En este momento intervino el presidente para rogar al orador que no exagerase, que permaneciera en los justos límites, etc., como todos los presidentes suelen hacer en estos casos. La sala era como un mar tormentoso. El público agitábase y profería exclamaciones de indignación. Fetiukovitch no contestó; se limitó a llevarse las manos al corazón y a pronunciar en un tono de hombre ofendido algunas palabras llenas de dignidad. De nuevo aludió con ironía a la psicología y a la novela, y halló la oportunidad de lanzar esta pulla: «Júpiter, te has equivocado, puesto que te enojas», lo que hizo reír al público, ya que Hipólito Kirillovitch no tenía la menor semejanza con Júpiter. Como respuesta a la acusación de permitir el parricidio, manifestó dignamente que no quería responder. Respecto a lo de la «falsa imagen de Cristo» y al detalle de que no se había dignado llamarle Dios, sino solamente «el Crucificado que amaba a los hombres, lo que era contrario a la ortodoxia, Fetiukovitch contestó dando a entender que había llegado con la creencia de que en aquella sala estaría a salvo de acusaciones «que eran una amenaza contra un ciudadano recto y leal que...». Pero el presidente cortó en este punto su réplica y Fetiukovitch se inclinó entre murmullos de aprobación. A juicio de las damas, Hipólito Kirillovitch había sido aplastado.

A continuación se le concedió la palabra a Mitia. Éste se levantó, pero apenas dijo nada. Había llegado al límite de sus fuerzas físicas y morales. La resolución y energía con que había entrado en la sala se habían desvanecido casi por completo. Durante aquella jornada parecía haber pasado una crisis decisiva que le había hecho comprender algo muy importante hasta entonces no comprendido. Habló con voz débil. En sus palabras se percibió la resignación y el abatimiento de la derrota.

—¿Qué puedo decir, señores del jurado? Se me va a juzgar. Siento sobre mí la mano de Dios. Ha terminado mi vida de desorden. Como si me confesara ante Dios, os digo que no he vertido la sangre de mi padre. No, no fui yo quien lo mató. Yo era un libertino, pero me atraía el bien. Siempre deseé corregirme. He vivido como un animal salvaje. Doy las gracias al señor fiscal. Ha dicho de mí cosas que yo ignoraba; pero se ha equivocado al afirmar que he matado a mi padre. Doy las gracias también a mi defensor; su discurso me ha hecho llorar de emoción. Pero no ha debido admitir, ni siquiera como suposición, que yo haya podido matar a mi padre, porque esto es totalmente falso. No creáis a los médicos: conservo toda mi razón; mi único mal es que estoy agotado. Si me perdonáis, si me devolvéis la libertad, oraré por vosotros y seré un hombre mejor: os doy mi palabra, os lo juro ante Dios. Si me condenáis, yo mismo romperé mi espada y besaré los pedazos. Pero perdonadme, no me privéis de Dios, porque me conozco y sé que acabaré por rebelarme contra mi destino... Estoy aniquilado, señores. ¡Perdónenme!

Se desplomó en su asiento. Su voz se había quebrado; su última frase había sido un murmullo ininteligible. Acto seguido, el tribunal redactó las preguntas para el jurado y pidió las conclusiones a las dos partes. Momentos después, el jurado se dispuso a retirarse para deliberar. El presidente, que estaba extenuado, se limitó a decir: «Sean imparciales, no se dejen influir por la elocuencia de la defensa; pero mediten bien su decisión; no olviden la alta misión que se les ha confiado.»

Se retiró el jurado y se suspendió la vista. Los concurrentes pudieron dar una vuelta por el edificio, cambiar impresiones, restaurar sus fuerzas en el bar. Era ya muy tarde, alrededor de la una de la madrugada, pero nadie se fue. La tensión nerviosa no permitía pensar en el descanso. Todos esperaban el veredicto con la ansiedad de la duda. Sólo las damas estaban seguras del resultado que esperaban con impaciencia febril. «No cabe duda de que lo absolverán», afirmaban. Y se preparaban para el momento emocionante del entusiasmo general. También eran mayoría los hombres que estaban seguros de la absolución. Algunos se mostraban satisfechos, pero otros no disimulaban su contrariedad, prueba evidente de que consideraban culpable al acusado. Fetiukovitch estaba seguro de su éxito. Le rodeaba un grupo de admiradores que lo felicitaban efusivamente.

—Hay —decía el famoso abogado, y sus palabras se divulgaron inmediatamente— una serie de hilos invisibles que unen al defensor con los miembros del jurado. Estos enlaces se establecen durante el discurso de la defensa. Sé que existen, porque los he sentido. Pueden estar tranquilos: tenemos ganada la causa.

Un señor grueso y picado de viruelas, de semblante ceñudo, propietario de los alrededores de la ciudad, se acercó a otro grupo y exclamó:

—Veremos lo que deciden esos palurdos.

—No todos son palurdos: hay cuatro funcionarios.

—Sí, cuatro funcionarios —dijo un miembro del Zemstvo.

—Oiga, Prochor Ivanovitch: ¿conoce usted a Nazarev, ese comerciante al que concedieron una medalla? Pues es uno de los miembros del jurado.

—¿Y qué?

—Es una de las lumbreras de la corporación.

—Pero nunca despega los labios.

—Mejor que mejor. Ningún petersburgués puede darle lecciones. Tiene nada menos que doce hijos.

En otro grupo preguntó uno de nuestros jóvenes funcionarios:

—¿Creen ustedes posible que no lo absuelvan?

—Estoy seguro de que lo absolverán —dijo otra voz en tono resuelto.

—¡Sería vergonzoso que no lo absolvieran! —exclamó el funcionario—. Aun admitiendo que haya cometido el homicidio, hay que tener en cuenta cómo era el padre al que dio muerte. Además, estaba enajenado. Pudo darle un golpe, uno solo, con la mano de mortero, y ser esto suficiente para que la víctima se desplomara... Creo que ha sido un error mezclar a Smerdiakov en el asunto. Ha sido una nota grotesca. Si yo hubiera estado en lugar del defensor, habría dicho simplemente: «Ha matado a su padre, ¡pero está libre de culpa, caramba!»

—Pues eso ha hecho. La única diferencia es que no ha dicho «caramba».

—No lo ha dicho, pero le ha faltado muy poco —intervino un tercero.

—Oigan, señores; en la cuaresma se absolvió a una actriz que le había cortado el cuello a la mujer de su amante.

—Sí, pero no se lo cortó del todo.

—Eso es igual; el caso es que había empezado.

—Lo que ha dicho de los hijos ha sido admirable.

—Desde luego.

—¿Y qué les ha parecido lo del misticismo?

—Dejen en paz al misticismo —dijo otra voz— y piensen en lo que le espera a Hipólito Kirillovitch. Su esposa se va a vengar de lo que le ha hecho a Mitia.

—¿Pero está aquí su mujer?

—Por lo menos estaba. Ella es la que manda en la casa. ¡Y tiene un genio!

En otro grupo se comentaba:

—Tal vez lo absuelvan.

—Tal vez. Y mañana arrasará «La Capital» y cogerá una borrachera que le durará diez días.