»Mi eminente contradictor ha expuesto con notable sutileza una serie de hipótesis, en favor y en contra, de la acusación de asesinato contra Smerdiakov, y finalmente ha preguntado: «¿Qué interés podía tener Smerdiakov en fingir un ataque?» A esto respondo que el ataque pudo no ser fingido, que Smerdiakov pudo sufrirlo realmente y más tarde volver en sí. Aunque no del todo, como suele ocurrir a los epilépticos, pudo recobrar la razón. «¿En qué momento cometió el crimen?», preguntará la acusación. Es una pregunta muy fácil de contestar. Smerdiakov pudo volver en sí y levantarse después de un sueño profundo (los epilépticos suelen dormir profundamente tras los ataques), exactamente en el momento en que el viejo Grigori cogió al acusado por la pierna cuando éste cabalgaba ya sobre la tapia y gritó: «¡Parricida!» Este grito proferido en el silencio de la noche pudo despertar a Smerdiakov, cuyo sueño era ya, seguramente, más ligero. Entonces se levanta y, todavía medio dormido, va a ver qué ha pasado. Llega al jardín, se acerca a la ventana iluminada y se entera de lo ocurrido por boca de su amo, que se alegra de tenerlo junto a él. Fiodor Pavlovitch se lo cuenta todo detalladamente, y en la mente, aún no despejada, de Smerdiakov, surge una idea que va tomando cuerpo. Es una idea horrible, pero subyugadora y de una lógica irrefutable: matar, apoderarse de los tres mil rublos y dejar que todo el mundo culpe al hijo de la víctima. ¿Quién puede sospechar de él? ¿A quién se puede acusar sino a Dmitri Karamazov? Existen pruebas: están en el lugar donde se va a producir el hecho. La codicia y la confianza en la impunidad lo han dominado al mismo tiempo. La tentación de matar se presenta a veces de improviso, como una ráfaga. En resumen, que Smerdiakov pudo entrar en la casa y cometer el crimen. ¿Con qué arma? ¡Bah! Con la primera piedra que encontrara en el jardín. ¿Pero por qué? ¿Qué fin perseguía? Tres mil rublos son una fortuna, ¿no? Alguien pensará que me contradigo, pero no es así. El dinero pudo existir. Y acaso era Smerdiakov el único que sabía dónde lo podía encontrar. «¿Pero y ese sobre abierto abandonado en el suelo de la habitación?» Hace un momento, al decir el señor fiscal sutilmente que sólo un ladrón sin experiencia, precisamente como Karamazov, podía obrar así, y que Smerdiakov no habría dejado jamás tras él semejante prueba de culpa; hace un momento, repito, he recordado que este argumento no era una novedad para mí. La hipótesis de que sólo un hombre como Karamazov podía haber arrojado el sobre al suelo ya la había oído dos días antes de labios de Smerdiakov, cosa que, por cierto, me sorprendió extraordinariamente. Tuve la impresión de que Smerdiakov se hacía el ingenuo para inculcarme esta idea y que yo llegara a la misma conclusión por inspiración suya. ¿No procedería del mismo modo en la instrucción del sumario, consiguiendo imponer esta hipótesis al eminente representante del ministerio público? «¿Y la mujer de Grigori?», se me preguntará. «Estuvo oyendo gemir al enfermo toda la noche.» En efecto, así lo ha atestiguado ella. Pero este argumento es sumamente frágil. Un día, una señora amiga mía se quejaba de no haber podido dormir en toda la noche a causa de los ladridos de un perro. Sin embargo, el pobre animal, como pudo comprobarse, sólo había ladrado dos o tres veces. Estos errores son naturales. Una persona está durmiendo; oye gemir y se despierta renegando, para volver a dormirse enseguida. Dos horas después, nuevo gemido, otra vez se despierta y otra vez se duerme. Esto se repite dos horas más tarde. En total, ha ocurrido tres veces. Pero esa persona se levanta por la mañana quejándose de no haber dormido en toda la noche y diciendo que los gemidos han sido incesantes. Sin duda, esa persona cree sinceramente que ha sido así. Los intervalos de dos horas de sueño no se pueden recordar; sólo los minutos de vigilia se fijan en la memoria, dando la impresión de que las interrupciones del descanso han sido continuas.

»«¿Pero por qué —replica la acusación— no confesó Smerdiakov su crimen en la nota que dejó escrita antes de suicidarse? ¿Acaso su conciencia no llegaba a tanto?» Permítanme una observación. La conciencia va unida al arrepentimiento. Tal vez el suicida no estaba arrepentido, sino solamente desesperado. Son dos cosas muy diferentes. A la desesperación puede ir unida la maldad, y no es necesario que el desesperado sienta el deseo de reconciliarse con Dios. Es posible que el suicida, en sus últimos momentos, odiase más que nunca a aquellos a quienes había envidiado toda la vida.

