En este punto, el discurso de Hipólito Kirillovitch fue interrumpido por los aplausos. El liberalismo del símbolo de la troikagustó a la concurrencia. Pero los aplausos no fueron nutridos, por lo que el presidente no juzgó necesario amenazar al público con hacer evacuar la sala. No obstante, Hipólito Kirillovitch se sintió reconfortado. Nunca lo habían aplaudido; incluso se habían negado a escucharlo durante varios años. Y, de pronto, advertía que se iba a atraer la atención de Rusia entera.

—Hablemos ahora de la familia Karamazov, de esa familia que ha adquirido repentinamente una triste celebridad. Tal vez exagere, pero creo que en ella se resumen ciertos rasgos de nuestra sociedad contemporánea. Se trata de un resumen microscópico, como el de una gota de agua respecto al sol. Observemos a ese viejo libertino, a ese padre de familia que ha tenido un fin tan lamentable. Era hijo de padres nobles, pero en los comienzos de su vida no fue más que un mísero parásito. Un matrimonio inesperado le proporciona algún dinero, pero sigue siendo un bribón, un payaso obsequioso y, sobre todo, un usurero. Andando el tiempo y a medida que su fortuna va aumentando, lo vemos conducirse con más seguridad en sí mismo. Luego deja de ser un adulador rastrero y ya solo queda en él una cínica maldad y la tendencia a la burla y al libertinaje. No tiene el menor principio moral: sólo una sed de vida inagotable. Aparte los placeres sensuales, nada existe para él: he aquí la enseñanza que da a sus hijos. Como padre, no se considera obligado a nada; se ríe de sus deberes paternos, deja a sus hijos en manos de los criados y se alegra cuando se los llevan. Incluso llega a olvidarlos por completo. Su concepto de la moral se resume en esta frase: aprés moi, le déluge! Es todo lo contrario de un ciudadano: se aísla en la sociedad. «Perezca el mundo con tal que yo esté bien.» Y está bien; es feliz y desea llevar esta vida durante treinta años más. Estafa a su hijo, quedándose con parte de su herencia materna, y además de quitarle el dinero pretende arrebatarle la amante. No quiero dejar la defensa del acusado enteramente en manos del eminente abogado que ha venido de Petersburgo. También yo diré la verdad; también yo comprendo la indignación acumulada en el alma de ese hijo. Pero no hablemos más del infortunado viejo. Ya ha pagado su deuda. Pensemos, sin embargo, que era un padre, un padre moderno. ¿Es calumniar a la sociedad decir que hay muchos padres como él? La mayoría de ellos no se expresan con tanto cinismo, pues tienen más educación y más cultura, pero, en el fondo, piensan como pensaba Fiodor Pavlovitch. Perdonadme si soy demasiado pesimista. No me creáis, pero permitidme que os exponga mi pensamiento. Estoy seguro de que os acordaréis de lo que acabo de decir.

»Hablemos ahora de los hijos de ese hombre. Uno de ellos está ante nosotros, en el banquillo de los acusados. Me referiré brevemente a los otros dos. El mayor de éstos, o sea el segundo de los tres hijos, es un joven moderno, de gran cultura e inteligencia, pero que no cree en nada y ha renegado ya de muchas cosas, como su padre. Todos lo hemos oído. Fue recibido amistosamente en nuestra sociedad. No ocultaba sus opiniones, sino todo lo contrario. Por eso hablaré francamente, aunque sólo lo considere como miembro de la familia Karamazov.

