El trabajo en mi novela también afectó mis costumbres conyugales, convirtiéndome en un marido menos apasionado y más indulgente: permití a Louise que hiciera viajes de sospechosa frecuencia para consultar fuera de la ciudad a oculistas desconocidos y la desatendí por culpa de Rose Brown, nuestra bonita criada, que se daba tres baños por día y pensaba que los calzones con volados negros "estimulaban a los tipos''.
Pero lo peor de todo fueron los estragos que mi trabajo causó en mis clases. Como Caín, sacrifiqué a mi novela las flores de mis veranos y corrió Abel las ovejas de mi universidad. A causa de ella, llegó a su última etapa el proceso de mi desencarnación. Corté los últimos vestigios de comunicación interhumana: no sólo desaparecí de las aulas, sino que grabé todo mi curso para que el Circuito Cerrado de la Universidad lo hiciera llegar a los cuartos de estudiantes con auriculares. Corrió el rumor de que estaba a punto de renunciar. Un anónimo aficionado a los juegos de palabras escribió en 1959 en la revista de la Universidad: "Con júbilo hemos sabido que antes de jubilarse ha pedido un aumento de sueldo."
En el verano de ese año, mi tercera mujer y yo vimos a Bel por última vez. Allan Garden (con cuyo nombre debió bautizarse la especie del jazmín del Cabo: tan grande y triunfante era la flor que llevaba en la solapa) acababa de casarse con su joven Virginia, después de varios años de concubinato sin nubes. Vivirían hasta la edad combinada de ciento setenta años gozando de una felicidad absoluta, pero aún faltaba un capítulo terrible. Trabajé en las primeras páginas sentado ante un pésimo escritorio, en un pésimo hotel, junto a un pésimo lago, con la vista de la pésima isolettaa mi izquierda. Lo único bueno era una botella con perfil de mujer embarazada que tenía frente a mí. En mitad de una frase intrincada, Louise regresó desde Pisa, donde supuse —con divertida indiferencia— que había reanudado relaciones con un antiguo amante. Pulsando las cuerdas de su dócil inquietud la llevé a Suiza, país que ella detestaba. Nos citamos con Bel para una cena a hora temprana en el Larive Grand Hotel. Llegó acompañada por su joven con melena de Cristo, ambos con pantalones color púrpura. El maître d'hôtelmurmuró algo a mi mujer por encima del menú. Louise subió a nuestro cuarto y volvió con mi corbata más vieja para que el joven rústico se la pusiera en torno a la nuez de Adán y el cuello escuálido. Durante la conversación descubrimos que la abuela del muchacho se había emparentado, por su casamiento, con un primo tercero del abuelo de Louise, un banquero de Boston de reputación no del todo inmaculada. Tomamos café y kirsh en el salón, y Charlie Everett nos mostró fotografías del campamento de verano para niños ciegos (por suerte, incapaces de ver las tristes acacias y los montones de basura cenicienta junto al río) que él y Bella (¡Bella!) dirigían. Charlie tenía veinticinco años. Había pasado cinco años estudiando ruso y lo hablaba con tanta fluidez como una foca amaestrada, según dijo. Era un empecinado "revolucionario" y un imbécil irredento, ignorante, loco por el jazz, el existencialismo, el leninismo, el pacifismo, el arte africano. Consideraba que los panfletos valientes y los catálogos eran mucho más "significativos" que los viejos libracos. El pobre tipo emanaba un olor rancio, dulzón, insalubre. Durante toda la cena y la tortura del café no miré ni siquiera una vez (¡ni una sola vez, lector!) a mi Bel. Pero cuando estábamos a punto de despedirnos (para siempre) la miré: tenía dos arrugas gemelas que bajaban desde la nariz hasta las comisuras de los labios, usaba anteojos de abuela, estaba peinada con raya al medio y había perdido toda su belleza pubescente, cuyos restos todavía eran visibles durante la visita que le había hecho una primavera y un invierno antes. Ella y Charlie debían regresar a las ocho y media, por desgracia. ("Por desgracia" no era la frase adecuada.)
—¡Vé a visitarnos muy pronto a Quirn, Dolly! —dije cuando todos estuvimos en la acera, frente a la negra silueta de las montañas contra el cielo aguamarina y entre bandadas de cuervos que se alejaban.
No sé cómo explicar el error, pero nunca vi a Bel tan furiosa como en ese momento.
—¡Qué está diciendo! —exclamó, mirando a Louise, a su amigo y de nuevo a Louise—. ¿Qué quiere decirme con eso? ¿Por qué me llama Dolly? ¿Quién diablos es esa Dolly? ¿Por qué, por qué (volviéndose hacia mí) me has dicho eso?
— Obmolvka, prosti( lapsus linguae, perdón) —contesté, agonizando, procurando convertir todo eso en un sueño, en una pesadilla sobre nuestra despedida.
Se dirigieron rápidamente hacia su automóvil, un pequeño Klop; él unos pasos más adelante, ya taladrando el aire con la llave del auto, a la izquierda, a la derecha de Bel. El cielo aguamarina ya estaba silencioso, oscuro y vacío, con excepción de esa estrella en forma de estrella acerca de la cual escribí una elegía siglos antes, en otro mundo.
—Qué encantador, bondadoso, civilizado y atractivo es ese muchacho —dijo Louise cuando entramos en el ascensor—. ¿Estás con muchas ganas esta noche? ¿Aquí mismo, Vad?
QUINTA PARTE
1
Esta antepenúltima parte de ¡Mira los Arlequines!, este animado episodio en mi existencia, por lo general algo pasiva, es terriblemente difícil de escribir y me recuerda las penitencias que me infligía la más cruel de mis institutrices francesas —copiar cent fois(siseo baboso) algún viejo refrán— porque había añadido ilustraciones marginales a las que ya existían en su Petit Larousse o porque había examinado bajo la mesa del aula las piernas de Lalage L., una primita que compartía mis lecciones durante aquel verano inolvidable. A decir verdad, he repetido la historia de mi viaje a Leningrado a fines de 1960 innumerables veces en mi mente, frente a un nutrido público ávido de mis obras y mis sucesivos yos. Pero sigo dudando de la necesidad y las ventajas de una tarea tan tediosa. Sin embargo el lector ha discutido mi punto de vista, es tiernamente inexorable y ordena que narre mi aventura para otorgar un aire de importancia al fútil destino de mi hija.
En el verano de 1960, Christine Ehipraz, que dirigía el campamento para niños inválidos entre montaña y carretera, al este de Larive, me comunicó que Charlie Everett, uno de sus ayudantes, se había escapado con mi Bel después de quemar —en una grotesca ceremonia que ella visualizaba con más claridad que yo— su pasaporte y una banderita norteamericana (comprada con ese fin en un quiosco de recuerdos), "en medio del jardín del cónsul soviético". Después de eso, el nuevo "Karl Ivanovich Vetrov" y la joven Isabella, de dieciocho años, hija de este servidor, habían celebrado una simulación de matrimonio en Berna y se habían largado de inmediato a Rusia.
El mismo correo me trajo una invitación para una entrevista en Nueva York con un famoso compete para que habláramos de mi súbito primer puesto en la Lista de Bestsellers. También me llegaron propuestas de editores japoneses, griegos, turcos, y una postal de Parma que decía: "¡Bravo por ' Un remo junto al mar', Firmado: "Louise y Victor". Entre paréntesis, nunca supe quién era Victor.