»Señores del jurado, quiero decir una vez más que la psicología es un arma de dos filos y que también yo sé manejarla. Las amenazas proferidas a gritos en las tabernas durante un mes, no significan nada. ¡A cuántos niños y a cuántos borrachos les oímos lanzar gritos semejantes en sus disputas, sin que la cosa pase de ahí! Esa carta fatal, ¿no es también un producto de la embriaguez y de la cólera, el grito de un borracho que anuncia con voz amenazadora que va a cometer una atrocidad? ¿Por qué no ha de ser así? ¿Qué razón hay para que esa carta sea forzosamente fatal y no grotesca? La razón es que se encontró asesinado a Fiodor Pavlovitch, que una persona vio al acusado huyendo por el jardín y que esta persona fue agredida y derribada por mi cliente. De esto se deduce que todo sucedió tal como Dmitri Fiodorovitch había anunciado por escrito y éste es el motivo de que la carta no se considere grotesca, sino fatídica. Al fin, gracias a Dios, hemos llegado al punto crítico. «El acusado estaba en el jardín; por lo tanto, él fue el que cometió el crimen.» En la acusación abundan los «por lo tanto». ¿Pero y si éstos fueran infundados, pese a las apariencias de realidad? Desde luego, la trabazón de los hechos, las coincidencias, son elocuentes. Pero consideren ustedes los hechos por separado, sin dejarse impresionar por su conjunto. ¿Por qué la acusación se niega terminantemente a aceptar la declaración de mi cliente de que se alejó de la ventana de la habitación de su padre? Recuerden ustedes el sarcasmo con que el ministerio fiscal ha acogido la suposición de que ha habido prudencia y piedad en la conducta del acusado. ¿Pero por qué es imposible que mi cliente haya experimentado estos sentimientos? «Sin duda, mi madre rogó por mí en aquellos instantes», declaró Dmitri Fiodorovitch al instruirse el sumario. Se fue al comprobar que la señorita Svietlov no estaba en casa de su padre. El señor fiscal afirma que el acusado no pudo hacer tal comprobación desde la ventana. Pero yo no comparto esta opinión. La ventana se ha abierto al llamar en ella mi cliente de acuerdo con las instrucciones de Smerdiakov. Fiodor Pavlovitch puede lanzar un grito, decir algo que revela la ausencia de la señorita Svietlov. ¿Por qué aferrarnos a una hipótesis surgida de nuestra imaginación? Mil detalles pueden eludir la observación del novelista más sutil. «Pero Grigori vio la puerta abierta. Por lo tanto, el acusado debió de entrar en la casa, y si entró, cometió el crimen.» Hablemos de esta puerta, señores del jurado. Sobre ella no tenemos más testimonio que el de un hombre cuyo estado le impedía ver las cosas con claridad. Pero admitamos que la puerta estaba abierta y que la negativa del acusado sea una falsedad dictada por el lógico deseo de defenderse; admitamos que entró en la casa; ¿pero por qué el hecho de que entrase ha de implicar necesariamente que cometiera el crimen? Pudo entrar, recorrer las habitaciones, incluso golpear a su padre, y luego, una vez convencido de que la señorita Svietlov no estaba allí, marcharse, alegrándose de no haberla encontrado, ya que encontrarla habría significado para él la tentación de cometer un crimen. Si después volvió a bajar de la tapia para acercarse a Grigori, víctima de su furor, fue porque era capaz de compadecerse, porque, al haber triunfado de la tentación, le animaba esa alegría que sólo pueden sentir las almas puras. Con seductora elocuencia el señor fiscal nos ha descrito las emociones del acusado en Mokroie, cuando el amor aparece ante él, llamándolo a una vida nueva, precisamente en un momento en que ya no era posible amar, por tener a sus espaldas el cadáver ensangrentado de su padre y ante él la perspectiva del castigo. O sea, que el ministerio público admite el amor, aunque explicándolo a su manera: el estado de embriaguez, la tregua de alegría proporcionada al criminal, etcétera, etcétera. Pero insisto en mi pregunta, señor fiscal: ¿no ha creado usted un falso personaje? ¿Tan desalmado es mi cliente que en aquellos momentos y teniendo sobre su conciencia la sangre de su padre, pudo pensar en el amor y sentir alegría? ¡No y mil veces no! Si el acusado hubiera tenido realmente sobre su conciencia la sangre de su padre, estoy convencido de que, al saber que ella lo amaba y le ofrecía la felicidad, habría experimentado una necesidad imperiosa de suicidarse y se habría quitado la vida. No me cabe duda de que habría recordado dónde estaban las pistolas. Conozco bien al acusado y puedo afirmar que la brutal insensibilidad que se le atribuye no está de acuerdo con su carácter. Se habría matado: estoy seguro. Si no lo hizo, fue precisamente porque no había matado a su padre («su madre rogaba por él»). Aquella noche, en Mokroie, el acusado estaba atormentado únicamente por el recuerdo del viejo criado al que había herido, y pedía a Dios los librara, a Grigori de la muerte y a él del castigo. ¿Por qué no admitir esta versión? ¿Qué prueba tenemos de que el acusado miente? Otra razón que se nos da para atribuirle la muerte de su padre consiste en esta pregunta: si él huyó sin matar a Fiodor Pavlovitch, ¿quién puede ser el asesino?

