»Señores del jurado, no nos detengamos en los detalles de esta lamentable paternidad, ya que todo el mundo la conoce. ¿Qué ha encontrado mi cliente al llegar a casa de su padre? ¿Hay razón para que se le presente como un hombre sin corazón, como un ser egoísta, como un monstruo? Es impulsivo, violento como un salvaje: así se le considera. ¿Pero quién es el culpable de que sea de este modo si, a pesar de su inclinación al bien y de su corazón sensible y abierto a la gratitud, se ha hecho hombre en un ambiente tan monstruoso? ¿Le ha ayudado alguien a cultivar su razón, se ha cuidado alguien de educarlo, recibió algún afecto en su infancia? Mi cliente se ha desarrollado a la buena de Dios, como un animal selvático. Tal vez ardía en deseos de ver a su padre después de tantos años de separación; tal vez, acordándose de su infancia como a través de un sueño, apartó muchas veces de su corazón los odiosos fantasmas del pasado y deseó con toda su alma absolver y abrazar a su padre. ¿Pero qué ocurrió cuando volvió a verlo? Que lo recibió con cínicas sonrisas, con desconfianza, con ironías acerca de la herencia de su madre. Sólo oye palabras ofensivas, y, para que nada le falte, ve que su padre pretende arrebatarle la mujer amada, ofreciéndole el dinero que le pertenece a él. Señores del jurado: reconozcan que esto es atroz, repugnante. Además, este padre se queja ante todo el mundo de la falta de respeto y la violencia de su hijo, lo calumnia, pone en su camino toda clase de obstáculos, compra sus pagarés con el propósito de llevarlo a la cárcel. Hay hombres que parecen desalmados, violentos, impetuosos, como mi cliente, y son en realidad bondadosos; si parecen distintos es porque no han tenido ocasión de demostrar su bondad. No tomen a broma esta idea. El señor fiscal se ha burlado de mi cliente por considerarlo un apasionado de Schiller. Yo, en su lugar, no me habría burlado. Estos seres, permitidme defenderlos, suelen estar sedientos de ternura, de belleza, de justicia, precisamente porque, sin que ellos lo sospechen, estos sentimientos contrastan con la violencia y la dureza de su conducta. Por muy desalmados que parezcan, son capaces de amar hasta el sufrimiento, de sentir por una mujer un amor espiritual y profundo. Y esto es, créanme ustedes, lo que suele ocurrirles. Sin embargo, no pueden disimular su impetuosa rudeza, que es lo único que vemos de ellos, ya que su interior permanece oculto. Las pasiones de estos seres se apaciguan con facilidad. Cuando se ven ante una persona de sentimientos elevados, sus almas, aparentemente rudas y violentas, tratan de regenerarse, de corregirse, de ser nobles, rectas, «sublimes», por desacreditada que esté esta expresión.

»He dicho hace unos momentos que no comentaría las relaciones de mi cliente con la señorita Verkhovtsev. Sin embargo, puedo decir algo de este asunto. Hemos oído de sus labios no una declaración, sino el grito de una mujer exaltada que comete un acto de venganza. Esa mujer no tiene ningún derecho a acusar a mi cliente de traición, pues ha sido ella la que lo ha traicionado. Si hubiera podido reflexionar, no habría hecho semejante declaración. No la creáis. Mi cliente no es un monstruo, como ella lo ha llamado. El Crucificado, que amaba a los hombres, dijo en las angustias de la Pasión: «Soy el Buen Pastor que da su vida por sus ovejas; ninguna perecerá» [88]. No perdamos a un alma humana. Me he preguntado qué es un buen padre y he respondido que esta expresión designa algo noble y magnífico. Pero hay que aplicar el calificativo con exactitud, señores del jurado; hay que llamar a las cosas por su verdadero nombre. Un padre como el viejo Karamazov no merece llamarse padre. El amor filial injustificado es absurdo. No puede suscitar amor el que no da nada; sólo Dios puede sacar de la nada algo. «Padres, no irritéis a vuestros hijos» [89], escribe el apóstol con el corazón inflamado de amor. Recuerdo estas santas palabras, no sólo por el padre de mi cliente, sino por todos los padres. ¿Quién me ha dado autoridad para aleccionarlos? Nadie. Pero yo me dirijo a ellos como hombre y como ciudadano: vivos voco [90]. Permanecemos poco tiempo en la tierra. Nuestro actos y nuestras palabras suelen ser malos. Por lo tanto, debemos aprovechar los momentos en que nos reunimos para decirnos algo bueno. Esto es lo que hago yo: aprovechar la ocasión que se me ofrece. No es que la suprema autoridad me haya concedido esta tribuna, pero pienso que toda Rusia me está escuchando. No me dirijo únicamente a los padres que están en esta sala, sino a todos los padres. A todos les digo: «Padres, no provoquéis la ira de vuestros hijos.» Empecemos por cumplir los preceptos de Cristo: sólo así podremos exigir algo a los seres que hemos traído al mundo. Si no procedemos de este modo, no seremos sus padres, sino sus enemigos, y ellos verán en nosotros sus enemigos y no sus padres. Y la culpa será nuestra. «Con la medida que midáis se os medirá a vosotros» [91]. Esto no lo digo yo, sino los Evangelios. Medid con la misma medida con que se os mida. No podemos reprochar a nuestros hijos que hagan con nosotros lo que nosotros hacemos con ellos.

