Después hubo un momento que en mi recuerdo es brumoso. Pero debió ocurrir poco después, en el mismo motel o en el siguiente, durante el viaje de regreso, cuando Bel se deslizó en mi cuarto al amanecer, se sentó en mi cama —aparta las piernas— con la parte superior de su pijama para leerme otro poema:

En el oscuro sótano acaricié

la sedosa cabeza de un zorro.

Cuando la luz volvió

y todos exclamaron "¡Ah!",

vi que sólo era

Médor, un perro muerto.

Volví a elogiar su talento y la besé con más ternura, quizá, que la merecida por el poema ya que, a decir verdad, me pareció bastante hermético. Pero no se lo dije. Al fin Bel bostezó y se quedó dormida en mi cama, costumbre que por lo general yo no toleraba. Hoy, sin embargo, al releer esos versos extraños, veo a través de su cristal refulgente el tremendo comentario que escribiría acerca de ellos, con galaxias de anotaciones y notas al pie, semejantes a los reflejos de puentes iluminados tendidos sobre aguas oscuras. Pero el alma de mi hija le pertenece a ella y mi alma es mía, y que Hamlet Godman se pudra en paz.

4

A principios del período académico 1954-1955, cuando se acercaba el decimotercer cumpleaños de Bel, yo persistía en un delirio de felicidad, aún sin ver nada malo, o peligroso, o absurdo, o lisa y llanamente cretino en mis relaciones con mi hija. Salvo por algunos deslices insignificantes —unas pocas gotas calientes de ternura desbordante, un jadeo disfrazado de tos y cosas por el estilo—, mis relaciones con ella eran esencialmente inocentes. Pero sean cuales fueren mis virtudes como profesor de literatura, hoy sólo veo incompetencia, excesiva falta de disciplina en el reflejo de aquel dulce pasado depositado en mi memoria.

Otras personas me ganaban en perspicacia. Mi primera crítica fue la señora Noteboke, robusta dama morena vestida con tweeds de sufragista, que en vez de impedir que su Marion, una nínfula depravada y vulgar, husmeara en la vida hogareña de una compañera de escuela, me sermoneó sobre la educación de Bel y me aconsejó enérgicamente que empleara a una institutriz con experiencia, preferiblemente alemana, para que la cuidara día y noche. Mi segunda crítica —mucho más comprensiva y discreta— fue mi secretaria, Myrna Soloway, quien se quejó de que no podía seguir el rastro de las revistas literarias y recortes que yo recibía por correo, ya que las interceptaba una pequeña lectora inescrupulosa y ávida. Agregó suavemente que la escuela secundaria de Quirn, último refugio de buen sentido en mi increíble situación, estaba asombrada tanto por los modales de Bel como por su inteligencia y su conocimiento de "Proust y Prévost". Hablé con la señorita Lowe, la directora, bastante bonita, y ella me mencionó un "pensionado" que sonaba como una especie de cárcel de madera, y un "curso de verano" aún más sórdido ("con todos esos murmullos de pájaros y relinchos en los bosques... ¡en los bosques, señorita Lowe!"), para reemplazar las "excentricidades del hogar de un creador, 'De un gran artista, profesor". Señaló, ante la risa nerviosa del creador, que una hija tan joven debía educarse como un futuro integrante de nuestra sociedad, y no como un cachorro divertido. Durante esa conversación no logré quitarme de encima la sensación de que todo eso era una pesadilla que había tenido o tendría en alguna otra existencia, en alguna otra serie de sueños numerados.

Empezaban a amontonarse nubes de vaga inquietud (para describir con frases hechas una situación que es un lugar común) en torno a mi cabeza metafórica cuando se me ocurrió una solución sencilla y hábil para todos mis problemas y confusiones.