»Señores del jurado, procuren no cometer un error judicial. ¿Hay algo inverosímil en mi tesis? Traten de encontrar un error, un detalle imposible, un hecho absurdo, y si no lo hallan, si consideran que en mis suposiciones hay un poco de verosimilitud, por insignificante que este poco sea, obren con prudencia. Les juro por lo más sagrado que creo con absoluta sinceridad en la versión del crimen que acabo de exponer. Lo que me inquieta es que entre el cúmulo de hechos contra mi cliente que nos ha ofrecido la acusación, no exista ni uno solo cuya exactitud y evidencia no puedan ponerse en duda. Ciertamente, el conjunto de los hechos es abrumador para el acusado: esa sangre que gotea de sus manos y que mancha sus ropas, el grito de «¡Parricida!» que resuena en la oscuridad de la noche, el hecho de que la persona que ha lanzado este grito se desplome con la cabeza abierta, y, además, el cúmulo de palabras, de declaraciones, de exclamaciones que se han oído aquí... Todo esto, señores del jurado, puede torcer una convicción, pero no la de ustedes. No olviden que se les ha conferido un poder ilimitado, que pueden hacer y deshacer. Pero cuanto mayor es el poder que se tiene, mayor debe ser el cuidado con que se ejerza. Mantengo firmemente todo lo que acabo de decir; pero voy a convenir por un momento con la acusación de que mi desventurado cliente se ha manchado las manos con la sangre de su padre. Esto no es más que una suposición, pues repito una vez más que no tengo la menor duda de que el acusado es inocente. Sin embargo, les ruego que me escuchen aunque adopte esta actitud. Tengo que decirles todavía algunas cosas que considero útiles para hacer frente al violento combate que se está librando —ésta es mi creencia— en sus corazones... Perdónenme esta alusión, señores del jurado; pero quiero ser sincero hasta el fin. ¡Seamos sinceros todos!

En este punto de su discurso, el abogado defensor fue interrumpido por una salva de aplausos. Fue tanta la emoción con que pronunció sus últimas palabras, que todos creyeron que verdaderamente tenía algo, y muy importante, que decir.

El presidente amenazó con hacer evacuar la sala si se repetían semejantes manifestaciones. Dicho esto, se dispuso a escuchar y Fetiukovitch reanudó la defensa con un acento de convicción muy distinto del que había empleado hasta aquel momento.

CAPITULO XIII

Un sofista

—No es solamente el conjunto de los hechos lo que abruma a mi cliente, señores del jurado; lo que más le perjudica es el hecho de que la víctima sea su padre. Si se tratara de un crimen corriente, ustedes, dada la duda que se cierne sobre este asunto cuando consideramos los hechos aisladamente, no mantendrían una actitud acusadora o, por lo menos, vacilarían en condenar a un hombre exclusivamente porque ocupe, con sobrados motivos, por cierto, el banquillo de los acusados. Pero estamos en presencia de un parricida. Esta palabra impone de tal modo, que fortalece, incluso en el ánimo más objetivo, los puntos fundamentales de la acusación. ¿Cómo perdonar a un hombre de un crimen tan horrendo? Si fuera verdaderamente culpable y quedara sin castigo... Éste es el sentimiento instintivo de todos. En verdad, es algo espantoso matar a un padre, al hombre que nos ha engendrado y amado, que no ha rehuido ningún sacrificio por nosotros, que nos ha atendido con angustia en las enfermedades de nuestra infancia, que ha sufrido para darnos la felicidad y sólo ha vivido para nuestras alegrías y nuestros éxitos. No, no se concibe que se pueda asesinar a un padre así. Señores del jurado, ¡qué grandeza encierra la palabra padre cuando se trata de un padre verdadero! Acabamos de dar una idea de lo que es un verdadero padre. Pero en nuestro caso, en este doloroso asunto, tenemos un padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov, que no se parecía en nada al que acabo de describir. Pues hay ciertos padres que son una verdadera vergüenza. Analicemos las cosas, atentamente; no debemos detenernos ante nada, en vista de la gravedad de la decisión que hemos de tomar. No debemos tener miedo ni eludir ciertas ideas, «como si fuéramos niños o débiles mujeres», según la feliz expresión del eminente representante del ministerio público. Mi honorable adversario, en el curso de su ardoroso informe, ha exclamado varias veces: «No dejaré en manos de nadie la defensa del acusado: yo soy a la vez su acusador y su defensor.» Sin embargo, se ha olvidado de mencionar el detalle de que el abominable acusado ha conservado durante veintitrés años la gratitud por una libra de avellanas, la única golosina que saboreó en la casa paterna, y que, por lo tanto, mi cliente debe de recordar también que correteaba por la casa de su padre descalzo y con los pantalones abrochados por un solo botón, según nos ha revelado un hombre de tan buenos sentimientos como el doctor Herzenstube.