Alguien preguntó al poeta importante, Boris Morozov, hombre amable y grande como ün oso, cómo le había ido con su lectura de poemas en Berlín y él dijo " Nichevo" (un "así nomás" con un matiz de "bastante bien") y después contó una anécdota graciosa pero no memorable sobre el nuevo presidente de la Unión de Escritores Emigrés de Alemania. La dama que estaba sentada a mi lado me informó que le había encantado la traidora conversación entre el Peón y la Reina acerca del marido. ¿No podía yo anticiparle si de veras pensaban librarse del pobre jugador de ajedrez? Le dije que lo harían, pero no en la entrega siguiente y tampoco definitivamente: el jugador viviría para siempre en las partidas que había jugado y en los múltiples signos de admiración de los futuros anotadores. También oí —el sentido del oído es en mí tan agudo como el de la vista— algún fragmento de la conversación general, como por ejemplo la aclaración "Es una inglesa" que un invitado susurró a otro tapándose la boca con la mano, a cinco sillas de distancia de la mía.

Sería absurdo registrar estas trivialidades si no sirvieran para evocar el trasfondo de lugares comunes —típico de esas reuniones de exiliado— contra el cual se destacaba de cuando en cuando, entre la chismografía literaria y la chachara, un eco revelador: un verso de Tyuchev o de Blok citado al pasar (como si se hubiera tratado de una presencia permanente), con la familiaridad de la devoción y como la secreta altura del arte, que ornamentaba las tristes vidas con una súbita cadencia surgida de alguna región celestial, un resplandor, una dulzura, un reflejo irisado proyectado en la pared por un invisible pisapapel de cristal. Eso era lo que mi Iris no podía entender.

Para volver a las trivialidades: recuerdo que divertí a la reunión contando uno de los disparates que pesqué en la "traducción" de Tamara. La frase vidnelos' neskol'ko barok("veíanse algunas barcazas") se había convertido en La vue était assez baroque— El eminente crítico Basilevski, un tipo fornido y rubio, vestido con un traje marrón muy arrugado, se sacudió de regocijo abdominal, pero después cambió de expresión y adquirió un aire de recelo y disgusto. Después del té se me acercó e insistió con aspereza en que yo había inventado ese error de traducción. Recuerdo que le contesté que si así era, también él mismo podía ser una invención mía.

Mientras volvíamos a casa, Iris se lamentó de que nunca aprendería a enturbiar un vaso de té con una cucharada de empalagosa jalea de frambruesa. Le contesté que estaba dispuesto a aceptar su deliberada limitación, pero le imploré que dejara de anunciar à la ronde: "No se preocupen por mí, por favor. Me encanta el sonido del ruso." Eso era un insulto. Era como decir a un autor qué su libro era ilegible, aunque muy bien impreso.

—Ya sé cómo remediar las cosas —me dijo Iris, llena de ánimo—. Nunca pude encontrar un buen profesor de ruso. Creía que tú eras el único... y tú te negabas a enseñarme porque estabas cansado, porque estabas ocupado, porque te aburrías, porque te ponías nervioso. Al fin he descubierto a alguien que habla los dos idiomas, el tuyo y el mío, como dos lenguas maternas. Pienso en Nadia Starov. En realidad, fue ella misma quien me lo sugirió.

Nadezhda Gordonovna Starov era la mujer de cierto leytenant Starov (su nombre de pila carece de importancia) que había servido bajo las órdenes del general Wrangel y ahora trabajaba en una oficina de la Cruz Blanca. Yo lo había conocido poco antes, en Londres, durante el entierro del viejo conde, mientras llevábamos el ataúd. Se decía que Starov era hijo bastardo o "sobrino adoptivo" (vaya uno a saber qué significaba eso) del conde. Era un hombre de piel y ojos oscuros, tres o cuatro años mayor que yo. Me parecía más bien apuesto, en un estilo melancólico, lúgubre. Una herida recibida en la cabeza durante la guerra civil le había dejado un tic tremendo que le crispaba súbitamente la cara a intervalos irregulares, como una bolsa de papel arrugada por una mano invisible. Nadezhda Starov, una mujer apacible, sin atractivos, con un indefinible aire de cuáquera, tomaba notas de esos intervalos por algún motivo, sin duda de índole médica, ya que el hombre era inconsciente de sus "fuegos de artificio" a menos que los mirara por casualidad en un espejo. Starov tenía un sentido del humor macabro, manos hermosas y voz aterciopelada.

