—Es un verdadero demonio.

—Ya que nombra usted al demonio, observen que no hemos podido pasar sin él. En verdad, su presencia aquí está muy indicada.

—Señores, la elocuencia es algo hermoso. Pero no se puede romperle la cabeza a un padre impunemente. ¿Adónde iríamos a parar?

—El carruaje, ¿recuerdan ustedes?

—Sí, ha hecho un carruaje de un carretón.

—Mañana volverá a ser carretón el carruaje, si así lo exigen las circunstancias.

—La gente se va volviendo desconfiada. ¿Es que ya no existe la verdad en Rusia?

Pero en esto se oyó la campanilla. El jurado había estado deliberando una hora exactamente. El público volvió a ocupar sus puestos y en la sala se hizo un silencio absoluto. Siempre recordaré la aparición del jurado. No citaré todas las preguntas, porque algunas se me han ido de la memoria. Lo que recuerdo perfectamente es la respuesta a la primera, que era la principal, pero cuyo texto exacto he olvidado también. La pregunta venía a ser: «¿Ha matado el acusado para robar y ha obrado con premeditación?» A lo que el funcionario que era presidente y el miembro más joven del jurado respondió con voz clara, en medio de un silencio de muerte:

—Sí.

Y la misma respuesta se dio a todas las preguntas, sin la menor atenuante.

Nadie esperaba tanto rigor; todos contaban con que el jurado mostraría por lo menos cierta indulgencia.

Continuaba el silencio. El auditorio, tanto los partidarios de la condena como los de la absolución, estaban petrificados. Pero esta calma sólo duró unos minutos. Después se desencadenó un espantoso tumulto. Entre los hombres, algunos estaban tan satisfechos, que incluso se frotaban las manos. Los disconformes daban muestras de abatimiento; se encogían de hombros y murmuraban sin darse cuenta de lo que decían. La conducta de las damas fue muy diferente: creí que se iban a amotinar. Primero se quedaron perplejas, sin dar crédito a sus oídos. Luego, de pronto, empezaron a proferir exclamaciones. «¿Es posible?» «¡Esto es inaudito!» Se levantaban e iban de un lado a otro. Sin duda, creían que se podía rectificar, empezar de nuevo. En este momento Mitia se puso en pie y exclamó con voz desgarrada y tendiendo los brazos hacia delante:

—¡Juro ante Dios y en espera del Juicio Final, que no he matado a mi padre! ¡Katia, te perdono! ¡Hermanos, amigos, absolved a la otra!

No pudo continuar: se lo impidieron los sollozos. Su voz había cambiado; se diría que era la de otra persona; tenía un sonido extraño, venido de Dios sabía dónde. En las tribunas, en uno de los rincones más invisibles, resonó un grito agudo. El grito era de Gruchegnka. Había suplicado que la dejaran pasar y había entrado en la sala momentos antes de que la defensa empezara su informe.

Se llevaron a Mitia. La sentencia se dejó para el día siguiente. Los que tenían asiento se pusieron en pie. Todos murmuraban, pero yo ya no prestaba atención. Sólo recuerdo algunos comentarios que se hicieron en el pórtico.

—Lo condenarán lo menos a veinte años de trabajos forzados en las minas.

—Eso como mínimo.

—Los palurdos del jurado se han mantenido firmes.

—Y han ajustado las cuentas a Mitia.

EPÍLOGO

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CAPÍTULO PRIMERO

Planes de evasión

A los cinco días de verse la causa contra Mitia, Aliocha fue a casa de Catalina Ivanovna a las ocho de la mañana con el propósito de llegar a un acuerdo definitivo sobre cierto asunto importante. Además, le hablan hecho un encargo. La joven estaba en el mismo salón en que habla recibido a Gruchegnka. En la habitación vecina yacía Iván, todavía sin conocimiento. Al darle el ataque en la audiencia, Catalina Ivanovna habla ordenado que lo trasladaran a su domicilio, sin que le importaran las murmuraciones que esta conducta había de provocar. Una de las dos parientas que vivían con ella había salido para Moscú; la otra se había quedado. Pero aunque se hubieran marchado las dos, ello no habría influido en la decisión de Catalina Ivanovna de cuidar al enfermo noche y día. Lo asistían los doctores Varvinski y Herzenstube. El especialista de Moscú se habla marchado sin querer comprometerse a dar su opinión acerca del término de la enfermedad. Los otros dos médicos hacían insinuaciones tranquilizadoras, pero se negaban a expresar con firmeza sus esperanzas.

Aliocha visitaba a su hermano dos veces al día; mas esta vez tenía que resolver un asunto especialmente delicado que no sabía cómo abordar. Sin embargo, estaba dispuesto a hacerlo, por considerarlo un deber ineludible.