El espejo de pie frente al cual habían ondulado muchas huríes de Landover en su fugaz y moreno resplandor me servía ahora para contemplar la imagen de un aspirante a atleta leonino, de cincuenta y cinco años, que para reducir la cintura y ensanchar el pecho hacía ejercicios con ayuda de un "Elmago" ("Combina las ventajas técnicas de Occidente con la magia de Mitra"). Era una buena imagen. Un viejo telegrama (que encontré sin abrir en un número de Artisan, revista literaria hurtada por Bel de la mesa del vestíbulo) enviado por un suplemento dominical de Londres me pedía opinión sobre los rumores —que también yo había oído— de que yo era el primer candidato entre la abstracta competencia para lo que nuestros hermanos norteamericanos llamaban "el premio más importante del mundo". Eso podía impresionar a la persona, bastante sensible al éxito, en quien yo pensaba. Al fin supe que durante las vacaciones de 1955 el pobre Gerry Adamson murió en Londres tras una serie de ataques y Louise estaba libre. Demasiado libre. Le escribí una carta urgente para intimarla a que regresara de inmediato a Quirn para que habláramos seriamente de algo relacionado con nosotros dos. La carta llegó hasta Louise después de describir un círculo cómico por cuatro lugares de moda en Europa. Nunca vi el telegrama que, según ella, me había enviado desde Nueva York el 1o de octubre.

El 2 de octubre, día de calor anormal, el primero de una larga serie, la señora King telefoneó por la tarde para invitarme entre risas enigmáticas a una " soiréeimprovisada, dentro de pocas horas, a eso de las nueve de la noche, cuando haya metido en cama a su adorable hija". Acepté porque la señora King era un alma pura, la más bondadosa de la universidad.

Tenía un dolor de cabeza atroz y resolví que caminar tres kilómetros en la noche clara y fresca me haría bien. Mis relaciones con el espacio y los traslados espaciales son tan diabólicamente complicadas que no recuerdo si caminé, o si fui en automóvil, o si me limité a ir y venir por la galería abierta que corría al frente de nuestro primer piso, o qué.

La primera persona que me presentó mi anfitriona —en una digna ceremonia de júbilo social— fue la prima "inglesa" que había alojado a Louise en su casa de Devonshire: Lady Morgain, "hija de nuestro anterior embajador y viuda del medievalista de Oxford", figuras borrosas en una pantalla apenas iluminada. Era una cincuentona medio sorda y decididamente idiota, con un peinado cómico y un vestido imperdonable; ella y su vientre avanzaron hacia mí con tal ímpetu que apenas tuve tiempo de esquivar ese ataque amistoso antes de verme acorralado '"entre los libros y las botellas", como solía decir el pobre Gerry de los cocktailsuniversitarios. Pasé a un mundo diferente, más refinado, cuando me incliné para besar la fresca mano de Louise, diestramente tendida como el cuello de un cisne. Mi querido, viejo Aut dace me recibió con el abrazo latino que practicaba para señalar el grado más alto de afinidad espiritual y estima mutua. John King, con quien me había encontrado poco antes en un corredor de la universidad, me saludó con los brazos levantados, como si las cincuenta horas trascurridas desde nuestra última charla se hubieran convertido por arte de magia en medio siglo. Éramos sólo seis personas en una sala amplia, sin contar dos niñas pintadas, con trajes tiroleses, cuya presencia, identidad y existencia misma son hasta el día de hoy un misterio familiar —familiar porque esas grietas zigzagueantes en el yeso son típicas de las prisiones o palacios a que me lleva un alegre desvarío cada vez que me dispongo a hacer, como en esa ocasión, un anuncio climático que requiere absoluta claridad mental. Éramos, como he dicho, sólo seis personas animales (y dos pequeños fantasmas) en aquel cuarto, pero a través de las desagradables paredes traslúcidas podía distinguir —¡sin mirar!— filas y palcos de borrosos espectadores, con la sensación de tener en la mente un cartel que en el lenguaje de la locura significaba "Sólo quedan entradas de pie".