Entonces me di cuenta de que la mujer con quien Iris había hablado en aquella sala de concierto era Nadezhda Gordonovna. No sé exactamente cuándo empezaron las lecciones ni cuánto duró ese capricho: un mes o dos, a lo sumo. Las lecciones tenían lugar en casa de la señora Starov o en alguna de las casas de té rusas que ambas damas frecuentaban. Yo tenía una breve lista de números telefónicos, de modo que Iris sabía que podía comunicarme con ella en cualquier momento si, por ejemplo, me sentía al borde de perder el juicio o si quería pedirle que de regreso a casa me comprara una lata de mi tabaco preferido. Lo que Iris no sabía era que, por otro lado, jamás me habría atrevido a llamarla por temor de no dar con ella en el sitio indicado y caer así en una angustia, siquiera durante pocos minutos, que era incapaz de enfrentar.

En cierta ocasión, cerca de la Navidad de 1929, Iris me dijo al pasar que esas lecciones se habían interrumpido ya hacía tiempo: la señora Starov había partido para Inglaterra y se decía que no volvería junto a su marido. El teniente, según contaban, era una bala perdida.

12

En un misterioso momento, hacia el fin del último invierno que pasamos en París, nuestra relación mejoró. Una oleada de nueva tibieza, de nueva intimidad, de nueva ternura fue creciendo hasta barrer con esos amagos de distanciamiento —tensiones, silencios, sospechas, aislamientos en castillos de amour-propre— que perturbaban nuestro amor y de los que sólo yo era culpable. No habría podido imaginar una compañera más encantadora y alegre que Iris. Las palabras de afecto, los apodos cariñosos (en mi caso, basados en formas rusas) reingresaron en nuestro trato habitual. Yo rompí las reglas monásticas de trabajo para mi relato en verso Polnolunie(Plenilunio) y salía a pasear con ella por el Bois o me imponía el deber de acompañarla a tediosos desfiles de moda y exposiciones de imposturas de avant-garde. Superé mi desprecio por el cinematógrafo "serio" (abundante en problemas desgarradores con implicaciones políticas), que Iris prefería a las bufonadas norteamericanas y a los trucos fotográficos de las películas de horror alemanas. Hasta di una conferencia sobre mis días de Cambridge en un Club de Damas Inglesas al que ella pertenecía. Y para culminar, le conté el argumento de mi próxima novela ( Camera Lucida).

Una tarde de marzo o a principios de abril, en 1930, Iris se asomó a mi cuarto y cuando le pedí que entrara me tendió el duplicado de una hoja escrita a máquina, que llevaba el número 444. Me explicó que era un episodio provisional de su interminable relato, que pronto habría de tener más supresiones que inserciones. Estaba atascada, me dijo. Diana Vane, una muchacha sin importancia pero encantadora que pasaba un tiempo en París, había conocido en una escuela de equitación a un extraño francés —o corso, o quizá argelino— apasionado, brutal, desequilibrado. El individuo confundía a Diana —e insistía en confundirla, a pesar de las divertidas protestas de la muchacha— con su anterior amante, también inglesa, a quien no veía desde hacía muchos años. La autora me explicó que esa era una especie de alucinación, un capricho obsesivo que Diana, una deliciosa coqueta con agudo sentido del humor, permitió a Jules durante unas veinte lecciones de equitación. Pero las exigencias de Jules fueron volviéndose más realistas y Diana dejó de verlo. No había ocurrido nada entre ellos, pero Jules no podía convencerse de que ella no era la muchacha que había poseído una vez o había creído poseer. Esa otra muchacha quizá había sido también sólo el fantasma de una relación aún más antigua o un delirio recurrente. Era una situación muy extraña. La página que me había entregado Iris era la última, ominosa carta escrita por Jules a Diana en un inglés defectuoso. Yo debía leerla como si hubiera sido una carta real y sugerir además, en mi carácter de escritor profesional, cuáles podrían ser las consecuencias o los desastres resultantes.