»Otra vez nos enfrentamos con la lógica de la acusación: si no ha sido él, ¿quién ha cometido el crimen? No se puede sospechar de nadie más. Señores del jurado, ¿es esto cierto? ¿De veras no existe ningún otro posible asesino? El ministerio público ha citado a todos los que estaban, o estuvieron de paso, en la casa del crimen aquella noche. Éstos fueron cinco. Tres de las cinco personas deben quedar al margen de toda sospecha, lo reconozco: la víctima, el viejo Grigori y la esposa de éste. Por lo tanto, sólo quedan Karamazov y Smerdiakov. El señor fiscal ha exclamado patéticamente que el acusado ha denunciado a Smerdiakov como último recurso, y que si hubiera existido una sexta persona, o solamente la sombra de ella, mi cliente se habría apresurado a acusarla. ¿Pero qué nos priva, señores del jurado, de razonar a la inversa? Tenemos enfrentados a dos individuos: el acusado y Smerdiakov. ¿Qué me impide afirmar que se acusa a mi cliente como último recurso? Pues se le acusa porque se ha excluido por anticipado a Smerdiakov de toda sospecha. En verdad, los únicos que han señalado a Smerdiakov como posible culpable han sido el acusado, sus dos hermanos y la señorita Svietlov. Pero hay otros testigos: la confusa emoción suscitada en la sociedad por ciertas sospechas, un vago rumor, una especie de ansiosa espera. Y también la coincidencia de ciertos hechos. Primero ese ataque de epilepsia que sufre Smerdiakov precisamente el día del crimen y que el ministerio público ha tenido que detenerse a justificar. Después el repentino suicidio de este sirviente el día antes de celebrarse el juicio. Y, en fin, la declaración, no menos inesperada, del hermano del acusado, que considera a éste culpable y, de pronto, trae los tres mil rublos y afirma que el asesino es Smerdiakov. Estoy convencido, señores del jurado, de que Iván Fiodorovitch es en estos momentos un enfermo mental, y sé que su declaración puede ser una tentativa desesperada, concebida en un momento de delirio, de salvar a su hermano, achacando las culpas a un difunto. Sin embargo, el nombre de Smerdiakov se ha pronunciado en esta sala y de nuevo tenemos la impresión de hallarnos ante un enigma. Se diría, señores del jurado, que aquí hay algo indefinido, que no se ha terminado de expresar. Tal vez se haga la luz al fin, pero no nos anticipemos.

»Ahora voy a permitirme oponer ciertos reparos a la descripción que del carácter de Smerdiakov ha hecho el señor fiscal con una sutileza muy propia de su talento. Pero, aun reconociendo que la descripción ha sido admirable, no puedo suscribirla en sus rasgos esenciales. Vi a Smerdiakov, hablé con él, y creo que es muy distinto de como nos lo ha presentado la acusación. Cierto que era débil de cuerpo, pero no lo era de carácter. No, no era el ser débil que nos ha descrito el señor fiscal. Sobre todo, carecía de esa timidez que le ha achacado el ministerio público. No existía en él la ingenuidad, sino una extrema desconfianza disfrazada de candidez y una mente capaz de todas las premeditaciones. El ingenuo ha sido nuestro acusador al ver en Smerdiakov un hombre débil de espíritu. A mí me produjo una impresión clara y terminante; tuve el convencimiento de que me hallaba ante un ser lleno de maldad, insaciable en sus ambiciones, envidioso y vengativo. Además, indagué sobre su vida. Le avergonzaba su origen, no podía recordar sin un gesto de despecho que era hijo de una cualquiera. No respetaba al viejo Grigori ni a su esposa, a pesar de que lo habían tenido a su cuidado desde su infancia. Maldecía a Rusia, se burlaba de su patria y soñaba con trasladarse a Francia y nacionalizarse francés. Antes del crimen, dijo muchas veces que sentía no poder llevar a cabo sus planes por falta de recursos. Creo que se consideraba un ser superior y que no sentía estimación por nadie, excepto por sí mismo... Un buen traje, una camisa limpia y botas relucientes constituían para él la fórmula de la cultura. Creía ser (hay pruebas de ello) hijo natural de Fiodor Pavlovitch. Esto pudo llevarle a considerar irritante su situación frente a la de los hijos legítimos de su dueño, ya que para ellos eran todos los derechos y sería toda la herencia, mientras que él no pasaba de ser el cocinero de la casa. Me contó que había ayudado a Fiodor Pavlovitch a guardar los tres mil rublos en el sobre. No cabe duda de que lo mortificó el destino que se daba a esta suma que le habría bastado para hacer su soñado viaje. Además, vio los tres mil rublos formando un fajo de flamantes billetes. Lo sé porque se lo sonsaqué intencionadamente. No enseñéis nunca a un hombre orgulloso y propenso a la envidia una importante cantidad de dinero. Era la primera vez que Smerdiakov veía tantos billetes juntos. Esta visión pudo dejar en su mente huellas profundas, aunque en el primer momento la impresión no tuviera consecuencias.