CUARTA PARTE

1

Aprender a manejar aquel "Lince" (apodo cariñoso con que llamaba mi nueva coupé) tenía sus lados cómicos y dramáticos. Pero después de dos aplazos y de algunas composturas, estuve físicamente y legalmente habilitado para emprender una larga excursión en automóvil hacia el oeste. Hubo, en verdad, un momento de tremenda angustia, a medida que las primeras montañas distantes iban perdiendo su parecido con nubes moradas, en que recordé los viajes que hacíamos con Iris a la Riviera en nuestro viejo Icaro. Si de cuando en cuando ella me permitía tomar el volante, lo hacía por espíritu de diversión, ya que era una muchacha muy deportiva. Con qué sollozos recordaba el día en que me las arreglé para llevarme por delante la bicicleta del cartero, apoyada contra una pared rosa a la entrada de Carnavaux. ¡Cómo se doblaba mi Iris de hermosa risa al ver ese objeto derribado frente a nosotros!

Pasé el resto del verano explorando el increíble lirismo de las Montañas Rocosas, embriagándome con ráfagas de Rusia Oriental en la zona de las artemisas y con fragancias de la Rusia del Norte tan fielmente reproducidas, más allá del límite de los bosques, por breves pantanos que reflejaban el cielo entre montes de nieve y orquídeas. Pero ¿eso era todo? ¿Qué misteriosa busca me impulsaba a mojarme los pies como un niño, a subir cuestas, a mirar muy de cerca cada flor amarilla o a sobresaltarme cada vez que una mancha de color se deslizaba al borde de mi campo visual? ¿Cómo explicar la sensación onírica de haber llegado con las manos vacías? ¿Vacías de qué? ¿Sin un revólver? ¿Sin una vara? Esto no me atrevía a averiguarlo, por temor de herir la carne viva bajo mi delgada identidad.

Ignoré el principio de las clases y en una prematura "licencia sabática" que dejó perplejas a las autoridades de la universidad pasé el invierno en Arizona, donde procuré escribir Los arlequines invisibles, libro parecido al que tiene el lector entre manos. Sin duda aún no estaba en condiciones para emprender ésa obra y quizá me esforcé demasiado para dar forma a inexpresables matices de emoción. Lo cierto es que asfixié mis Arlequines bajo demasiadas capas de sentidos, como una campesina rusa que en su cabaña sofocante cubre ( zaspat') a su hijo bajo un pesado olvido después que su marido borracho la ha apaleado.

Seguí hasta Los Ángeles y me consternó enterarme de que la compañía cinematográfica con la cual contaba estaba a punto de quebrar después de la muerte de Ivor Black. Durante mi regreso, a principios de primavera, volví a encontrarme con los queridos fantasmas de mi niñez en las alturas, entre el verde tierno de los álamos, en laderas cubiertas de coníferas. Durante seis meses seguí vagabundeando de motel en motel; en varias ocasiones algunos conductores cretinos abollaron y rasparon mi auto, hasta que lo cambié por un apacible sedan Bellargus de un azul celestial que Bel comparó con el de una mariposa Morpho.

Otro detalle: con patética minucia anotaba en mi diario todas mis paradas, todos mis moteles ( Mes Moteaux, habría dicho Verlaine), Panorama del lago, Panorama montañés, La serpiente emplumada, en Nueva México, Hostería Lolita, en Tejas, Álamos solitarios (si los hubieran reclutado, habrían patrullado todo un río), y bastantes crepúsculos como para hacer felices a todos los murciélagos del mundo y a un genio moribundo. ¡Mira, mira los arlequines! Mira ese extraño arrebato febril de tabulación viática que conservé como si hubiera sabido que aquellos moteles prefiguraban las etapas de mis futuros viajes con mi querida hija.

A fines de agosto de 1947, con la piel tostada y más nervioso que nunca, trasladé mis muebles del depósito a mi nuevo alojamiento (1 Larchdell Road), encontrado por la eficaz y bonita señorita Soloway. Era una encantadora casa de piedra gris, de dos pisos, con un gran ventanal y un piano de cola blanco en el largo living, tres dormitorios virginales en el primer piso y una biblioteca en el sótano. Había pertenecido al difunto Alden Landover, el refinado escritor de mediados de siglo. Con ayuda de las satisfechas autoridades de la universidad —y sacando partido de su alegría por verme de regreso— resolví comprar esa casa. Me gustaba su olor erudito, placer raras veces concedido a la exquisita sensibilidad de mi membrana de Brunn, y también su pintoresco aislamiento en un tremendo jardín descuidado, sobre una cuesta con alerces y varas de oro.

Para que Quirn siguiera agradecida, también resolví reorganizar mi contribución a su fama. Suprimí el seminario sobre Joyce, que en 1945 había atraído (si ese es el término adecuado) a cinco oscuros estudiantes avanzados y a un principiante no del todo normal. En compensación, inauguré un tercer curso sobre Obras Maestras (que ahora incluía el Ulises) a mi ración semanal. Pero la principal innovación fue mi audacia para transmitir conocimientos. Durante mis primeros cinco años de Quirn había acumulado dos mil páginas de comentarios literarios mecanografiados por mi asistente (advierto que aún no lo he presentado: Waldemar Exkul, un brillante joven báltico, mucho más docto que yo; dixi, Ex !). Pedí a la sección Xerox que multiplicara esas páginas para distribuirlas entre por lo menos trescientos estudiantes. Los viernes, cada estudiante recibía una hornada de las cuarenta páginas que yo les había recitado, con algunas addenda, en el salón de conferencias. Esas addendaeran una concesión a las autoridades, que me habían advertido con razón que sin ese ardid nadie necesitaba asistir a mis clases. Los lectores debían firmar las trescientas copias de las dos mil páginas mecanografiadas y devolvérmelas antes del examen final. Al principio hubo fallas en el sistema (por ejemplo, en 1948 sólo me devolvieron 153 juegos incompletos, muchos de ellos sin firmar), pero en general funcionó bien, o por lo menos debió funcionar. Otra decisión que tomé fue la de ponerme a disposición de los demás profesores con más generosidad que antes. La aguja roja de mi escala se detenía ahora en una cifra muy conservadora cuando, enteramente desnudo, con los brazos colgando como los de un torpe troglodita, me paraba en la fatal plataforma y con ayuda de mi nueva criada (una encantadora muchacha negra de perfil egipcio), me las arreglaba para distinguir qué había en la bruma entre mis anteojos para leer y para ver de lejos: gran triunfo que festejé comprando varios trajes nuevos. Iba con frecuencia al Pub, un bar universitario, donde procuraba alternar con muchachos de zapatillas blancas, pero donde acabé enredado con camareras profesionales. Y anoté en mi libreta las direcciones de unos veinte colegas.

El más apreciado entre mis nuevos amigos era un hombre de aire frágil, ojos tristes, cara de mono, pelo negro encanecido por sus cincuenta y cinco años: el talentoso poeta Audace, cuyo antepasado paterno era el elocuente e infortunado girondino del mismo nombre (" Bourreau, fais ton devoir envers la Liberté!") pero que no sabía una palabra de francés y hablaba norteamericano con vulgar acento del medio oeste. Otra interesante imagen de alcurnia era Louise Adamson, la joven esposa del rector de la sección de Literatura Inglesa: su abuela, Sybil Lanier, había ganado en Filadelfia el Campeonato Nacional de Golf Femenino en 1896.