La fama literaria de Gerard Adamson era muy superior a la de Audace, modesto, mucho más importante y resentido que su rival. Gerry era un carcamán fofo que debería andar por los sesenta cuando, después de una vida de estético ascetismo, sorprendió a su élite casándose con Louise, chica sin prejuicios y con piel de porcelana. Los famosos ensayos de Adamson —sobre Donne, Villon, Eliot—, su poesía filosófica, sus recientes Letanías laicasno significaban nada para mí; pero era un viejo borracho muy espectacular cuyo humorismo y erudición acababan con la resistencia del individuo menos sociable. Descubrí que me divertían las frecuentes reuniones que para entretenerme y consolarme daban el viejo Noteboke y su hermana Phoneme, los deliciosos King, los Adamson y mi poeta favorito.

Louise, que tenía una tía muy chismosa en Honeywell, me mantenía informado, a discretos intervalos, sobre la salud de mi hija Bel. Un día de primavera, en 1949 o 1950, pasé por la tienda de bebidas alcohólicas en Rosedale, después de una reunión de trabajo con Horace Peppermill, y ya salía de la playa de estacionamiento cuando vi a Annette inclinada sobre un cochecuna, frente a un mercado en el otro extremo del Shopping Center. En su cuello inclinado, en su melancólica concentración, en ese fantasma de sonrisa dirigida al niño en el coche-cuna había algo que estremeció con una sensación de lástima mi sistema nervioso, y no resistí la tentación de acercarme. Annette se volvió y antes de que yo pudiera balbucear algunas palabras frenéticas —de desesperación, de ternura— sacudió la cabeza, prohibiéndome que me acercara aún más. " Nikogda", murmuró, "nunca", y no fui capaz de descifrar la expresión de su pálido rostro ojeroso. Una mujer salió del mercado y le agradeció que hubiera cuidado al pequeño extraño —un niño pálido y flaco, de aire casi tan enfermo como el de Annette. Volví en seguida a la playa de estacionamiento, reprochándome el no haber recordado que Bel debía tener ya unos siete u ochos años. La mirada luminosa de su madre me persiguió durante varias noches; hasta me sentí demasiado enfermo como para asistir a una fiesta de Pascuas en una de las casas amigas de Quirn.

Durante ese u otro período de abatimiento, un día oí que tocaban el timbre de la entrada y mi criada negra —la pequeña Nefertiti, como la llamaba— fue a abrir la puerta. Salí de la cama y apoyé la carne desnuda contra el frío borde de la ventana, pero no llegué a tiempo para ver quiénes habían entrado, a pesar de que me incliné bajo el ruidoso chaparrón primaveral. Una frescura de flores, ramos y nubes de flores, me recordó otras épocas, otras ventanas. Distinguí parte del brillante auto negro de los Adamson frente a la puerta del jardín. ¿Habrían venido los dos? ¿Sólo ella? Solus rex? Los dos, por desgracia, a juzgar por las voces que atravesaban desde el vestíbulo mi casa transparente. El viejo Gerry, poco amigo de escaleras prescindibles y aterrado por la posibilidad de contagios, se quedó en el living. La voz y los pasos de su mujer empezaron a subir. Nos habíamos besado por primera vez pocos días antes, en la cocina de los Noteboke (buscábamos hielo y encontramos fuego). Tenía buenos motivos para esperar que el interludio antes de la escena obligatoria fuera breve.

Louise entró, depositó dos botellas de oporto para el inválido y se quitó el suéter por encima de las clavículas desnudas y los rizos castaños, violados. En un sentido estrictamente artístico, declaro que era la más hermosa de mis tres amantes principales. Tenía cejas finas, dirigidas hacia arriba, ojos color zafiro que registraban (es el término exacto) con asombro constante el paraíso terrenal (el único que llegaría a conocer, me temo), pómulos sonrosados, boca como un pimpollo, encantador abdomen cóncavo. En menos tiempo del que tomó a su marido, lector rápido, recorrer dos columnas impresas, lo "coronamos". Me puse unos pantalones azules, una camisa rosa, y seguí a Louise escaleras abajo.