»Ayer, lejos de aquí, en el límite de la ciudad, se suicidó un pobre idiota complicado en este asunto, sirviente y tal vez un hijo natural de Fiodor Pavlovitch: Smerdiakov. Este hombre me dijo entre lágrimas, al instruirse el sumario, que Iván Fiodorovitch lo horrorizaba con su nihilismo moral, que afirmaba que no había nada prohibido para el hombre. Esta doctrina debió de acabar de trastornar la mente del pobre idiota, ya afectada, sin duda, por su enfermedad y por el drama que se había desarrollado en casa de los Karamazov. Pero este desgraciado hizo una observación digna de una persona inteligente, y ésta es la razón de que hable de él. «De los tres hijos de Fiodor Pavlovitch —me dijo—, el que más se parece a su padre por su carácter es Iván Fiodorovitch.» Por delicadeza pongo fin a mis consideraciones sobre este Karamazov. Nada más lejos de mi ánimo que extraer conclusiones de cuanto acabo de decir, para pronosticar la ruina de este inteligente joven. Ya hemos visto que el sentimiento de la verdad es todavía muy potente en su corazón y que los afectos familiares no han naufragado aún en la irreligión y el cinismo mental inspirados más por la ley de la herencia que por el dolor moral.

»El más joven de los hermanos, adolescente todavía, es modesto y piadoso. En oposición con las siniestras y disolventes ideas de su hermano, las suyas son de acercamiento a los «principios populares», como se dice en los medios intelectuales. Vivió en nuestro monasterio, donde estuvo a punto de profesar. A mi juicio, encarna inconscientemente la fatal desesperación que impulsa a infinidad de individuos de nuestra desgraciada sociedad —por temor a la corrupción y porque atribuyen erróneamente todos nuestros males a la cultura occidental— a volver, como ellos dicen, «al suelo natal, para arrojarse en los brazos de esta tierra nativa, como los niños aterrados por los fantasmas se refugian en el agotado seno materno para dormir en paz y librarse de las visiones que los atormentan. Mis mejores votos para este joven dotado de tan excelentes cualidades; le deseo que sus nobles sentimientos y sus aspiraciones respecto a los principios populares no degeneren, como ha ocurrido más de una vez, en un sombrío misticismo por el lado moral, y en un necio patrioterismo por la parte cívica, ideales ambos que amenazan a nuestro país con males tal vez más graves que esa perversión precoz nacida de un falso concepto de la cultura occidental, de que adolece Iván Fiodorovitch.

Sus alusiones al patrioterismo y al misticismo fueron acogidas con aplausos. Sin duda, Hipólito Kirillovitch se había dejado arrastrar por su entusiasmo, divagando sobre cuestiones que apenas tenían relación con el asunto que se debatía; pero el amargado tuberculoso anhelaba hacer oír su voz por lo menos una vez en su vida. Después se dijo que la sombría descripción que hizo de Iván Fiodorovitch obedecía a un propósito poco elegante; que lo movía un deseo de venganza, ya que el testigo le había vencido dos o tres veces en disputas en público. Ignoro si esta afirmación estaba justificada. Lo cierto es que todo esto era una especie de preámbulo para entrar en materia.

—El otro hijo de esta familia moderna es el que está en el banquillo de los acusados. Su vida y sus hazañas no son un secreto para nadie. Ha llegado la hora en que todo salga a relucir. Sus dos hermanos son, el uno, un «occidentalista» y el otro, un «populista»; él representa a Rusia, a nuestra amada madrecita; la vemos, la sentimos, la oímos en él. Hay en nosotros una asombrosa mezcla de bien y de mal. Admiramos a Schiller y a la civilización y nos vamos a la taberna a beber, a divertirnos y a arrastrar, cogiéndolos por la barba, a nuestros compañeros de embriaguez. Perseguimos con entusiasmo los más nobles ideales con tal que podamos alcanzarlos fácilmente y sin molestias. No nos gusta pagar, pero nos encanta recibir. Dadnos felicidad y libertad y veréis qué amables somos. No somos codiciosos: dadnos una respetable cantidad de dinero y veréis con qué desprecio por el vil metal lo dilapidamos en una noche de orgía. Y si no se nos da dinero, demostraremos que sabemos procurarnos todo el que nos haga falta.

»Pero procedamos con orden. Primero es un niño andrajoso, abandonado, según ha dicho nuestro compatriota forastero. De nuevo no dejo enteramente en manos ajenas la defensa del acusado. Soy al mismo tiempo fiscal y abogado defensor. Somos seres humanos y sabemos perfectamente la influencia que ejercen en el carácter las primeras impresiones.