Llevaban un cuarto de hora hablando. Catalina Ivanovna, pálida, extenuada, presa de una inquietud enfermiza, presentía el objeto de la visita de Aliocha.

—No se preocupe —dijo de pronto la joven, con absoluta convicción—. De un modo a otro, Iván logrará que Dmitri se evada. Este infortunado héroe del honor y de la conciencia (no me refiero al condenado, sino al enfermo que está en esta casa y se ha sacrificado por su hermano) —añadió Katia con ojos centelleantes— me confió, hace ya tiempo, sus planes de evasión. Incluso ha dado ya ciertos pasos. La huida está preparada para la tercera etapa del viaje del convoy a Siberia. O sea que aún falta mucho tiempo. Iván Fiodorovitch ha ido a ver al jefe de la tercera etapa. Pero todavía no se sabe quién tendrá el mando del convoy: esto se oculta hasta el último momento. Mañana verá usted el plan detallado de la evasión; me lo dejó Iván el día antes de verse la causa, por lo que pudiera ocurrir... ¿Recuerda que estábamos disputando aquel día que vino a vernos y se encontraron ustedes en la escalera? Yo, al verle a usted, le obligué a volver a subir, ¿se acuerda? Pues bien, ¿sabe usted por qué discutíamos?

—No.

—Ya veo que no se lo contó. La disputa estaba relacionada con el plan de evasión de que le he hablado. Tres días antes Iván me había explicado lo esencial del proyecto, y esto dio lugar a que no cesáramos de discutir durante aquellos tres días. Le explicaré el motivo. Cuando me reveló que si condenaban a su hermano, éste huiría al extranjero con Agrafena Alejandrovna, yo me puse furiosa. ¿Por qué? No se lo puedo decir, porque ni yo misma lo sé. Sin duda, la causa de mi enojo fue el hecho de que esa joven acompañara a Dmitri en su huida —exclamó Katia con un temblor de cólera en los labios— Mi indignación contra esa muchacha hizo creer a Iván que tenía celos de ella y, por lo tanto, que seguía enamorada de Dmitri. Ésta fue la causa de nuestro primer disgusto. Yo no quise excusarme ni darle explicaciones; me mortificaba que Iván sospechase que yo podía seguir queriendo a ese... Sobre todo, después de haberle confesado hacía ya tiempo, con toda franqueza, que no quería a Dmitri, sino a él y sólo a él. Mi animosidad contra esa muchacha fue la causa de todo. Tres días después, precisamente la noche en que usted vino aquí, Iván me entregó un sobre cerrado, advirtiéndome que debía abrirlo si le ocurría algo. ¡Ya presentía su enfermedad! Me explicó que el sobre contenía el plan detallado de la evasión, y que si él moría o contraía una grave enfermedad, tendría que salvar a Mitia yo sola. Me entregó también dinero, casi diez mil rublos, o sea la cantidad que citó el fiscal en su informe. Me sorprendió profundamente que Iván, a pesar de sus celos y de creer que yo amaba a Dmitri, no hubiera renunciado a salvar a su hermano y se fiara de mí. ¡Era un sacrificio sublime! Usted, Alexei Fiodorovitch, no puede comprender la grandeza de esta abnegación. Estuve a punto de arrojarme a sus pies, pero no lo hice porque comprendí de pronto que Iván atribuiría este gesto exclusivamente a mi alegría de saber que Mitia iba a salvarse. Entonces, la simple idea de que podía ser víctima de tal injusticia me irritó hasta el extremo de que, en vez de arrojarme a sus pies, le hice una nueva escena. ¡Qué desgraciada soy! ¡Qué carácter tan horrible tengo! Ya verá usted como, con mi conducta, lo obligo a dejarme por otra con la que la vida le sea más grata, como me ocurrió con Dmitri... Pero esta vez no lo podré soportar. ¡Me mataré! Aquella noche en que llegó usted y yo le dije a Iván que subiera, la mirada de odio y desprecio que su hermano me dirigió al entrar me produjo una cólera insufrible. Entonces, como usted recordará, empecé a decir a gritos que Iván me había asegurado que el asesino era Dmitri. No era verdad, lo calumniaba con el único fin de herirlo una vez más. Iván nunca me dijo tal cosa. La violencia de mi carácter es la causa de todo. Ya vio la detestable escena que provoqué ante el tribunal. Iván quería demostrarme la nobleza de sus sentimientos, darme una prueba de que, a pesar de creer que yo amaba a su hermano, no lo perdería por celos, por venganza. Y ha hecho la declaración que usted ya conoce... Yo soy la culpable de todo. ¡Sólo yo!