Su marido estaba sentado en un cómodo sillón, leyendo un semanario inglés comprado en el Shopping Center. No se había tomado la molestia de quitarse el horrible impermeable negro —una voluminosa túnica de tela engomada que conjuraba la imagen de un cochero en una noche de copiosa lluvia—. Pero al vernos se quitó los formidables anteojos y se aclaró la garganta con su carraspeo característico. Le tembló la papada cuando se lanzó a la empresa del lenguaje racional.

GERRY: ¿Ha leído usted este periódico, Vadim? (Acentuando Vadim de manera incorrecta, en la primera sílaba.) El señor... (nombró a un criticastro particularmente vivaz) ha hecho polvo su Olga(mi novela sobre una professorsha; acababa de aparecer la edición inglesa).

VADIM: ¿No quiere un trago? Brindaremos por la salud y por la muerte de ese individuo.

GERRY: Pero él tiene razón. Es su peor libro. Chute complete, dice el hombre. Sabe francés, además.

LOUISE: Nada de tragos. Debemos volver en seguida a casa. Vamos, levántate de ese sillón. Haz otro esfuerzo. No te olvides de los anteojos ni del periódico. Ya está. Au revoir, Vadim. Mañana te traeré por la mañana esas píldoras, cuando lo deje a él en la facultad.

¡Qué diferente era todo eso, pensé, de los refinados adulterios en los castillos de mi primera juventud! ¿Dónde estaba el romántico estremecimiento de una mirada intercambiada con una amante reciente en presencia de un coloso taciturno, el Marido Celoso? ¿Por qué el recuerdo del último abrazo ya no se fundía como antes con la certeza del siguiente, formando una súbita rosa en una flauta de cristal vacía, un súbito arco iris en el empapelado blanco? ¿Qué fue lo que Emma vio que una mujer elegante dejaba caer en el sombrero de copa de aquel hombre? Escribe de manera legible.

2

El erudito enloquecido de Esmeralda y su Parandro mezcla a Shakespeare con Botticelli haciendo que Primavera termine como Ofelia, con todas sus flores. La dama locuaz de mi novela La doctora Olga Repninobserva que sólo en Norteamérica son sensacionales los tornados y las inundaciones. El 17 de mayo de 1953, varios diarios publicaron la fotografía de toda una familia, con su jaula de pájaros, su fonógrafo y otras valiosas posesiones, navegando en mitad del lago Rosedale sobre el techo de su cabaña. En otros diarios aparecía la foto de un pequeño Ford atrapado por las ramas más altas de un árbol intrépido, con un hombre —cierto señor Byrd a quien Horace Peppermill conocía— todavía sentado ante el volante, aturdido, magullado, pero vivo. Una destacada personalidad de la Oficina de Informaciones Meteorológicas fue acusada por su demora criminal con los pronósticos. Un grupo de quince escolares, que habían ido a ver una colección de animales disecados donados al Museo Rosedale por la viuda del benefactor, estaban a salvo en la oscuridad de ese sólido edificio cuando pasó el tornado. Pero la cabaña más bonita que había junto al lago fue arrebatada por el vendaval y nunca encontraron los cadáveres ahogados de sus dos ocupantes.

El señor Peppermill, cuyas facultades naturales no estaban en proporción con su perspicacia legal, me advirtió que si yo deseaba entregar a mi hija a los cuidados de su abuela, en Francia, debía cumplir con determinadas formalidades. Le observé tranquilamente que la señora Blagovo era una inválida idiotizada y que la maestra que albergaba a mi hija debía llevarla a mi casa DE INMEDIATO. El señor Peppermill me dijo que él mismo iría a buscarla a principios de la semana próxima.