Sonó el teléfono en mi amplio escritorio ("grande como cama para dos", solía decir mi procaz vecino, el profesor King) y esa Lily Talbot empezó a explicarme por qué había faltado al examen, locuaz, poco convincente y con voz deliciosa, aterciopelada, confidencial. Yo no recordaba su cara ni su silueta, pero la suave melodía que me tintineaba en el oído insinuaba tales encantos, tal mansa actitud de entrega que me reproché no haberme fijado en ella en la clase. Cuando estaba a punto de decirme lo más importante, me distrajo un enérgico golpe infantil en la puerta. Dolly entró sonriendo. Sonriendo me indicó con un movimiento del mentón que debía colgar el tubo. Sonriendo apartó los cuadernos sobre el escritorio y se sentó, con las piernas desnudas ante mi cara. Lo que prometía los ardores más refinados acabó en la escena más vulgar que recuerdo. Me apresuré a saciar una sed cuyo ardor había empezado a abrir un agujero en la turbia metáfora de mi vida desde la época, trece años antes, en que acariciaba a una Dolly muy diferente. La convulsión final sacudió la lámpara del escritorio, y del aula situada al otro lado del corredor llegó una salva de aplausos, al final de la clase con que el profesor King terminaba el semestre.

Cuando volví a casa, vi a mi mujer sentada a solas en el porche, meciéndose suavemente y medio de lado en su hamaca preferida. Leía un ejemplar de Krasnaya Nkva("Maíz rojo"), una revista bolchevique. Su proveedora de literatura estaba en la universidad, tomando examen final a los peores traductores del futuro. Isabel había jugado en el jardín y ahora dormía la siesta en su cuarto, situado sobre el porche.

En los días en que las bermudki(como las llamaba indecentemente Ninella) satisfacían mis humildes necesidades, no tenía sentimientos de culpa después del acto y miraba a mi mujer con mi habitual sonrisa, afectuosa e irónica. Pero en esa ocasión sentí mi carne enviscada de fango urticante y el corazón me dio un vuelco cuando Annette, levantando los ojos y señalando la línea con un dedo, dijo:

—¿Esa chica se puso en contacto contigo en la oficina?

Le contesté "en sentido afirmativo", como un personaje de novela.

—Parece que sus padres te escribieron —agregué— para anunciarte que vendría a estudiar a Nueva York. Pero nunca me mostraste la carta. Tant mieux, la chica es insoportable.

Annette me miró perpleja.

—Te he hablado, o he tratado de hablarte, de una estudiante llamada Lily Talbot que telefoneó hace una hora para explicar por qué no dio examen. ¿A qué chica te refieres tú?

Procedimos a individualizar a nuestras muchachas. Después de cierta vacilación moral ("Les debemos mucho a sus padres"), Annette admitió que en verdad no teníamos por qué mantener a chicas extraviadas. Parecía recordar la carta porque contenía una alusión a su madre viuda (ahora trasladada al cómodo hogar para ancianos en que yo había convertido poco antes mi villa de Carnavaux, a pesar de las objeciones bien intencionadas de mi abogado). Sí, sí, había perdido la carta... y algún día aparecería dentro de un libro nunca devuelto a la inalcanzable biblioteca pública de donde provenía. Una extraña calma empezó a fluir por mis venas. Los pormenores de sus distracciones siempre me hacían reír de buena gana. Reí de buena gana. Besé la piel infinitamente suave de su frente.

—¿Cómo está ahora Dolly Borg? —preguntó Annette—. Era una mocosa descarada. Repulsiva, a decir verdad.

—Lo es todavía —casi grité y entonces oímos que Isabel nos anunciaba " Ya prosnulas" ("Estoy despierta") por el bostezo de la ventana.

¡Con qué levedad se deslizaban las nubes primaverales! ¡Con qué destreza el zorzal de pecho rojo extraía del suelo del jardín su lombriz intacta! ¡Ah, al fin volvía Ninella, que bajaba de su auto sosteniendo bajo su brazo robusto cadáveres de cahiersatados con una cuerda! " ¡Vaya, al fin y al cabo hay algo simpático y acogedor en la vieja Ninel!" me dije en mi innoble euforia. Pero sólo unas pocas horas después se extinguió la luz del Infierno y me debatí, retorciendo mis cuatro miembros, sí, en la agonía del insomnio, procurando encontrar un compromiso entre almohada y espalda, sábana y hombro, pijama y pierna, que me ayudara, me ayudara, oh, sí, que me ayudara a llegar hasta el Edén de un amanecer lluvioso.

3

La creciente perturbación de mis nervios era tal que ni siquiera podía concebir el esfuerzo de obtener registro de conductor: no tenía, pues, más remedio que confiar en Dolly para que, sentada tras el volante del viejo y sucio sedan de Todd, buscara la oscuridad convencional de caminos campestres, difíciles de encontrar y decepcionantes, una vez encontrados. Tuvimos tres encuentros en esas condiciones, cerca de New Swivington, en la complicada vecindad nada menos que de Casanovia. A pesar de mis nervios, no pude sino darme cuenta de que a Dolly la complacían los ansiosos vagabundeos, los giros equivocados, los torrentes de lluvia que acompañaban nuestra aventurilla. Una noche de junio especialmente fangosa, en parajes desconocidos, me dijo:

—Piensa cuánto más simples serían las cosas si alguien contara a tu mujer en qué andamos. ¡Piénsalo!

Al advertir que había ido demasiado lejos al exponer esa idea, cambió de táctica y me llamó a mi oficina para decirme, con grandes muestras de entusiasmo, que Bridget Dolan, una estudiante de medicina prima de Todd, nos ofrecía por una escasa remuneración su departamento en Nueva York, las tardes de los lunes y los jueves, cuando trabajaba como enfermera en el Hospital San No Sé Cuántos. La inercia, más que Eros, me persuadió; con el pretexto de terminar la investigación literaria que debía hacer en la Biblioteca Pública viajaría de una pesadilla a otra en un pullman atestado.

Dolly me esperaba ante la puerta de la casa, pavoneándose con aire triunfal y blandiendo una llave donde centelleó un reflejo de sol en ese bochorno de invernáculo. El viaje me había dejado tan débil que me costó bajar del taxi. Dolly me acompañó hasta la puerta, charlando como una niña alegre. Por suerte el misterioso departamento estaba en la planta baja: no habría soportado la clausura y los espasmos del ascensor. Una ceñuda portera (que en mnemotecnia invertida me recordó las brujas cancerberas de los hoteles en la Siberia soviética donde me alojaría un par de décadas después) insistió para que escribiera mi nombre y dirección en un libro mayor. ("Esa es la norma", exclamó Dolly, que ya había adquirido modismos de la pronunciación local.) Tuve la presencia de ánimo para escribir la dirección más absurda que se me ocurrió: Dumbert Dumbert, Dumberton. Dolly, canturreando, colgó sin prisa mi impermeable entre los que ya había en un pasillo comunal. Si hubiera sentido alguna vez las punzadas del delirio neurálgico, no habría tanteado con esa llave, cuando sabía muy bien que la puerta de lo que debía ser un departamento exquisitamente privado ni siquiera estaba cerrada. Entramos en un living roominverosímil, obviamente ultramoderno, con muebles de madera pintada y una cunita blanca que en vez de un niño mohíno albergaba una rata bípeda de felpa.