turco", como decía Louise, de prohibirle que se comunicara conmigo golpeando en su piso. Al fin hice instalar un teléfono interior en mi cuarto sólo para usarlo en alguna emergencia: pensaba en estados de nerviosismo tales como la sensación de derrumbe inminente que tenía a veces, durante mis ataques nocturnos con obsesiones escatológicas. Y siempre estaba la caja semillena de píldoras para dormir que sólo ella podía quitarme.

Decidimos, pues, dejar a Bel en su departamento, con Louise como su única vecina, en vez de reamueblar un espacio en espiral para adjudicar a Louise esos dos cuartos del este ("¿No crees que también yo necesito un estadio?") y trasladar a Bel, con cama y libros, al Cuarto Ópalo, en la planta baja, y dejarme a mí en el primer piso, en mi antiguo dormitorio. Tomé esa decisión con firmeza, a pesar de las enconadas sugerencias de Louise en el sentido de que sacara del sótano mis instrumentos de trabajo y desterrara a Bel con todas sus pertenencias a ese cubil tibio, seco, acogedor. Aunque estaba seguro de que nunca cedería, el proceso de transformar mentalmente cuartos y trasladar sus accesorios me enfermaba. No estaba arrepentido de haberme casado, reconocía los encantos y la eficacia funcional de Louise, pero mi adoración por Bel era el único esplendor, la única montaña majestuosa en la diatura de mi vida emocional. No bien me despertaba —o más bien, en cuanto resolvía levantarme para acabar con mi insomnio de la madrugada—, empezaba a preguntarme qué proyecto urdiría Louise para hostigar a mi hija. Dos años después, cuando el gris e imbécil autor de estas páginas y su voluble mujer llevaron a Bel a un tedioso viaje por Suiza y la dejaron en Larive, entre Hex y Trex, en una escuela donde "terminaría sus estudios" (donde terminaría con su niñez y la inocencia de la imaginación joven), fue el período entre 1955 y 1957 de nuestra vida à troixen la casa de Quirn, y no mis errores anteriores, el que recordaría entre sollozos y maldiciones.

Bel y su madrastra dejaron de hablarse; cuando era necesario, se comunicaban por señas: Louise, por ejemplo, apuntaba dramáticamente hacia el inexorable reloj y Bel negaba dando ligeros golpes en el cristal de su fiel reloj pulsera. Perdió todo su afecto hacia mí, esquivándome cuando intentaba una leve caricia. Adoptó de nuevo la expresión ausente que desdibujaba sus rasgos cuando llegó de Rosedale. Camus reemplazó a Keats. Sus calificaciones empeoraron. Dejó de escribir poesía. Un día en que Louise y yo preparábamos las valijas para nuestro próximo viaje a Europa (Londres, París, Pisa, Stresa y, en letras más chicas, Larive), tomé unos viejos mapas —Colorado, Oregón— de la "mejilla" de seda interior de una valija y en el momento en que mi secreto apuntador murmuró su " shcheka", encontré un poema de Bel escrito mucho antes de la intrusión de Louise en su confiada juventud. Pensé que a ella le haría bien leerlo y le tendí esa página de cuaderno (con los bordes desgarrados, pero aún mía) donde había estos versos escritos con lápiz:

A los sesenta, cuando mire hacia atrás,

selvas y colinas ocultarán

el valle, la fuente, la arena

y las huellas de un pájaro sobre ella.

Ya nada veré con mis ojos viejos,

pero sabré que la fuente allá estaba.

¿ Cómo es posible, entonces,

que cuando miro hacia atrás, a los doce

(¡ un quinto del lapso!),

sin duda con vista más aguda

y sin obstáculos en medio,

no pueda siquiera imaginar

aquel tramo de arena húmeda

y el pájaro caminando sobre ella

y el brillo de mi fuente?

—Es de una pureza que casi recuerda a Pound —observó Louise, cosa que me disgustó, porque consideraba a Pound un farsante.

7

Una dama suiza que enseñaba en el Departamento de Literatura Francesa de Quirn recomendó a Louise en el otoño de 1957 el Château Vignedor, la encantadora escuela de Bel, en una encantadora colina a trescientos metros sobre la encantadora Larive, junto al Ródano. Había otras dos escuelas de la misma índole que convenían a Bel, pero Louise se decidió por Vignedor a causa de una observación dicha al pasar no por su amiga suiza, sino por una muchacha en una agencia de viajes, quien resumió las características de la escuela en una frase: "Muchas princesas tunecinas."

Vignedor ofrecía cinco asignaturas principales (Francés, Psicología, Savoir-vivre, Couture, Cuisine), varios deportes (bajo la dirección de Christine Dupraz, famosa esquiadora) y doce clases suplementarias (capaces de retener a las muchachas más feas hasta que se casaran) que incluían Ballet y Bridge. Otro supplément—muy apropiado para huérfanos y niñas que nadie echaba de menos— era un trimestre estival, que llenaba la última parte del año con excursiones y estudios de la naturaleza. Algunas chicas afortunadas podían seguir ese curso alojándose en casa de la directora, Madame de Turm. Era un chalet alpino a unos mil doscientos metros sobre Vignedor. "Su luz solitaria, que titila en un negro repliegue de las montañas —decía el prospecto en cuatro idiomas— puede verse desde el Château en las noches claras." También había una especie de campamento para niños locales con diferentes clases de anormalidades, dirigido por la directora de deportes, que tenía aficiones médicas.

1957, 1958, 1959. A veces, en raras ocasiones, ocultándome de Louise —que se oponía a los veinte monosílabos espaciados de Bel por los que pagábamos cincuenta dólares—, la llamaba desde Quirn. Pero después de unos cuantos llamados recibí una breve nota de Madame de Turm en que me pedía que no perturbara a mi hija telefoneándole. Entonces me aislé en mi oscuro caparazón. ¡Oscuro caparazón, oscuros años de mi corazón! Por curiosa coincidencia, esa fue la época en que escribí Un reino junto al mar, mi novela más intensa, más regocijante, de más éxito comercial. Sus exigencias, su fantasía, la complicada elaboración de sus imágenes compensaron en cierto modo la ausencia de mi adorada Bel. Además, me hizo reducir mi correspondencia con ella (cartas llenas de afecto y de chismes, terriblemente artificiales, que Bel apenas se tomaba la molestia de contestar). Más asombroso, desde luego, más incomprensible para mí en la dolorosa perspectiva del recuerdo fue el efecto que ese entretenimiento mío tuvo en el número y extensión de nuestras visitas, entre 1957 y 1960, año en que Bel se escapó con un joven norteamericano progresista y de barba rubia. No hace pocos días, al examinar estas notas, me asombró comprobar que sólo vi a "mi adorada Bel" cuatro veces en tres veranos, y que sólo dos de nuestras visitas duraron tanto, como un par de semanas. Debo agregar, sin embargo, que ella se negó resueltamente a pasar sus vacaciones en casa. Es evidente que nunca debí mandarla a Europa. Hubiera sido mejor calcinarme en mi casa infernal, entre una mujer pueril y una niña sombría.