Era fatal que ocurriera, pero tenía la esperanza de que me dejaran terminar la frase. No fue así. Con el movimiento lento y silencioso de un gato gris —al que se parecía por sus bigotes enhiestos y su espalda encorvada—, King se levantó de la silla y fue con un vaso en cada mano hacia el dorado resplandor de un aparador densamente poblado. Con ambas manos di contra el borde de la mesa un golpe teatral que sobresaltó a la señora Morgain (medio dormida o prodigiosamente envejecida en los últimos minutos) y paré en seco a King, que se volvió en silencio como un autómata (ejemplificando mi relato) y con el mismo sigilo se deslizó en su silla con los vasos vacíos.
—Como decía, mi amigo está confundido por algo muy irritante en la maquinaria del cambio de una posición a la otra, del este al oeste o del oeste al este, de una maldita nínfula a la otra... Oh, pierdo el hilo de mi relato, se ha atascado el cierre relámpago de mi pensamiento, es absurdo...
Absurdo y embarazoso: esas dos chiquillas de muslos frescos y cuellos cremosos habían iniciado una disputa para decidir cuál de ellas se sentaría en mi rodilla izquierda, ese lado de mi regazo donde estaba la miel. Procuraban montar en el Corcel Izquierdo, gorjeando en tirolés, empujándose mutuamente, mientras la prima Fay se inclinaba hacia mí y decía en tono macabro: " Elles vous aiment tant!" Al fin pellizqué la nalga que tenía a mano y con un chillido ambas reanudaron sus corridas, como aquel eterno trencito del parque de diversiones, rozando las zarzas.
No lograba ordenar mis pensamientos, pero Audace acudió en mi ayuda.
—Para terminar —dijo (y la cruel Louise emitió un audible "¡Uf!")—, la perturbación de nuestro paciente no se relaciona con un acto físico, sino con el intento de imaginarlo. Lo único que puede hacer mentalmente es omitir el giro y pasar de un plano visual al otro con el blanco neutral en un cambio de diapositivas en una linterna mágica, después del cual se encontrará en una nueva dirección que habrá perdido o no habrá contenido nunca la idea de lo "opuesto". ¿Alguien quiere agregar algo?
Después de la pausa que suele seguir a esa pregunta, John King dijo:
—Yo aconsejaría a ese señor Twidower que olvide semejante disparate. Un disparate encantador, pintoresco, pero también inocente. ¿Quieres decir algo, Jane?
—Mi padre, que era profesor de botánica —dijo la señora King—, tenía una característica bastante graciosa: sólo podía memorizar los números primos de las fechas históricas y los números telefónicos. El nuestro, por ejemplo, es 9743: sólo recordaba dos cifras, la segunda y la última, combinación inútil. Las otras dos cifras eran como huecos entre dientes.
—Oh, qué curioso —exclamó Audace, sinceramente divertido.
Hice notar que no era io mismo. La afección de mi amigo le provocaba náuseas, mareos, dolor de cabeza como un juego de bolos.
—Sí, comprendo, pero la característica de mi padre también tenía consecuencias. No era tan sólo su incapacidad para memomar, por ejemplo, el número de su casa en Boston, el 68, aunque lo veía todos los días. El problema es que no podía superar esa incapacidad. Y nadie, absolutamente nadie, podía explicar por qué sólo podía ver en su mente un agujero sin fondo en lugar del 68.
Nuestro anfitrión reinició su mutis con más decisión que antes. Audace tapó con la palma de la mano su vaso vacío. Aunque borracho como una cuba, esperé que volvieran a llenar el mío, pero me omitieron. Las paredes del cuarto redondo estaban de nuevo más bien opacas, gracias a Dios, y las pequeñas dolomitas ya no trotaban alrededor de la mesa.
—Cuando yo soñaba con ser bailarina —dijo Louise— y era la preferida de Blanc, hacía ejercicios mentales acostada en la cama y no tenía la menor dificultad para imaginar vueltas y revueltas. Es cuestión de práctica, Vadim. ¿Por qué no te vuelves en la cama cuando quieres imaginarte regresando a esa Biblioteca? Tenemos que irnos, Fay, ya es más de medianoche.
Audace echó una mirada a su reloj pulsera, murmuró la exclamación que el Tiempo debe de estar harto de oír y me agradeció por la estupenda velada. La boca de Lady Morgain imitó la abertura rosada de la trompa de un elefante cuando formó sin sonido la palabra "baño", ante lo cual la señora King la guió en un remolino de seda verde. Permanecí a solas frente a la mesa redonda, me puse con esfuerzo de pie, apuré el resto del daiquiride Louise y me reuní con ella en el vestíbulo.
Nunca se entregó a mi abrazo ni se estremeció con tanta ternura como en ese momento.
—¿Cuántos críticos cuadrúpedos —preguntó después de una dulce pausa en el jardín a oscuras— te acusarían de tomarles el pelo si publicaras la descripción de esa extraña enfermedad? ¿Tres, diez, una manada?
—No es una "enfermedad". Tampoco es "extraña". Sólo quería prevenirte que si alguna vez me vuelvo loco, será un resultado de mis juegos con la idea del espacio. "Volverme" en la cama sería una trampa, y tú no me ayudarías.
—Te llevaré al consultorio de un psicoanalista que es divino.
—¿Es lo único que se te ocurre?
—¡Claro! ¿Por qué no?
—Piensa, Louise.
—Ah, además voy a casarme contigo. Sí, tonto.
Se fue antes de que abrazara de nuevo su esbeltez. El cielo estrellado, causa habitual de desasosiego, ahora me divertía vagamente: pertenecía, junto con la fadeurotoñal de las flores apenas visibles, al mismo ejemplar de alguna revista femenina que Louise. Oriné en las flores de un áster susurrante y miré hacia la ventana de Bel, en posición c2. Estaba iluminada, como la que ocupaba la posición e1: el Cuarto Ópalo. Entré en él y advertí con alivio que manos bondadosas habían despejado y limpiado la mesa, la mesa redonda con el borde opalescente, frente a la cual había dado una de mis conferencias más brillantes. Oí que Bel me llamaba desde su cuarto, tomé un puñado de almendras saladas y subí la escalera.
5
El día siguiente era domingo. Me levanté bastante temprano. Envuelto en mi bata de frisa vigilaba los huevos que se agitaban en su infierno, cuando alguien entró en el living roompor una puerta lateral que nunca me tomaba la molestia de cerrar.
¡Louise! Louise, vestida de color malva colibrí para la iglesia. Louise, en un dorado resplandor de sol otoñal. Louise, apoyada contra el piano de cola, como a punto de cantar y mirando a su alrededor con una sonrisa lírica.
Fui el primero en interrumpir el abrazo.
VADIM: No, querida, no. Mi hija puede aparecerse de un momento a otro. Siéntate.
LOUISE (examina un sillón y se sienta en él): Qué lástima. ¡No sabes cuántas veces estuve en este cuarto! A decir verdad, a los dieciocho años me acostaron sobre este piano de cola. Aldy Landover era feo, sucio, brutal... y totalmente irresistible.