Nos sentamos en torno a una mesa como la esfera de un reloj (totalmente indiscernible de la que había en el Cuarto Ópalo de mi casa, al este del Stein albino): Louise a las doce, el profesor King a las dos, la señora Morgain a las cuatro, la señora King —vestida de seda verde— a las ocho, Audace a las diez y yo a las seis, o quizá un minuto después, ya que Louise no estaba exactamente frente a mí, o tal vez había acercado su silla unos sesenta segundos hacia la de Audace, aunque me había jurado sobre la Guía Social y un ejemplar del Quién es Quién que él nunca se había tomado libertades con ella, si bien un magnífico poema del propio Audace en Artisan sugería lo contrario:
Ah, recuerdo esa noche,
amada mía,
cuando estuvimos el uno junto al otro
( oyendo los murmullos de la fiesta
que nos llegaban desde abajo)
en el amplio lecho de mi anfitrión
cubierto con los abrigos de tus invitados:
viejos impermeables, falsos armiños,
una bufanda a rayas (mía),
las pieles de otra amante que tuve
( más conejo que foca);
sí , una montaña de inviernos
como esa contra la cual se recuestan
los lacayos en el vestíbulo de la Ópera,
Canto Primero de Onegin,
donde , bajo las arañas de cristal
de una sala repleta, tú, amor mío,
podrías haber sido la bailarina
que vuela como una pluma en un decorado
de álamos y fuentes.
Empecé a hablar con la voz alta, clara, insolente (aprendida de Ivor en la playa de Cannice), mediante la cual infundía el temor de Febo al inaugurar un seminario recalcitrante en los primeros años que enseñé en Quirn:
—Quiero contarles el curioso caso de un íntimo amigo mío a quien llamaré...
La señora Morgain depositó su vaso de whisky sobre la mesa y se inclinó confidencialmente hacia mí:
—¿Sabe usted? Conocí a la pequeña Iris Black en Londres, creo que alrededor de 1919. Su padre tenía cierta vinculación con el mío, el embajador. Yo era una norteamericana muy romántica. Ella, una belleza deslumbrante, muy sofisticada. ¡Recuerdo cuánto me impresionó cuando me enteré de que se había ido y se había casado con un príncipe ruso!
—Fay —exclamó Louise—. ¡Fay! Su Alteza está hablando desde el trono.
Todos rieron y las dos niñas tirolesas de piernas al aire que se perseguían en torno a la mesa saltaron por encima de mis rodillas y siguieron corriendo.
—Llamaré a este amigo mío cuyo caso examinaremos a continuación con el nombre de Twidower. Este nombre tiene ciertas connotaciones, como advertirán quienes recuerden el cuento que da título a mi libro Exilio de Mayda.
(Tres personas, los Kings y Audace, levantaron tres manos mirándose mutuamente con orgullo compartido.)
—Ese hombre, ya en su poderosa madurez, piensa casarse por tercera vez. Está profundamente enamorado de una mujer joven. Antes de proponerle matrimonio, la honradez exige que la ponga al corriente de cierta enfermedad que padece. Desearía que estas niñas no me sacudieran la silla cada vez que pasan corriendo. "Enfermedad" es, quizá, una palabra demasiado fuerte. Digámoslo de este modo: hay ciertas fallas en el mecanismo de su mente. Él mismo me describió una de ellas que no parece muy grave, pero es muy perturbadora e insólita, y puede ser síntoma de una afección inminente y más seria. Consiste en lo siguiente: cuando este hombre está acostado en la cama e imagina un tramo de calle, por ejemplo la acera a mano derecha yendo desde la Biblioteca a...
—La tienda de bebidas alcohólicas —contribuyó King, bromista inexorable.
—Está bien, la tienda de Recht. Queda a unos cuatrocientos metros...
Nueva interrupción, esta vez de Louise (la única a quien, en verdad, me dirigía). Se volvió hacia Audace y le informó que era incapaz de visualizar cualquier distancia en metros, a menos que la dividiera por la extensión de una cama o un balcón.
—Qué romántico —dijo la señora King—. Siga usted, Vadim.
—... unos cuatrocientos metros de la Biblioteca de la Universidad, del mismo lado. Y el problema de mi amigo es este: puede ir mentalmente hasta allí y hacer el camino de regreso, pero es incapaz de girar mentalmente y transformar ese "allí" en el "regreso".
—Tengo que telefonear a Roma —murmuró Louise; estaba a punto de levantarse de la silla, pero le supliqué que siguiera escuchándome. Louise se resignó, aunque me advirtió que no entendía una sola palabra de mi perorata.
—Repite eso de "girar mentalmente" —dijo King—. Nadie ha entendido.
—Yo he entendido —dijo Audace—. Supongamos que la tienda de bebidas está cerrada y el señor Twidower, que también es amigo mío, gira sobre sus talones para regresar a la Biblioteca. En la realidad de la vida, lo hace sin dudas ni problemas, con la naturalidad e inconsciencia con que lo hacemos todos, aun cuando la mirada crítica del escritor ve... A íoi, Vadim.
—... ve —continué, aceptando el bastón de la carrera de relevos— que, según la velocidad con que giremos, cercas y toldos dan la vuelta a nuestro alrededor con el pesado movimiento de un tiovivo o (saludé a Audace) con el rápido vuelo del extremo de una bufanda a rayas (Audace sonrió, registrando el audacianismo) que nos pasamos por encima del hombro. Pero si estamos inmóviles, acostados en la cama, y ensayamos o repetimos mentalmente el proceso de volvernos tal como lo hemos descrito, no es tanto el giro total lo que resulta difícil de percibir con la mente, cuanto su resultado, la inversión de lo que vemos, el cambio de dirección. Eso es lo que procuramos imaginar en vano. La dirección en que está la tienda de bebidas alcohólicas no se convierte sencillamente en la opuesta, como sucede cuando caminamos en la realidad. El pobre Twidower se queda perplejo.