»Hace poco, en Finlandia, se acusó a una muchacha de haber dado a luz clandestinamente. La vigilaron y encontraron en el granero, oculta en un montón de ladrillos, su maleta y, dentro de esta maleta, el cadáver de un recién nacido. La propia madre era la autora del crimen. Se descubrieron los esqueletos de otros dos niños, a los que la misma madre había dado muerte después de haberlos traído al mundo, según confesó la propia culpable. ¿Es esto una madre, señores del jurado? Tuvo hijos, pero ¿puede haber alguien que se atreva a aplicarle el santo nombre de madre? Seamos audaces, señores, seamos incluso temerarios. En este momento tenemos el deber de serlo. No debemos temer a ciertas expresiones ni a ciertas ideas; no imitemos a los mercaderes de Moscú, que temen a las palabras «metal» y «azufre». Demostremos que el progreso de los últimos años ha influido en nosotros y digamos francamente: no basta engendrar para ser padre, hace falta además merecer este nombre. Sin duda, se da otro significado a la palabra padre, ya que se llama así al que ha engendrado hijos, aunque sea un monstruo y un enemigo declarado de ellos. Pero este significado es puramente místico, por decirlo así, choca con la inteligencia y sólo puede admitirse como artículo de fe. Lo mismo ocurre con otras muchas cosas incomprensibles en las que se cree porque la religión lo ordena. Pero en este caso, las cosas no pertenecen al dominio de la vida real. Dentro de este dominio, donde existen no solamente derechos, sino también importantes deberes, si queremos ser humanos, cristianos, tenemos que hacer uso exclusivamente de las ideas justificadas por la razón y la experiencia y pasadas por el tamiz del análisis; tenemos, en una palabra, que proceder sensatamente y no de un modo extravagante, como en sueños o delirando, para no perjudicar al prójimo. Entonces obraremos como cristianos y no solamente como místicos, y realizaremos una labor racional y verdaderamente altruista...

En este momento se oyeron aplausos en varios puntos de la sala, pero Fetiukovitch hizo un ademán con el que dio a entender que suplicaba que no lo interrumpieran. Al punto se restableció el silencio y el orador continuó:

—¿Creen ustedes, señores del jurado, que estas cuestiones pueden pasar inadvertidas a los hijos que llegan a la edad de reflexionar? No, de ningún modo. Y no debemos pedirles que se abstengan de lo que no se pueden abstener. Un padre indigno —indignidad que se puede advertir fácilmente si se compara a este padre con los padres de los amigos o los compañeros de colegio— inspira al muchacho, aunque no lo quiera, una serie de preguntas dolorosas. A estas preguntas se le responde superficialmente: «Te ha engendrado, llevas su sangre en tus venas. Por lo tanto, debes quererlo.» Cada vez más sorprendido, el muchacho se pregunta a pesar suyo: «¿Acaso me quería cuando me engendró? Entonces no me conocía, ni siquiera sabía cuál era mi sexo. En aquel momento de pasión tal vez estaba enardecido por el alcohol. Y yo he recibido como herencia la inclinación a la bebida: esto es todo lo que le debo. ¿Por qué tengo que amarlo? ¿Sólo porque me ha engendrado y a pesar de que él no me ha querido nunca?» Estas preguntas les parecerán a ustedes despiadadas, crueles, pero no se puede pedir demasiado a una inteligencia que empieza a despertar. Arrojad lo lógico y natural por la puerta, y lo veréis entrar por la ventana. Pero, sobre todo, no temamos al «metal» y al «azufre»; resolvamos esta cuestión de acuerdo con la razón y los sentimientos humanos, y no encerrándonos en ideas místicas. Que el hijo vaya a preguntar seriamente a su padre: «¿Por qué tengo que quererte? Demuéstrame que esto es un deber.» Si este padre es capaz de contestarle y darle la prueba que le pide, nos hallamos en presencia de una familia normal, verdadera, que no descansa solamente en prejuicios místicos, sino también en una base racional y rigurosamente humana. Pero si el padre no demuestra al hijo que debe amarlo, la familia no existe, el padre no es tal padre y el hijo queda en libertad y con derecho a considerar al autor de sus días como un extraño e incluso como un enemigo. ¡Nuestra tribuna, señores del jurado, debe ser la escuela de la verdad y de las ideas sanas!